El lago de Santa Teresa

AutorAndrés Henestrosa
Páginas61-63
LAS CIUDADES fundadas hasta entonces eran
tan nuevas, y los hombres que las habita-
ban tan recientes, tan primitivos, que
conservaban el color de los adobes; pero no
por eso algunos hubieran dejado de come-
ter, en tan pocos días, todo el mal posible.
Dios sabía muy bien todo esto, y que-
riendo remediarlo, mandó llamar al cielo al
hombre más bueno de toda ciudad para tornarlo santo y dar-
le poder para restituir la bondad perdida de aquellos hom-
bres. Y desde allí todas las ciudades tuvieron un santo patrón.
Aquellas ciudades, por pequeñas, no podían contener
dentro de sí, como sus latidos, a todos los hombres, y algunos
andaban dispersos por los montes. Esto también era sabido de
Dios y así fue que le dijo a Santa Teresa, quien tuvo siempre
su morada en el cielo, que bajara a la tierra y fundara, en la
más bella región, una nueva ciudad para congregarlos.
Como con luz de cirio, la santa buscó el rincón de tierra
deseado hasta encontrarlo, un mediodía, en Ciénaga Grande
o Cienigrande, como decimos hoy, cerca de Juchitán, cerca
de San Mateo del Mar. Quieta, larga hasta el Pacífico donde
entonces desembocaba, y de aguas tan profundas, tersas y
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