La arboleda perdida

AutorAndrés Henestrosa
Páginas66-68
66
ANDRÉS HEN ESTROS A
–Venimos en un enga nche
del pueblo de Fort Worth.
Estos versos son compuestos
cuando yo ve nía en camino,
soy un muchacho m exicano
nombre dos por Constan tino.
Ya con ésta me despido
con mi sombrero en la s manos
de mis fieles comp añeros,
son trescientos mex icanos.
19 de enero de 1952
La arboleda perdida
Toda niñez es una égloga . Por eso evoc arla es un acto doloroso. Porque fre-
cuentemente toda adolescencia y toda madurez suele ser una elegía. Cuando
pasan los años, y la dicha envejece, quiero decir, se hace tristeza, sólo sobre-
viven en nosotros los instantes placenteros que pudimos rescatar del ha z de
penas que es toda vida desde que se nac e. La memoria, en un recurso que
podemos llamar de amparo no registra, y si registra, olvida bien pronto lo
desgarrador, lo triste, lo que no ayuda a vivir. Y en cambio fija con perfiles
nítidos todo aquello en que una gota de alegría tiembla, brilla y tornasola.
Esto explica por qué los viejos tan fácil mente se enternecen y lloran, seg ún
el testimonio de José Vasconcelos, autor de una de las más bellas autobio-
grafías mex icanas.
El río, que parece ser la vida, arrastrada en su curso hasta encontrar el mar
de todo es una cinta de cielo ya llena de estrellas, ya nublada, con hojas y flores,
amaneceres y ocasos que va destruyendo en sus tumbos. Ciega, la vida que
los poetas han identificado con un río, como si se cansara, abandona su curso,
y hace un pequeño remanso: ese remanso es la niñez. Y lo que tuvo de alegre y
de dichoso es lo que un día vuelve, sin nosotros evocarlo, a poner un rayo de
luz en la tiniebla que día a día va siendo nuestra vida. No andaba tan errado

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