¿Debe el Ministerio Fiscal ser independiente?

AutorLuis María Díez-Picazo
Páginas161-176

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Los términos del debate sobre la independencia del Ministerio Fiscal

En los últimos tiempos, bastantes países europeos asisten a una creciente insatisfacción hacia el tradicional modelo napoleónico de Ministerio Fiscal, caracterizado por ser un cuerpo único de funcionarios para todo el Estado, dotado de una estructura interna de naturaleza jerárquica y dependiente del Poder Ejecutivo. Sin necesidad de entrar en muchos detalles, es claro que ello se debe a que dicha configuración tradicional es vista como una licencia para interferencias políticas indebidas en el correcto funcionamiento de la justicia penal. De aquí que se alcen voces a favor de dotar de independencia al Ministerio Fiscal, siguiendo la alternativa ofrecida por el modelo italiano.1 El problema es que el debate a este respecto es notable-mente confuso, ya que no existe un consenso mínimo acerca de cuál debe ser el significado jurídico-político del Ministerio Fiscal en un moderno Estado democrático de derecho.2 Por ello, lo primero que debe hacerse es aclarar los términos del interrogante sobre la inde-

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pendencia del Ministerio Fiscal y ello exige establecer, al menos, tres premisas.

En primer lugar, las atribuciones extrapenales del Ministerio Fiscal son irrelevantes en esta sede. Es notorio cómo, en la mayor parte de los ordenamientos europeos, el Ministerio Fiscal no es únicamente la institución encargada de ejercer la acusación pública en el proceso penal, sino que tiene encomendados también otros cometidos, normalmente relacionados con la defensa de la legalidad (litigios en que son parte menores, causas sobre el estado civil, etc.). Es evidente que la idea de independencia se adecua bien a esta esta faceta del Ministerio Fiscal como guardián objetivo de la legalidad. Ahora bien, no solo ocurre que cuantitativamente el grueso del trabajo de las fiscalías consiste en ejercer la acción penal —y aquí, por la condición de parte procesal, la aplicabilidad de la idea de independencia ya no es evidente— sino, sobre todo, hay que subrayar que el debate sobre la independencia surge precisamente respecto del Ministerio Fiscal como acusación pública.

En segundo lugar, es equivocado evitar razonar únicamente desde el punto de vista de la criminalidad gubernativa. Que esta pone a prueba la credibilidad del Ministerio Fiscal resulta incuestionable: si el fiscal se halla vinculado al Gobierno existirán fuertes sospechas de condicionamiento político de sus decisiones y de uso partidista de la acción penal (garantía de impunidad para los aines, persecución de los rivales políticos, etc.). He aquí uno de los argumentos preferidos de los partidarios de la independencia del Ministerio Fiscal: evitar el riesgo de manipulación política en el ejercicio de la acción penal. Este argumento, sin embargo, no es del todo convincente: si el verdadero problema es el riesgo de manipulación política de la acción penal cabrá concluir que es conveniente adoptar garantías específicas en los casos políticamente sensibles; pero no que, cualquiera que sea el asunto de que se trate, el Ministerio Fiscal deba ser siempre independiente. Por más que no estén exentos de crítica, la figura norteamericana del fiscal especial o el instituto español de la acción popular en materia penal constituyen buenos ejemplos de garantías específicas para casos políticamente delicados, que permiten compensar eventuales actitudes pasivas de la acusación pública.

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El argumento de la criminalidad gubernativa no es convincente, además, porque es dudoso que la única experiencia europea de independencia del Ministerio Fiscal pueda saldarse con una valoración inequívocamente positiva; aunque no puede negarse que la independencia del Ministerio Fiscal en Italia ha sido condición necesaria para la amplia operación de desenmascaramiento de la trama de la corrupción llevada a cabo en los últimos años, no hay que pasar por alto que los fiscales disfrutaban de pleno estatuto .judicial desde 1946 —o, al menos, desde 1963— sin que ello fuera óbice para el nacimiento y expansión de dicha trama. Los éxitos recientes en la lucha contra la corrupción han de explicarse, mas bien, por la presencia de otros factores concurrentes: colapso del viejo equilibrio del sistema de partidos, aumento de los costes enómicos de la corrupción como consecuencia de la integración europea, etc. La independencia del Ministerio Fiscal no es, piles, condición suficiente para la efectividad de la lucha contra la corrupción y el abuso de poder.3 En tercer y último lugar, no cabe olvidar la inevitable existen cia de márgenes de discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal.4

Éste se halla siempre sometido a discrecionalidad técnica, ya que es necesario responder a interrogantes para los que la ley no proporciona una respuesta automática: ¿son los hechos constitutivos de delito?; ¿existen pruebas suficientes para sostener la acusación?; ¿qué pena debe pedirse?, etc. Además, a veces hay también discrecionalidad política, de manera que el ejercicio de la acción queda supeditado a consideraciones de mera oportunidad, es decir, a una valoración del interés público que en cada caso concreto hay para sostener la acusación. Aquí el dato a subrayar es que, con independencia de lo que diga solemnemente cada ordenamiento jurídico, hay márgenes ocultos de discrecionalidad política, no solo porque la escasez de medios personales y materiales impide investigar y perseguir todos los delitos de que se tiene noticia, sino también porque las modernas democracias

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están experimentando una notable inflación de la legislación penal. Ello conduce a la discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal porque, mientras una legislación penal contenida aligera la carga de trabajo del Ministerio Fiscal y favorece su concentración en los casos más graves —que son, además, los que peor se prestan a decisiones arbitrarias e interferencias indebidas—, una legislación penal expan-siva solo puede ser aplicada selectivamente.5 Con ello se llega ya al núcleo del problema, pues la existencia de márgenes ineliminables de discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal pone de relieve que la política criminal —esto es, la política de prevención, investigación, persecución y castigo de los delitos— no puede quedar reducida al momento legislativo, sino que debe comprender también su modo de aplicación. ¿Sería razonable, entonces, dejar los aspectos ejecutivos de la política criminal en manos de una institución pública que, como sucedería por definición con un Ministerio Fiscal independiente, no sea representativa ni políticamente responsable? Parece evidente que, en un moderno Estado democrático de derecho, el ejercicio de la acción penal debe estar presidido por una difícil compaginación de las exigencias de la legalidad y de la política criminal, que no puede dejar de reflejarse en la configuración a dar al Ministerio Fiscal; institución cuyo principal cometido es precisamente ejercer la acción penal en nombre del Estado.6 Una vez aclarado que el objetivo último no puede por menos de ser la búsqueda de un punto de equilibrio entre legalidad y política criminal, cabe ya abordar el interrogante sobre si el Ministerio Fiscal debe ser independiente; y, para ello, parece conveniente trazar una distinción, ya que dicha independencia puede predicarse bien del Ministerio Fiscal en su conjunto bien, además, de todos y cada uno de sus miembros.

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La cuestión de la independencia del Ministerio Fiscal como institución

En cuanto al primer aspecto, puede haber buenas razones para sostener que la dependencia directa del Ministerio Fiscal respecto del Gobierno, como si de un órgano administrativo más se tratara, no es deseable. Ello valdría incluso para aquellos asuntos en que no hay ninguna implicación partidista, ya que esas buenas razones derivan, en sustancia, del principio de legalidad: ejercer el ius puniendi del Estado es siempre una decisión extremadamente delicada, que obliga a considerar no solo aspectos de política criminal sino, sobre todo, a actuar con un exquisito celo profesional. Solo así puede darse cumplimiento a las exigencias procesales y sustantivas del Estado de derecho.

En este punto surge una dificultad, ya que en el mundo del derecho el concepto de independencia puede utilizarse en sentido fuerte o en sentido débil. Entre los juristas, el paradigma de la independencia en sentido fuerte es, sin duda, la independencia judicial. Esta prohíbe, entre otras cosas, cualquier influencia o intervención de índole política en la actividad jurisdiccional. Así las cosas, parece claro que este paradigma de independencia no resulta trasladable a aquellas instituciones que no deben quedar completamente desligadas del mundo político; y ello es, por definición, lo que ocurre con el Ministerio Fiscal si se toman en consideración las ya referidas exigencias que dimanan de la política criminal. Además, extender la independencia judicial al Ministerio Fiscal tropezaría con un obstáculo de naturaleza constitucional: conduciría a una difícilmente admisible confusión entre función acusatoria y función jurisdiccional. Esta confusión, aunque a menudo se pase por alto, es poco compatible con esa piedra angular de todo Estado de derecho que es el principio acusatorio en el proceso penal.

Es más: cuando se discute de independencia es imprescindible tener en cuenta las circunstancias que, en la lógica del Estado democrático de derecho, hacen soportable la extraordinaria...

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