La participación electoral

AutorAlejandro Moreno
Páginas291-334
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En los quince años transcurridos entre 1991 y 2006, el sistema mexica-
no de partidos se hizo mucho más competitivo, reflejando un intenso pro-
ceso de democratización en el país. Durante ese mismo periodo, el elec-
torado prácticamente se duplicó. El número de mexicanos registrados en
la lista nominal de electores en 1991 era de 36.7 millones; para 2006 ya
eran 71.4 millones. No obstante, durante esos años la participación electo-
ral se ha reducido en cada elección presidencial, y también en cada elec-
ción legislativa. En los comicios presidenciales de 1994 votó el 77 por
ciento de los electores, mientras que en 2000 la participación electoral se
redujo a 64 por ciento y en 2006 a 59 por ciento. La reducción neta en la
asistencia a las urnas entre 1994 y 2006 fue de 23 por ciento. En las elec-
ciones intermedias la tendencia no sólo es similar sino, incluso, más agu-
da: en 1991, el nivel de participación fue de 66 por ciento, la cual se redujo
a 58 por ciento en 1997 y aun cayó hasta 42 por ciento en la elección legis-
lativa de 2003, la menor tasa de participación registrada hasta ahora en
una elección federal. La disminución neta en la participación en las elec-
ciones intermedias entre 1991 y 2003 fue de 36 por ciento.
La imagen que se produce a partir de estos números tan contrastantes
de un electorado cada vez más grande, pero con un conjunto relativo de
votantes cada vez más pequeño, es que el electorado efectivo que acude a
las urnas se está encogiendo. Algunos podrían argumentar que esto refleja
un padrón que crece pero que no se depura, es decir, suma pero no resta, y
por lo tanto es natural que las tasas de participación vayan en declive. Si bien
factores como este pueden estar influyendo en una menor participación,
también hay que considerar otras posibles explicaciones de por qué, en una
era más democrática y más competitiva, los mexicanos han sido menos
atraídos por las urnas. En Estados Unidos, Patterson (2002) ha documenta-
Capítulo VIII
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Alejandro Moreno
do una problemática similar. En un país en donde los niveles de escolaridad
son cada vez mayores, en donde las barreras raciales a la participación se
han eliminado y en donde los procedimientos de registro de votantes se han
simplificado, el porcentaje de votantes, sin embargo, ha disminuido. Las
explicaciones ofrecidas en ese caso han sido la poca diferenciación entre
las opciones políticas, la cobertura negativa imperante en la información
mediática y las fallas en el sistema electoral (Patterson, 2002). En el caso de
México las elecciones presidenciales de 2000 y 2006 había una confronta-
ción de opciones no sólo claramente diferenciada (la continuación del PRI vs.
el cambio en 2000, y un proyecto de izquierda vs. uno de derecha en 2006),
sino que, a pesar de los severos ataques del candidato del PRD a las institu-
ciones en 2006, los seguidores más comprometidos con su partidos fueron
mucho más proclives a votar que seis años antes.
En México, la escolaridad también ha sido un factor muy relevante
para entender quién vota y quién no lo hace, y ciertamente los niveles de
educación formal se han expandido en nuestra sociedad, lo cual contrasta
con las menores tasas de participación en las elecciones recientes. Sin
embargo, la elección de 2006 planteó una pregunta incluso más intrigante:
las actitudes de apoyo a la democracia se volvieron un determinante fun-
damental de la participación electoral y el nivel de apoyo democrático
creció significativamente tan sólo entre 2000 y 2006; no obstante la parti-
cipación disminuyó. ¿Por qué?
Preguntarse quién vota, quién no vota y por qué es un viejo hábito de
los estudios electorales. La lógica de estas preguntas responde, por una
parte, a que la democracia presupone la participación, ofreciendo a los
ciudadanos la oportunidad –y en muchos casos la obligación– de decidir
quién gobierna.
Como la mayor parte de los estudios electorales, las teorías sobre por
qué vota o no vota la gente han tenido diversos enfoques. Uno de ellos fue
desarrollado en el marco de la teoría de la elección racional. De acuerdo con
ella, el acto de votar responde a un cálculo de sus posibles costos y benefi-
cios, así como a las probabilidades percibidas de que el voto de uno sea de-
cisivo en el resultado de la elección. El razonamiento básico es que el bene-
ficio de votar debe ser mayor que el costo, o que el voto de uno sea percibido
como importante y decisivo; de otra manera el individuo se abstendría de
asistir a las urnas el día de la elección. En la práctica, los cálculos puramente
racionales de los electores los llevarían a abstenerse casi en todo momento,
ya que el beneficio percibido es mínimo comparado con el costo de ir a votar,
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o porque las probabilidades de que el sufragio de uno sea el decisivo son
muy bajas. Sin embargo, una buena parte del electorado suele votar.
Esta paradoja de la votación ha abierto varias revisiones a la teoría de
la elección racional para tratar de explic ar la decisión de votar. Blais
(2000: 3), por ejemplo, apunta siete “enmiendas” teóricas a la teoría de la
elección racional, mediante las cuales se intenta rescatar la lógica de por
qué, aun siendo racional, la gente vota. Siguiendo a Blais, tales enmien-
das proponen lo siguiente:
Los ciudadanos deciden votar porque: 1) así tratan de mantener a la demo-
cracia [Downs, 1957]; 2) por un sentido de obligación [Riker y Ordeshook,
1968]; 3) porque son adversos al riesgo y desean evitar el arrepentimiento
de no votar y ver a su candidato preferido perder por un voto [Ferejohn y
Fiorina, 1974]; 4) porque creen que otros ciudadanos no votarán y que su
propio voto será el decisivo [Mueller, 1989]; 5) porque los políticos y los líde-
res de grupo facilitan a los ciudadanos asistir a votar [Aldrich, 1993]; 6)
porque el costo de votar es prácticamente nulo [Niemi, 1976], y 7) porque
es en sí mismo racional no calcular los costos y los beneficios de votar
cuando éstos son muy pequeños [Aldrich, 1993].
Además de estas enmiendas al enfoque racionalista, Blais (2000) co-
menta otros cuatro enfoques alternativos a la teoría de elección racional
que se han desarrollado en la literatura sobre la participación electoral: 1)
el enfoque de recursos, que sostiene que aquellos que tienen más de éstos,
tales como tiempo, dinero y habilidades cívicas, son más propensos a votar
(Verba, Schlozman y Brady, 1995); 2) el enfoque de la movilización, que
argumenta que los votantes responden, por medio de las redes sociales, a
los esfuerzos que los políticos hacen para facilitar el acto de votar (Rosens-
tone y Hansen, 1993); 3) la interpretación de una motivación psicológica,
que sostiene que los individuos que expresan un mayor interés en la polí-
tica son más propensos a votar, y 4) la interpretación sociológica, en la que
se argumenta que los individuos responden a su entorno social y que el
acto de votar tiene que ver con la existencia de normas sociales y la bús-
queda de aceptación social.
En México, algunos estudios sobre la participación electoral basados
en encuestas se han centrado en cuatro argumentos. El primero sugiere
que el votante mexicano es racional y que su decisión de votar en una
elección responde a consideraciones de corto plazo que la hacen parecer
una decisión de inversión descuidada o miope, más que a aspectos como
el interés político o la influencia social o cívica (Poiré, 2000b). A partir de

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