Leopoldo Zea

AutorJosé E. Iturriaga
Páginas359-365
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A muchas virtudes puede renunciar el filósofo sin comprometer su condi-
ción de tal. Por ejemplo, a la pobreza, a la casticidad o a la modestia; menos
a una y sin la cual el noble oficio de la filosofía se desintegraría: la curiosi-
dad intelectual.
En esa cardinal virtud que es en efecto la curiosidad, vive inserta la
pasión por saber todo cuanto al filósofo le ha urgido conocer desde siempre:
cómo es nuestro mundo circundante y qué es el hombre, qué fue de él y
qué será de él.
Resulta fácil reconocer al filósofo de buena cepa sólo por el grado de
curiosidad que sea capaz de poseer. Se puede manejar con cierta soltura y
destreza la jerga filosófica y estar sin embargo nativamente invalidado para
ser filósofo. Ello ocurre con notable frecuencia con algunos empingoro-
tados profesores que fingen o fungen de solemnes maestros, ayudados de
guiños y gestos filosofantes en el templete de la cátedra.
Armado de aquella preciosa cualidad que es la curiosidad intelectual,
un joven filósofo se decide a hurgar en un trozo de historia mexicana, la
historia de las ideas que han dado fisonomía a nuestra nacionalidad.
Algunos metafísicos incurables consideraran sin duda improcedente la
actitud filosófica de Leopoldo Zea al pensar que el único y digo objeto del
egregio quehacer filosófico consiste en examinar un ontos más o menos
escrutable o inasequible. Pero fiel a los signos de nuestro tiempo, Leopoldo
Leopoldo Zea*
* Comentario publicado en Cuadernos Americanos, número 3, del año 1943.

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