Andrés Henestrosa

AutorJosé E. Iturriaga
Páginas171-192
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Hace 10 años, en París, después de 20 de no saber nada de Andrés Henes-
trosa, me preguntó por él Pablo Neruda —un entrañable amigo común—
y dijo con tono convencido esto: que El retrato de mi madre del escritor
ixhuateco, era una pequeña obra maestra de las letras hispanoamericanas.
Tenía razón el gran poeta chileno.
Dos años después, Miguel Ángel Asturias, amigo cercano y admirable
de ambos, me dijo en Moscú que Andrés Henestrosa se había anticipado
en Latinoamérica —junto con Antonio Mediz Bolio— a decantar con instru-
mentos literarios las leyendas de nuestros indios a través de Los hombres
que dispersó la danza. También tenía razón el novelista guatemalteco.
Pero es necesario apoyarse en los testimonios de esos dos Premios Nobel
para asegurar que Andrés Hernestrosa, pese a la mezquindad, distracción,
esnobismo o pasión de algunos críticos, es —con Ermilo Abreu Gómez—
uno de los mejores escritores de la generación inmediata posterior a la del
Ateneo de la Juventud.
Nacido hacia 1906 en Ixhuatán, Oaxaca, Hernestrosa se incorpora a la
cultura occidental —a semejanza de Juárez— entre los 12 y 13 años. Por
una extraña ironía, el idioma español se lo enseña un barillero árabe ven-
dedor de ropa en abonos, quien se expresaba con escasos vocablos y de-
fectuosa fonética; con él deambula Andrés por diferentes poblados del
istmo tehuano y conversa con su jefe en un castellano arabizado que va
Andrés Henestrosa*
* Ensayos aparecidos en el suplemento cultural de diario Novedades el 25 de febrero, el
4 y el 11 de marzo de 1973.
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aprendiendo. A la capital llega a los 16 años; exactamente el día de los
Santos Inocentes en 1922, hoy hace medio siglo. No es una casualidad:
Andrés es inocente por su bondad, no obstante la agudeza de su ingenio.
Quizá su aprendizaje tardío de la lengua nacional y su extranjero y
rudimentario preceptor, crean en el joven Andrés una urgencia de dominar
el español —que ha logrado de modo cabal— al punto de que por derecho
indisputable ocupa desde hace años, con decoro plausible, una poltrona en
la Academia de la Lengua.
Su ingreso al alto cargo académico no lo hizo Andrés a base de una
deserción de su idioma nativo, sino de fervorosa lealtad a él. Por ello dis-
curre en torno a voces zapotecas, siempre provisto de las más eficaces
herramientas: su fluido español y su aptitud para el análisis hermenéutico.
Y de este modo, por la vía idiomática, Andrés ha integrado, en sí mismo, su
propio mestizaje cultural, el único que los mexicanos admitimos, alérgicos
como somos a toda forma de supuesta superioridad racial.
Andrés Henestrosa constituye un ejemplo a imitar por los buenos
escritores de provincia que usan con destreza y pasión idiomas aborí-
genes, tal como lo hicieron Cecilio A. Robelo en su tiempo, Ángel María
Garibay en los últimos años y Miguel León Portilla.
Dios Jano aborigen, Andrés Henestrosa lleva dentro de sí sangre huave
y zapoteca entremezcladas con sangre ibérica, las que ha tranquilizado ya,
para sorpresa de quienes lo conocen, sobre todo desde que Andrés aceptó
la tesis consistente de que ningún mexicano con vocación intelectual está
bien formado en lo cultural si no visita el país donde surgió la lengua es-
pañola. Rejego, a regañadientes, Andrés decidió conocer la madre patria.
Ahora sabe que su indigenismo pudo acendrarse, aún más, al descubrir
in situ su raíz hispánica. Porque Andrés no ha hecho otra cosa —como lo
escribe a Griselda Álvarez— que reconciliar en su pecho a sus abuelos y
pacificar las dos sangres que lleva dentro.
El indigenismo de Henestrosa nada tiene que ver con ese indigenismo
muy del gusto de las fundaciones norteamericanas, deseosas de erradicar
—por pintoresquismo o cálculo imperial— el vigoroso aporte hispánico a

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