El socialismo norteamericano en la segunda mitad del siglo XIX. Henry George y Daniel De León

AutorGeorge Douglas Howard Cole
Cargo del AutorTeórico político inglés y un socialista crítico
Páginas411-431
XII. EL SOCIALISMO NORTEAMERICANO EN LA
SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX. HENRY
GEORGE Y DANIEL DE LEÓN
EL CONTINENTE americano nunca ha producido un pensador
socialista de primera fila. Henry George, que estuvo muy cerca de
crear un movimiento análogo en algunos aspectos al socialismo
europeo, nunca fue un socialista en el sentido pleno de la palabra, y
se hizo menos socialista cuando se vio obligado a preguntarse a
mismo hasta qué punto era socialista. Edward Bellamy, que escribió
una utopía socialista popular y durante algún tiempo inspiró a un
partido propio, no era un pensador original, sino sólo un divulgador
de las ideas de otros hombres. A Daniel De León debemos
considerarlo por el gran elogio que de él hace Lenin, pero
difícilmente resiste la prueba. Eugene Debs, la fuerza personal más
considerable del socialismo estadunidense, fue un dirigente y un
organizador más que un teórico. En la primera mitad del siglo XIX,
Albert Brisbane, el líder e inspirador de los furieristas
norteamericanos, fue persona de importancia, pero sólo de segunda
fila. Lo mismo sucede con el colaborador de Robert Owen, William
Maclure. El hijo de Owen, Robert Dale Owen, y su colaborador
Frances Wright tuvieron relaciones importantes con los movimientos
obreros nacientes. Josiah Warren, con su teoría análoga a la de
Proudhon de intercambios equitativos, pertenece al anarquismo y a
la larga serie de reformadores estadunidenses del sistema
monetario más que al socialismo.
En realidad, es especialmente difícil escribir acerca del
socialismo norteamericano por ser en tan grande medida una
doctrina importada, aunque en él siempre hubo elementos nativos.
Cada oleada de inmigración europea llevó consigo a una serie de
socialistas europeos; y cada derrota del socialismo en Europa llevó
a través del Atlántico su contingente especial de refugiados
políticos. La mayoría de los emigrados políticos que residían en
Europa esperaban regresar a sus propios países y no se asimilaban
en aquellos adonde habían huido. En contraste con esto, una gran
proporción de los inmigrantes exiliados que llegaron a los Estados
Unidos se establecieron allí para siempre y se hicieron ciudadanos
norteamericanos, interesándose en la política de su patria de
adopción. Esto no quiere decir que dejasen de ser alemanes o
franceses o italianos, o de relacionarse mucho con compañeros de
su país de origen; pero mientras que en la Gran Bretaña o en Suiza
los emigrados eran individuos o pequeños grupos aislados, en los
Estados Unidos cada político activo entre los refugiados podía hallar
comunidades de sus compatriotas que habían llegado no por
razones políticas, sino económicas, y que podían ser influidos por
una propaganda hecha en su propia lengua y en gran parte con
arreglo a ideas europeas, modificadas únicamente para adaptarse al
medio norteamericano. En Londres o en Ginebra todos los
refugiados eran líderes que se habían quedado sin sus partidarios,
pero todavía trataban de influir en ellos desde el exilio. En los
Estados Unidos, los refugiados podían reunir a su alrededor a
pequeños grupos de discípulos de sus propios países, y tenían que
enfrentarse con el problema tanto de unir a estos diversos grupos
como de establecer relaciones con los trabajadores que se habían
criado en el ambiente de los Estados Unidos y con los líderes de
movimientos obreros y radicales de tipo propiamente
norteamericano.
Durante la primera mitad del siglo XIX, como vimos en el primer
volumen de esta obra, los influjos principales fueron los de Fourier y
Owen, cuyas ideas de creación de comunidades se adaptaron a las
convicciones de un país que en gran parte estaba sin colonizar y en
el cual se estaban creando nuevas comunidades, con una base
teórica o sin ella, en un suelo virgen. Esas condiciones se
adaptaban también a los tipos de teoría que hacían resaltar el factor

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