El olivo

AutorAndrés Henestrosa
Páginas95-96
LOS PRIMEROS zapotecas debieron creer que
las hojas más tiernas del olivo silvestre, eran
sus flores. Y le llamaron xquieyase: sus flo-
res negras. Parece siempre que apenas ha
cesado de llover sobre él, porque como si
la lluvia le pintara de ese verde inaudito,
tiene las hojas brillantes. Religioso, lo mismo si alguna vez dio
el fruto del que se elabora el aceite para los altares, que hoy
que da sus ramas para adornar las fiestas sagradas, tiene para
nosotros un motivo más de adoración.
Se cuenta que cuando Jesús huía hasta que la noche
enredándole cansancio a los pies le obligaba a descansar,
y echado al suelo esperaba que la mañana siguiente le vol-
viera despejada la vereda a los ojos, este árbol fue uno de los
que se apiadaron de él. Un día, a la hora en que los ojos cam-
pesinos lentamente mueren, un olivo que le vio venir inclinó
sus ramas y fue cerrando, poco a poco, sus hojas. Y el Niño
compendió. Milagroso, dulce, casi mudo, no dijo una palabra
y reduciéndose al tamaño de la hoja, entró en una de ellas y
el olivo las cerró todas hasta amanecer. Cuando Jesús supo
que los judíos habían descubierto dónde dormía, no volvió a
quedarse como el hueso de un fruto, en la hoja cerrada del
olivo.
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El olivo

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