Conclusión. Comunismo y socialdemocracia de 1914 a 1931

AutorGeorge Douglas Howard Cole
Cargo del AutorTeórico político inglés y un socialista crítico
Páginas470-528
CONCLUSIÓN. COMUNISMO
Y SOCIALDEMOCRACIA DE 1914 A 1931
En el plan original del cuarto volumen de mi Historia del
pensamiento socialista [volúmenes V y VI de esta edición en
español] pensaba referirme a todo el periodo que va desde el
estallido de la Guerra Mundial en 1914 hasta el nuevo estallido de
1939. Me parecía que un periodo de un cuarto de siglo no era
demasiado largo, teniendo en cuenta que el primero y el segundo
volúmenes abarcaban etapas de más de cuarenta años —de 1789 a
1850 y de 1850 a 1889—. Era cierto, por otra parte, que para el
siguiente periodo de veinticinco años, de 1889 a 1914, habría tenido
que aumentar el tercer volumen hasta más de mil páginas. Tan
pronto como me dediqué a desarrollar el plan en detalle comprendí
que el proyecto original no serviría, porque no era posible, sin perder
la unidad esencial de tratamiento, estudiar en un solo volumen las
revoluciones que acompañaron y siguieron a la primera Guerra
Mundial y el periodo de contrarrevolución y creciente tensión
internacional que se desencadenó con la depresión mundial de los
treinta y la victoria del nazismo en Alemania. Alteré, pues, el plan y
decidí, después de alguna vacilación, interrumpir el relato alrededor
de 1931, para referirme sólo a las primeras etapas de la Gran
Depresión y concentrar la atención en las consecuencias de la gran
Revolución rusa de 1917, dividiendo el movimiento socialista
mundial en dos facciones contendientes entre las cuales era muy
difícil que sobrevivieran núcleos de opinión intermedios o
desviacionistas, o, en todo caso, que ejercieran una poderosa
influencia en el curso de los acontecimientos.
La Segunda Internacional, que se prolongó desde 1889 hasta su
colapso en agosto de 1914, sostuvo, a pesar de los difíciles
conflictos de política que surgieron en su seno, una concepción del
socialismo como fuerza mundial fundamentalmente unificada. Esa
unidad, rota en 1914 en el terreno de la organización, desapareció
del campo del pensamiento y de la acción como consecuencia de la
Revolución bolchevique en Rusia y del surgimiento del comunismo
con su doctrina de la revolución mundial al estilo ruso. En efecto, el
comunismo de la Tercera Internacional a partir de 1919 implicaba un
deliberado intento de alcance mundial de dividir a los movimientos
socialistas y obreros de todos los países en facciones directamente
opuestas en lucha por la adhesión de los trabajadores, y condujo a
la coexistencia no sólo de partidos rivales laboristas o socialistas, ya
fuesen comunistas o anticomunistas, sino de movimientos sindicales
opuestos y a perpetuos conflictos dentro de los sindicatos de cada
país. En esas circunstancias no había ya ni la sombra de un
movimiento socialista mundial único animado por el propósito común
de derrocar al capitalismo e implantar en su lugar el socialismo. En
vez de unificarse para destruir al capitalismo, los movimientos
socialistas rivales se dedicaron a pelear entre sí, y los que
intentaron destacar lo que había en común entre ellos, con la
esperanza de reunificarlos, vieron en todas partes contrariados sus
esfuerzos por los fanáticos de ambos lados. En opinión de los
comunistas, los reformistas y los “desviacionistas” revolucionarios —
es decir, los llamados “trotskistas”— eran calificados de “social-
traidores”, mientras que, del otro lado, la mayoría de los llamados
“traidores” afirmaban abiertamente que no podía haber socialismo
sin “democracia”, entendiendo por democracia el gobierno
parlamentario basado en una estructura de partidos contendientes y
en el gobierno de la mayoría dentro de condiciones de sufragio
universal y elecciones “libres”.
En consecuencia, para que alguien escribiera la historia del
socialismo —del pensamiento o de la acción— después de 1917 no
tendría que estudiar ya un solo movimiento o tendencia, sino cuando
menos dos, a no ser que estuviera dispuesto a limitar la concepción
del socialismo excluyendo completamente a una u otra. Tal
exclusión sería en la práctica muy difícil, porque cualquiera que
fuese su opinión respecto a las pretensiones de uno u otro grupo de
ser el verdadero heredero de la tradición socialista común, tendría
que referirse al conflicto entre ambos y a las numerosas tendencias
socialistas que no pueden identificarse plenamente con ninguno de
los dos. Aunque estuviera dispuesto —y yo no lo estoy— a
considerar los desarrollos del pensamiento y la acción en los
Estados comunistas de un solo partido como si se apartaran del
socialismo propiamente dicho, tendría que ocuparse de otros países
donde el comunismo ha competido directamente con el socialismo
no comunista por la adhesión de las clases trabajadoras y el
campesinado, y no podría presentar un recuento equilibrado ni justo
de los acontecimientos o teorías sin analizar las relaciones entre
ambos. Por diferentes que puedan ser el comunismo y la
socialdemocracia o el socialismo democrático en sus filosofías y
métodos de acción, es innegable que tienen algunos elementos
comunes —por ejemplo, el abogar por la propiedad pública y por el
control de los recursos esenciales y de los instrumentos de
producción, así como la creencia en la misión histórica de la clase
trabajadora para efectuar la transición del capitalismo a la empresa
pública—. El problema de si ello ha de hacerse mediante la toma
revolucionaria del poder por los trabajadores o por un partido que
pretenda representarlos, o mediante la conquista pacífica del poder
por la acción parlamentaria a través del sufragio universal, por
importante que sea, no puede presentarse de la misma manera en
todos los países, porque, por una parte, no todos poseen las
instituciones parlamentarias de gobierno que presupone el segundo
de dichos métodos y, por otra, en algunos que poseen esas

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