El socialismo alemán. Sus comienzos

AutorGeorge Douglas Howard Cole
Cargo del AutorTeórico político inglés y un socialista crítico
Páginas249-264
XIX. EL SOCIALISMO ALEMÁN. SUS COMIENZOS
HASTA el año revolucionario de 1848, Francia fue sin duda el centro
del socialismo y del pensamiento socialista. El único gran pensador
socialista anterior a Marx que no era francés fue Robert Owen.
Babeuf, Saint-Simon, Fourier, Enfantin, Leroux, Cabet, Blanqui,
Louis Blanc, Buchez y Proudhon, todos eran franceses. También lo
fue Lamennais. Frente a estos nombres, con la única excepción de
Robert Owen, hasta bien entrada la década de 1840 sólo pueden
ponerse los de economistas anticapitalistas de la Gran Bretaña:
Hall, Thompson, Hodgskin, Gray y J. F. Bray, el oweniano cristiano
John Minter Morgan y, en Alemania —o más bien de ella, porque
estuvo allí poco tiempo—, Wilhelm Weitling. Hay, sin duda, algunos
otros en Alemania que es necesario tener en cuenta: J. G. Fichte,
que era una especie de socializador, si bien no un socialista en
ningún sentido que lo enlace con los otros pensadores estudiados
en este libro; y, como precursores del marxismo, Feuerbach y varios
“jóvenes hegelianos”: los hermanos Bauer, Moses Hess, Arnold
Ruge y varios más. Hubo también, en la década de 1840, grupos de
emigrados en Londres, Bruselas y París que han quedado en un
rincón de la historia, principalmente porque llegaron a ser
colaboradores, y más tarde enemigos, de Marx. Y también tenemos,
por supuesto, las grandes figuras de Godwin y de Paine que, siendo
apenas socialistas, son, sin embargo, precursores de las doctrinas
socialistas. Hay además figuras menores, como Thomas Spence y
algunos otros de los primeros defensores de la reforma agraria, así
como desconocidos, como Piercy Ravenstone.
Ninguna de estas excepciones invalida la conclusión general.
París, hasta 1848, fue el lugar donde toda clase de teoría de
organización social anarquista, socialista o comunista fue lanzada,
largamente discutida y sometida al examen de los teóricos rivales,
no sólo en corrillos y por pequeños grupos de excéntricos e
inconformes, sino coram populo, en los periódicos más influyentes,
en clubes y sociedades que tenían muchos partidarios, en folletos,
affiches y hojas volantes, en los cafés y en las calles; en general,
por todas partes. Esto fue así porque Francia, y en especial París,
había sido teatro de la gran Revolución de 1789 y sufrido a
continuación un cambio profundo tanto en las instituciones sociales
como en las políticas. Se debía en gran parte a esto, porque ningún
orden nuevo había sido establecido efectivamente para sustituir al
ancien régime y todo el futuro del país y de sus instituciones aún se
debatía diariamente. También se debe a que la Francia del siglo XVIII
había sido la patria principal de la especulación filosófica, tanto
acerca de las facultades del desarrollo de la inteligencia aplicada, tal
como se manifiesta en la ciencia, como acerca del hombre como
animal social; del hombre en sus relaciones con los demás hombres
y con la naturaleza; del hombre como objeto natural y como fuerza
creadora que actúa sobre la naturaleza. Montesquieu y La Mettrie,
Voltaire y Diderot, d’Holbach y Helvétius, Turgot y Condorcet, todos
habían ayudado a iniciar el gran debate y a preparar el terreno para
los conflictos entre girondinos y jacobinos, y todos los demás grupos
que desde 1789 discutieron acerca del futuro de Francia y de la
humanidad y, como consecuencia de esto, para el renovado clamor
de voces que siguió al eclipse de Napoleón. También en Alemania
había habido, en el siglo XVIII, un gran debate acerca del hombre y
de su lugar en el mundo de la naturaleza: entre los sucesores de
Leibniz y entre los contemporáneos y sucesores de Kant. Pero
había una diferencia. En Francia, bajo el antiguo régimen, la
discusión había tomado ya un sesgo político y social. En Alemania
había permanecido en el plano de la alta especulación y se había
ocupado mucho más del proceso del conocimiento que de las bases
de la acción.
Esto se debía en gran parte a que, desde 1789 en adelante, la
Francia urbana se había dado cuenta de la presencia en su seno de
fuerzas poderosas y nuevas capaces de una acción explosiva.

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