Los Estados Unidos y Canadá Canadá

AutorGeorge Douglas Howard Cole
Cargo del AutorTeórico político inglés y un socialista crítico
Páginas313-354
XI. LOS ESTADOS UNIDOS Y CANADÁ
COMO vimos en una parte anterior de esta obra, el socialismo en los
Estados Unidos, después de avanzar con bastante rapidez hasta
cerca de 1912, ya había empezado a perder influencia antes del
estallido de la guerra europea en 1914.1 Traté de explicar ese hecho
en el cuarto volumen de esta obra, y no es necesario volver sobre lo
mismo. Baste decir que los factores que hicieron retroceder al
socialismo antes de 1914 funcionaron con mucho mayor efectividad
después de la guerra y han seguido funcionando, tras una breve
interrupción durante los años de depresión en los treinta, hasta el
momento presente. El principal, en mi opinión, es el notable éxito del
capitalismo estadunidense en cumplir su cometido a una escala
siempre creciente —excepto durante la depresión, cuando esa
tendencia se invirtió señaladamente durante un tiempo—, con la
gran participación de sus beneficios a los trabajadores del país. Esto
último se ha destacado mucho más desde el Nuevo Trato de los
años treinta. La fuerza de los sindicatos norteamericanos para
negociar y contratar con los patrones ha crecido en forma
impresionante y ha sido utilizada para lograr no sólo más altos
salarios, sino también una mucho mayor seguridad social y un mejor
estatus, no atacando al sistema capitalista, sino “exprimiéndolo”
mediante una presión constante para lograr mejores contratos de
trabajo. Entre tanto, el capitalismo de los Estados Unidos, antes
notable por su tenaz rechazo a las demandas sindicales, ha
cambiado fundamentalmente su estrategia, en líneas generales, al
comprender la ventaja de ganarse el apoyo sindical y de la clase
obrera haciendo grandes concesiones —que puede muy bien
permitirse gracias a sus abundantes excedentes—. En una
economía en rápida expansión, caracterizada por una ocupación
plena casi continua, ha resultado favorable a los trabajadores, en un
sentido material, no gastar sus energías tratando de derrocar al
capitalismo, sino cooperar con éste cuidando de no mojar la pólvora,
para el caso de que esas condiciones no durasen indefinidamente.
Esa política ha sido la más fácil de seguir porque su sociedad,
debido al pronunciado descenso de la inmigración, se ha hecho
mucho más homogénea, con la consecuencia de que la influencia
europea en el pensamiento norteamericano —incluyendo la
influencia socialista— ha decaído considerablemente. El movimiento
socialista en los Estados Unidos había estado dominado siempre
por concepciones europeas llegadas con las olas sucesivas de
inmigrantes. El socialismo nunca había atraído la imaginación de la
mayoría de los trabajadores nacidos en los Estados Unidos, en gran
medida porque la estructura de clases norteamericana era mucho
más flexible y no se consideraban condenados de por vida como
individuos a una posición social irremediablemente inferior. La
ausencia de una aristocracia poderosa y arraigada y la posibilidad
de elevarse en la escala social por el esfuerzo personal hicieron de
la conciencia de clase un sentimiento mucho menos poderoso que
en Europa; y, aunque la “frontera” de la evasión en masa de la
servidumbre del salario había quedado casi cerrada mucho antes de
1914, las perspectivas de mejores condiciones materiales dentro del
sistema salarial eran lo bastante buenas como para limar el deseo
de realizar cambios revolucionarios en la estructura básica de la
sociedad. En la mente de la mayoría de los norteamericanos
incluyendo a la mayoría de los trabajadores— el socialismo era una
doctrina extraña, inapropiada para las condiciones de los Estados
Unidos y aun vista con disgusto porque parecía implicar una mayor
interferencia del Estado con los modos de vida del hombre, así
como la imposición de controles burocráticos que iban en contra de
las concepciones norteamericanas de la libertad.
El socialismo, tal como existía en los Estados Unidos en 1914,
era la doctrina de una pequeña minoría, integrada en parte por
inmigrantes europeos o por hijos de éstos que habían recibido tales
ideas de sus padres, y, además, por idealistas que fundaban su
socialismo mucho más en imperativos morales que en una idea de
la lucha de clases.
El derrumbe de la Segunda Internacional y la agrupación de la
mayoría de los grandes partidos socialistas europeos en torno a sus
respectivos gobiernos fue un gran golpe para los socialistas
norteamericanos, que habían tomado en serio las declaraciones
antibelicistas y antiimperialistas de la Internacional y no alcanzaban
a explicarse cómo se había llegado a esa situación. Como en 1914
no había la posibilidad inmediata de que los Estados Unidos se
vieran envueltos directamente en la lucha, los socialistas
norteamericanos no tenían que resolver el problema de votar en
favor o en contra de los créditos de guerra. Al principio fueron
simples espectadores, y el primer pensamiento de la mayoría era
hacer algo para poner fin a la indeseada contienda. Una pequeña
minoría, en la que estaban William English Walling (1877-1936),
Algie M. Simons (1870-1950) y John Spargo (1876-1966), se
manifestó favorable a los Aliados, denunciando al militarismo
alemán como el villano de la obra y a los socialistas mayoritarios
alemanes como sus cómplices traidores; y otros, al menos los
germano-estadunidenses de Wisconsin, dieron señales de
“germanofilia”. Pero la gran mayoría, sin hacer distinciones entre los
combatientes, se contentó con denunciar la contienda como una
“guerra imperialista” surgida de las rivalidades entre las grandes
potencias, que había envuelto a los pueblos contra su voluntad y
sus intereses. En septiembre de 1914 el Ejecutivo Nacional del
Partido Socialista Estadunidense (PSE) envió a los partidos europeos
la propuesta de una conferencia internacional, que debería

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