La tortuga

AutorAndrés Henestrosa
Páginas87-88
LIMPIA, brillante como el agua en que vivía, y
más bonita que mandada a hacer, la tortuga
sirvió en los primeros días de la religión
cristiana en Iztacxochitlán, como ofren-
da a San Vicente.
La había grande y pequeña; un poco amarilla
la una; negra, muy negra, la otra. Se arrastraban las dos bajo
el agua dulce y el agua salada, y de trecho en trecho asoma-
ban la cabeza a la superficie, para tomar un poco de aire. Se
iban a la tierra –lo que alguna vez ocurría–, dejaban un rastro
de dibujos caprichosos, que más tarde como que las zapote-
cas copiaron en el bordado de sus enaguas y huipiles.
Los hombres salían en los aniversarios religiosos, en las
fiestas de guardar, a buscarla, y lo mismo en el agua que en la
tierra, la capturaban con las manos.
Torpe, eso sí, lo mismo hace días que pasado mañana,
colocada al pie de los altares, era menester acercarle una llama
a la cola, que entonces no la tenía tan corta y fue el proce-
dimiento el que la redujo, para que menos lenta subiera por
su propia lentitud hasta el santo. Y subía regando mansedum-
bre. Sucedía algunas veces que guardaba dentro de su concha
la cabeza, las patas y la cola, pero entonces su martirio era
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