Mario Moya Palencia

AutorJosé E. Iturriaga
Páginas223-243
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El notable pintor inglés, Daniel Thomas Egerton contrajo nupcias en el
pueblo de Hamstead en 1818, hoy un barrio ya conurbado con Londres.
Hacia 1831 vino a México acompañado de su hermano mayor quien vivió
aquí tres lustros. El pintor quedó enamorado de nuestro país y regresó al
suyo dos o tres años después de su estancia en México.
Una desavenencia conyugal producida casi un cuarto de siglo después
de su matrimonio —en el que procreó tres hijos—, condujo al artista de
nueva cuenta a regresar a México que lo había cautivado. Pero esta vez
—en 1842— llega acompañado de su joven amante, quien tiene un emba-
razo de tres o cuatros meses.
Daniel Thomas contaba ya con 45 años y su amante apenas frisaba los
20. Ella era Agnes Edwards. Se hospedaron en la Fonda de Vergara —en la
actual calle de Bolívar—, justo donde ahora se encuentra ubicado el hotel
Ambos Mundos. Los amantes solían comer o cenar en forma solitaria,
romántica y amorosa, sin trabar relación alguna con los lugareños.
Era un restaurante de postín al que acudía la gente más elegante de las
clases altas de la época. Iba a menudo también la esposa del ministro ple-
nipotenciario español, la marquesa Calderón de la Barca, tan conocida
después por su obra La vida en México en cuyas páginas hubo de referirse
a Egerton y a su preciosa acompañante como la misteriosa pareja.
Mario Moya Palencia*
* Nota titulada “El Egerton de Mario Moya”, publicada en el periódico Novedades el 2 de
abril de 1992.
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En efecto, era tan reservada esa pareja, que Daniel Thomas, al regresar
a México, optó por cambiar su nombre por el de Florencio. Temía sin duda
ser perseguido y denunciado por adulterio al ser identificado por compa-
triotas suyos; o por sus tres hijas que ya merodeaban en torno a la veinte-
na de años y quienes, como descendientes del ilustre pintor inglés, podrían
reclamarle; lo mismo que su antigua consorte o uno de los amigos de ésta
que viniesen a vengarla; o personas cercanas al individuo con el que sos-
tuvo el pintor un duelo en Londres donde perdió la vida su oponente.
Lo cierto es que el miedo que el artista y su amante abrigaban, los
condujo a vivir aisladamente varios meses en el centro de nuestra capital,
mientras trasladaban su domicilio a la Casa de los Padres Abades, en Tacu-
baya, donde ambos permanecieron trabajando en lo suyo.
No dejaban transcurrir ninguna tarde sin pasear alrededor de su casa,
entre los magueyales y milpas que rodeaban la vieja hacienda de Xola, e
iban hasta el pueblo de Nonoalco. (Ese pueblo nada tiene que ver por cierto
con la zona norte de nuestra capital donde un barrio lleva el mismo
nombre.)
Una tarde salieron a contemplar la hermosa puesta de sol y, sensibles
como eran ambos, se solazaban con esos cielos que parecían pintados por
el mismo Tiziano. Como siempre, iban con sus perros. Daniel portaba en
la mano un grueso bastón que le servía de apoyo o de defensa previsora.
Aquella tarde ocurrió algo espantoso: el magnífico paisajista inglés fue
acribillado a puñaladas. Ninguna defensa le valió, hasta quedar hecho tri-
zas su exánime cuerpo.
A unos 300 metros de distancia —sin duda por haber corrido ella para
ponerse a salvo de los criminales— fue hallado el cuerpo de Agnes, la joven
amante del pintor, víctima de machetazos y puñaladas, no sin ostentar su
vientre una feroz mordida y mostrar signos de vesánicas violaciones sexua-
les. Los autores de estos asesinatos escribieron con lápiz su nombre en un
papel que dejaron prendido con un alfiler en el vestido de la joven. La
hermosa escritura inglesa parece probar que el crimen fue cometido por
ingleses y no por mexicanos. Además se le encontró a Egerton su reloj y

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