Decadencia y fin de la Primera Internacional

AutorGeorge Douglas Howard Cole
Cargo del AutorTeórico político inglés y un socialista crítico
Páginas199-243
VII. DECADENCIA Y FIN DE LA PRIMERA
INTERNACIONAL
LA DERROTA de la Comuna de París acabó con las esperanzas que
tenían los socialistas de una próxima revolución total en Europa.
Durante la década de 1860 los ojos de los exiliados que estaban en
París, Suiza y Londres se habían fijado sobre todo en Francia,
observando con afán el esperado derrocamiento del Segundo
Imperio. París, a pesar del régimen policiaco, era todavía el centro
del sentimiento revolucionario de Occidente, y se creía que tomaría
la iniciativa derrocando al emperador y estableciendo de nuevo la
República, que tan mala dirección había tomado en los “días de
junio” de 1848. En realidad, Francia no era el país más avanzado
por su desarrollo económico; ese privilegio lo tenía la Gran Bretaña,
y Bélgica ocupaba el segundo lugar. Pero en la década de 1860
nadie suponía que la Gran Bretaña estuviera próxima a una
revolución. La lucha muy considerable que allí se daba acerca de
las cuestiones enlazadas de los derechos de los sindicatos obreros
y de la reforma parlamentaria pronto habría de resolverse sin un
trastorno violento, aunque pocos esperaban en los primeros años
del decenio que los trabajadores obtuvieran en los dos campos una
victoria de la magnitud que de hecho consiguieron entre 1867 y
1875. En todo caso, ya en 1867 la Ley de Reforma, la de Patrones y
Obreros, y la nueva Ley de Fábricas habían mostrado que en las
clases gobernantes la mayoría estaba dispuesta a hacer
concesiones a la clase obrera en vez de lanzarse a una lucha
abierta; para nadie, excepto para un pequeño número de fanáticos,
era posible creer que estaba próxima una revolución en Inglaterra.
Marx había puesto sus esperanzas en los fenianos irlandeses, en la
creencia de que la revolución en Irlanda intensificaría la lucha de
clases en la Gran Bretaña; pero eso no parecía fácil ni en el caso de
que los fenianos hubiesen tenido más fuerza que la que realmente
tenían. La verdad era que los mismos elementos que formaban la
masa de la oposición burguesa en la Europa continental, en la Gran
Bretaña pertenecían a partidos constitucionales que podían
alternarse en el poder sin recurrir a la fuerza, y que la clase obrera,
o en todo caso la parte de ella más organizada, había ido mejorando
económicamente de manera casi continua desde la “década del
hambre”, la de 1840, y estaba más dispuesta a poner sus
esperanzas en las negociaciones de los sindicatos y en la extensión
del derecho al voto que en renovar las demandas cartistas de una
lucha abierta con las clases gobernantes. A los líderes británicos de
los sindicatos y de la reforma se les podría persuadir de que
ayudasen algo a los revolucionarios del continente que vivían bajo
regímenes autocráticos y policiacos; pero nada estaba más lejos de
su pensamiento que hacer una revolución en la Gran Bretaña.
En Bélgica, donde las clases gobernantes eran mucho más
reaccionarias, y los salarios y las condiciones de trabajo muy malas
a pesar del gran desarrollo de la industria, existía un sentimiento
mucho más revolucionario; pero era sobre todo en los distritos
valones, y en todo caso Bélgica era un país demasiado pequeño
para tomar la dirección de un movimiento europeo general.
Realmente, los belgas de lengua francesa esperaban que Francia
diera la señal y estaban bajo el influjo francés, aunque tenían su
propio cuerpo de doctrina socialista independiente en la obra de
Colins y de otros precursores. Fuera de Francia, era en Italia y
España donde existían más posibilidades revolucionarias. Pero Italia
ya había tenido su revolución nacional, y aunque las perturbaciones
sociales eran continuas e importantes, no se veía tras ellas un
propósito y una dirección claros ni un proletariado organizado,
excepto en algunas, pocas, ciudades del norte. Italia estaba todavía
muy atrasada económicamente, y era indudable que, de ocurrir una
revolución, ese movimiento tendría poco en común con la revolución
anunciada en el Manifiesto comunista. En España, aún más
atrasada, fuera de Cataluña apenas si existía un movimiento obrero,
y la revolución que allí amenazaba no parecía capaz de influir en la
marcha de los acontecimientos en el resto de Europa.
Quedaban Alemania, el Imperio austro-húngaro, Turquía, con las
naciones a ella sometidas, y Rusia. En Rusia, los movimientos
revolucionarios clandestinos habían aumentado notablemente desde
la década de 1850; pero la Europa occidental apenas estaba
enterada de ellos, y los estudiantes y aristócratas que los dirigían
aún apelaban principalmente a los campesinos más que al pequeño
proletariado urbano. Los polacos, todavía muy divididos entre
nacionalistas aristócratas y demócratas (grandes apóstoles los
últimos, en muchos casos, de la acción revolucionaria internacional
como su única esperanza), no estaban en posibilidad de levantarse
con éxito contra sus amos rusos. En los dominios de Turquía
existían revolucionarios nacionalistas, en contacto sobre todo con el
ala de la extrema izquierda italiana y con aventureros garibaldinos
en busca de nuevos campos de batalla, o, en el caso de Bulgaria,
con los rusos; pero no había movimientos de la clase obrera.
Tampoco existía un movimiento obrero considerable en Austria-
Hungría. Los socialistas de Viena pensaban principalmente en
Alemania y en la Suiza alemana, mientras los socialistas húngaros
eran muy pocos para tomarlos en cuenta. Además, ni los austriacos
ni los húngaros podían encontrar un terreno común con sus
conciudadanos eslavos: la cuestión nacional aún se anteponía a las
cuestiones sociales.
Quedaba sólo Alemania, donde el primer movimiento obrero en
gran escala después de 1848 había hecho su aparición
recientemente bajo la jefatura de Ferdinand Lassalle. Pero, desde
luego, en Alemania no había posibilidades de que los obreros
dirigieran la revolución. En Prusia, y en todo el norte de Alemania,
Bismarck no dejaba de afirmar su poder y de preparar el camino
para un Reich alemán unificado bajo la dirección de Prusia. Existía
contra él una oposición burguesa poco decidida que estaba
semiparalizada por su simpatía con el nacionalismo expansionista
de Bismarck y era sumamente hostil a cualquier actividad política
independiente de la clase obrera. Además del conflicto social,
existía una división profunda entre los partidarios de la unificación

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