San Agustín: los placeres del silencio y el vacío del amor

AutorAle, Pedro Salvador
Páginas92-105

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COMISIÓN DE DERECHOS HUMANOS DEL ESTADO DE MÉXICO

Aurelio Agustín (San Agustín), es el único de los escritores de la Antigüedad que nos ha dejado el ref‌lejo completo y profundo de su propio espíritu en su famoso libro llamado Las Confesiones por ser una especie de rendición de cuentas a Dios de los primeros años de su vida, transcurrido en la impiedad, así como de los diversos extravíos de su alma hasta llegar a la verdadera fe.

Aurelio Agustín (San Agustín), escribe una de las obras espirituales más importantes de todos los tiempos: De Civitate Dei, gigantesca visión f‌ilosóf‌ica de la historia, en la que niega que el cristianismo hubiese ocasionado el hundimiento del Imperio Romano, cuya grandeza debe continuar.

Para una mejor comprensión de los derechos humanos, es casi ocioso decirlo, en este diálogo diserta sobre la ansiedad del hombre, que lo lleva a un vacío existencial que deviene en angustia y en violencia, por la frustración de orden material, alejándolo de una vida plena, del gozo verdadero que es el conocimiento del ser.

La conversación tiene como tema la conciencia, el silencio como una poderosa fuerza sagrada, la aplicación de la verdad como un derecho inalienable del hombre para sostener su dignidad, el valor de la palabra como un recurso para defender el libre pensamiento del ser humano contemporáneo.

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Aurelio Agustín (San Agustín, 354-430)

Aurelio Agustín (San Agustín), teólogo, f‌ilósofo y padre de la Iglesia latina, nació en Tagaste, Numidia, hijo del magistrado Patricio y de Santa Mónica. A la lectura del Hortensio de Cicerón replanteó su juventud disipada hacia una conversión, que la prédica de San Ambrosio, y su bautismo por él, consolidaron en la incorporación que logra de la f‌ilosofía clásica, especialmente neoplatónica y el cristianismo.

Retirado en Tagaste (388), formó con algunos discípulos la comunidad que dio origen a la regla monacal agustiniana. En 391 se trasladó a Hipona, ciudad que lo tuvo como obispo desde el año 395.

En San Agustín coinciden el último gran hombre de la antigüedad, y el primero de la Edad moderna. La f‌ilosofía, la cultura y la religión medioevales se nutrieron de su doctrina generosa y apasionada, expuesta en libros de gran belleza literaria y de fascinadora fuerza expresiva, cuyos ecos aún resuenan y conservan su brillante validez. Las Confesiones es uno de los grandes libros de la Humanidad.

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San Agustín, usted menciona en sus Confesiones, “Durante un lapso de nueve años, desde mis diecinueve hasta mis veintiocho, era yo seducido y seductor, engañado, pero también, bajo el impulso de variados apetitos, engañaba yo abiertamente en la profesión de las llamadas disciplinas liberales que en lo oculto llevaban falsamente el nombre de religión” ¿Cree usted que en este siglo XXI, el hombre tiene condiciones como para enfrentarse a una realidad que ofrece sólo lo efímero y cuál sería el camino correcto para sostener el humanismo espiritual?

He comprendido, desde entonces, que todo hombre lleva un ansia inf‌inita en su interior, un impulso hacia la vida. Todo lo que lo rodea ha sido puesto por Dios, para que el hombre pueda colmar su ansia. Sin embargo, esa ansiedad ref‌l ejada en los hombres y mujeres de todos los tiempos, no puede ser llenada, con el consumo de cosas materiales, ni con la ropa de moda, ni con los restaurantes de lujo, ni con los más veloces automóviles, ni con las residencias más costosas.

Todos van y vienen con la mirada a prisa, sin paz, sin calma, tratando de colmar un vacío que no tiene f‌in, que es inf‌inito. Unos zapatos más, más ropa, más autos, más casas, más dinero, más poder, más mujeres, más comida, más bebida, más propiedades, más de todo más y más. Al mismo tiempo, es más grande la herida de un deseo insatisfecho, es más grande la prisión en la que se encuentran, aunque piensen que son libres, están condenados a la posesión sin sentido y a ignorar que así será mientras confundan el ‘ser’ uno mismo para la vida, que el tener cosas para la muerte.

El hombre piensa que puede conformarse con sólo un poco más, pero siempre su ambición lo hace perderse. Y no es que no pueda disfrutar y poseer, sino que buscará cosas nuevas con la misma avidez. Leerá un libro, verá una película, tomará un trago, saldrá de vacaciones, con la misma sed insaciable, y al pasar esos momentos todo será vano, lo desechará, como un niño al tener juguetes nuevos que descarta a los pocos minutos.

Platón decía, ‘el cuerpo humano es un ánfora que no se puede llenar jamás’. El deseo busca cumplirse a través de todos los sentidos, pero hay un espacio en lo profundo de uno mismo, que jamás quedará satisfecho. El gozo que pertenece a los suburbios del cuerpo, no llega nunca al centro espiritual que como un eje espera llenar el vacío de la existencia. De esta manera, en vez de cumplir un deseo se lo exacerba, es como el espejismo en el desierto, no hay agua que colme, sólo calor y sed. Es tan sencillo como detenerse, para qué esperar que el último momento, el de la muerte, nos haga saber que tenemos algo que es esencial, profundo, verdadero, el manantial inagotable para toda nuestra sed, un espíritu unido a Dios.

El hombre no encuentra satisfacción en la tierra, porque esencialmente es un ser espiritual, y sólo lo espiritual que es belleza, lo puede colmar de alegría.

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Sé que para ustedes las tentaciones, la velocidad a la que se vive, las oleadas de mensajes que hablan de verdades, son una terrible realidad que es difícil de sortear. Pero justamente por ello, el soporte espiritual debe ser mayor, con lo cual será más sencillo vivir.

La diferencia entre el hombre y los animales, no es tan sólo la conciencia, sino la saciedad, ellos viven, no se decepcionan ni se cortan las venas ni toman pastillas, ellos no ambicionan poseer más sin necesidad, ellos no tienen miedo a quedarse sin alimento ni techo ni pareja. Y el hombre que ha sido diseñado...

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