Conducta de los representantes diplomáticos de todo rango acreditado en uno y otro país

AutorJosé E. Iturriaga
Páginas375-320
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En este esfuerzo intelectual, que me gustó llamar Ustedes y nosotros, no
está fuera de lugar proporcionar al lector la relación de los diplomáticos de
todo rango que representaron a Estados Unidos en México y a México en
el país vecino, toda vez que uno de los aspectos más importantes en esta
obra es el de las relaciones entre nuestros vecinos del norte y México, en
la que pretendo establecer los contrastes entre ambos países en sus dife-
rentes y variados aspectos. Esta información la ofrecemos al lector en dos
extensos cuadros al final del presente capítulo (véanse cuadros 34 y 35).
El presidente de Estados Unidos, John Quincy Adams, envió a Joel R.
Poinsett como el primer ministro plenipotenciario en México en 1825, y el
más reciente, Tony Garza, nombrado por George Bush junior en junio de
2002, permanece todavía en 2005, y está casado con una muy opulenta
mexicana.
Antes de ser fusilado don Miguel Hidalgo y Costilla el 30 de julio de
1811 y de acuerdo con el segundo jefe del Ejército Insurgente, Ignacio
Allende, ambos enviaron en junio de 1811 a José Bernardo Gutiérrez de
Lara como primer representante en Estados Unidos. Al último, Carlos
Icaza, lo nombró el presidente Fox en 2003 y permanece en Washington
en 2005.
Ambos países elevaron el rango de sus legaciones al de embajadas el
30 de marzo de 1899, cuando gobernaban en México Porfirio Díaz y en
Estados Unidos, William Mckinley.
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Las relaciones entre ellos y nosotros, sin embargo, se iniciaron en for-
ma anormal y condenable.
En efecto, a fines de 1822 el presidente James Monroe envió a México
como agente confidencial a Joel R. Poinsett para encontrar la mejor mane-
ra de derrocar a la monarquía iturbideana. Poinsett contaba con anteceden-
tes inmorales para realizar semejante tarea.147 Estaba entrenado para ello,
pues estuvo cinco años en Argentina y Chile con el rango de cónsul, de
1810 a 1815.
En Argentina no pudo realizar intriga entre los saavedristas y morenis-
tas que luchaban entre sí. Pero en Chile encontró la manera de ayudar a la
separación de la Capitanía General de Chile, dependiente del virreinato de
Perú, razón por la cual el jefe de la insurgencia, José Miguel Carrera, le dio
el rango a Poinsett de El primer chileno.
En México, Poinsett halló pronto la forma para actuar como espía o
agente confidencial. Sí, tenía pasta para actuar bien en este repugnante
oficio. Esa forma de actuar la encontró en la persona de Antonio López de
Santa Anna, quien fungía, desde septiembre 1822, como jefe de Operacio-
nes Militares en el puerto de Veracruz. Cabe recordar al lector que Santa
147De tal modo que la presencia de Poinsett apenas pudo percibirse por los saavedristas
partidarios del Movimiento de Mayo en 1810, encabezado por Cornelio Saavedra, ni tampoco
lo percibieron los morenistas, que luchaban por los ideales de Mariano Moreno.
Por tal razón, el propio presidente Madison designó a Poinsett con el mismo cargo ante
Manuel Carrera, quien encabezaba el separatismo de la Capitanía General de Chile,
perteneciente al virreinato de Lima, junto con el Alto Perú, ahora Bolivia.
Su misión consistía en fragmentar respectivamente a esos dos virreinatos: el de La Plata
y el de Lima.
Nada pudo hacer ese agente yanqui en el virreinato de la Plata, pues los argentinos
estaban en guerra: saavedristas y morenistas seguían disputando entre sí para decidir cómo
organizar las instituciones cuando alcanzaran la independencia.
Poinsett, que había estudiado diversas materias de distintas profesiones, entre ellas
ingeniería, se fue a Chile y con resolución se sumó a las tropas de Carrera. Ayudó a erigir
puentes sobre los ríos que impedían el paso a las tropas separatistas de Carrera, razón por
la cual el caudillo suriano otorgó a Poinsett el título de El primer chileno.
Este obsequió a Carrera, además, una imprenta para que los chilenos editaran las
proclamas insurgentes, a efecto de que el escaso pueblo letrado que hubiere, leyes el
llamamiento independentista y antilimeño formulado por Carrera. Un lustro permaneció en
el Cono Sur ese singular personaje que se llamó Poinsett.
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Anna, durante los 11 años que duró la guerra independentista, combatió
con saña a los insurgentes como oficial del Ejército Realista hasta llegar al
generalato.
Provisto de un furioso fratricidio alcanzó ese rango, designación que su-
ponía gran proximidad con el emperador Iturbide, de cuya suntuosa y costosa
corte formó parte Santa Anna. Éste se deslizaba con familiaridad en los salo-
nes del Palacio Nacional desde la ceremonia de coronación de la testa de
Iturbide, realizada el 19 de maya de 1822 en la Catedral Metropolitana.
Pero Iturbide percibió que Santa Anna enamoraba a su hermana Nico-
lasa, sesentona de edad, y no por cierto apta para competir en un concurso
de belleza femenina. Contaba Nicolasa con 32 años más que el joven An-
tonio. Iturbide no quiso emparentar con Santa Anna ni tenerlo cerca de la
corte. Y, sin rompimiento alguno, lo nombró jefe de la plaza militar del
puerto de Veracruz en septiembre del mismo año, no sin darle el mando
político de toda la provincia veracruzana el 5 de octubre.
En ese tiempo Iturbide recomendó con insistencia a sus subordinados
que fuesen muy vigilantes ante la posible entrada al país de un espía
yanqui, que había llegado a Nueva Orleáns y se dirigía al litoral tamauli-
peco y veracruzano, según informes que le habían proporcionado el ser-
vicio de inteligencia imperial.
Resentido como estaba Santa Anna por su tácita expulsión de la corte,
no tomó precaución alguna para cumplir con las instrucciones recibidas
del emperador Iturbide, y se instaló en el puerto jarocho el 5 de octubre de
1822; el 19 de ese mes atracó en el puerto de Veracruz la goleta John
Adams, que traía a Joel R. Poinsett desde Nueva Orleáns. Desembarcó el
espía sin ningún tropiezo y en seguida pidió a quienes se hallaban frente a
él que lo llevaran con Santa Anna.
Ambos trabaron pronto una relación amistosa. Había recíproca simpa-
tía, como lo resalta el historiador chihuahuense José Fuentes Mares en su
libro Santa Anna, aurora y ocaso de un comediante.
Sin ningún preámbulo, y después de abrazos cálidos y amistosos, Poin-
sett dijo a su interlocutor: “Es un error que México hubiese adoptado la

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