El carrizo

AutorAndrés Henestrosa
Páginas97-97
UNIDO en grupos, el carrizo crecía,
jubiloso entonces, con el viento enreda-
do en las hojas, en las silenciosas orillas
de los ríos. No tenía, como hoy la tiene,
hueca la vara en que cuelga sus hojas
angostas y largas, sino llena como de un
algodón que fuera duro.
Pero he aquí que Jesús ya no hallaba
refugio seguro en parte alguna y el último –la hoja del
olivo– acababan de descubrirlo los judíos. Pequeñito, igual
que un grano de arena, Jesús cayó en un carrizal. Se introdu-
jo en el puño cerrado de las raíces y se puso de pie en el cen-
tro, a lo largo de uno de los tallos. Delgado, no más grueso
que el vacío que lo cercaba, nadie que no fuera el pájaro
carpintero pudo descubrirlo. Y habiéndolo aprehendido los
judíos lo clavaron, el más negro de los atardeceres, en una
cruz.
Desde entonces, para recordarlo y ayudar a los hombres
que todo lo olvidan, el carrizo es hueco, triste, sin corazón,
porque Jesús se lo deshizo al ponerse de pie a lo largo de su
tallo. Y cuando quemamos los campos, los carrizales simulan
un incendio de banderas en el que sólo se salvaran las astas.
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El carrizo

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