La configuración del Ministerio Fiscal en Estados Unidos

AutorLuis María Díez-Picazo
Páginas51-74

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Concepción de la acción penal͗ los principios de monopolio y discrecionalidad

En los Estados Unidos, los agentes públicos que ejercen la acción penal —esto es, los fiscales— son llamados genéricamente prosecutors. Junto al grueso del derecho penal, que es de competencia de los Estados, existen también normas penales de la Federación aplicadas por los tribunales federales.1 De aquí que existan dos tipos de fiscales: estatales y federales. Pues bien, en ambos niveles, el ejercicio de la acción penal viene presentando ciertos rasgos constantes, cuyo origen se remonta a un momento anterior a la independencia: se entiende generalmente que la acción penal no debe quedar en manos de los particulares —ello conduciría a prácticas odiosas, como la delación—, sino que ha de configurarse como una función esencialmente pública, cuyo correcto cumplimiento es responsabilidad última de los poderes políticos y, en concreto, del Poder Ejecutivo. La concepción norteamericana de la acción penal tiende, así, a configurar esta como una función pública, de la que quedan excluidos los particulares. Además, se trata de una función pública de naturaleza ejecutiva, de manera que la acción penal es vista como un instrumento

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constitucionalmente inherente al Poder Ejecutivo, que debe seguir el régimen jurídico propio de la actuación de este último. De aquí los dos grandes principios que, aún hoy, rigen la actividad de acusación: monopolio y discrecionalidad.2 Es curioso observar, sin embargo, cómo ninguno de estos dos principios tuvo, en origen, un fundamento textual explícito e inequívoco. Es cierto que, tras la independencia, en la mayor parte de los nuevos Estados se introdujo, a nivel legal o incluso constitucional, una norma aproximadamente del siguiente tenor:

El fiscal ejercerá la acción penal con respecto a todos los delitos cometidos dentro de su circunscripción.3

También la Federación, ya con la Judiciary Act de 1789, que es la ley que dio vida a la organización judicial federal, adoptó una disposición similar. No obstante, al menos para un observador europeo, se trata de un enunciado ambiguo: a primera vista, cabría pensar que se está en presencia de una norma que impone la obligatoriedad del ejercicio de la acción penal siempre que existan indicios racionales de la comisión de un hecho delictivo. Como se sabe, es este un principio que, con diferentes formulaciones y matices diversos, rige en varios países europeos; pero nunca ha arraigado en los Estados Unidos, donde el enunciado transcrito ha sido tradicionalmente entendido, más bien, en el sentido de que el ejercicio de la acción penal por los delitos cometidos en cada circunscripción compete al fiscal. Solo este, en otras palabras, está habilitado para ejercer la acción penal. La acción penal no pertenece a los ciudadanos, sino que está legalmente monopolizada por la acusación pública.

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A diferencia del principio de monopolio, el principio de discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal no ha hallado jamás un fundamento expreso en texto constitucional o legal alguno, sino que es herencia directa de la tradición jurídica inglesa. En un primer momento se afirmó de manera consuetudinaria, si bien fue tempranamente consagrado por la jurisprudencia. Así, por ejemplo, ya en la sentencia Commonwealth v. Wheeler (1806) el Tribunal Supremo de Massachusetts declaró que no es jurídicamente posible ordenar al fiscal que ejerza la acción penal.4 A nivel federal, esta doctrina ha venido siendo confirmada por el Tribunal Supremo a partir de la sentencia sobre los llamados Coniscation Cases (1868).5 No existe, por tanto, deber alguno de ejercer la acción penal cada vez que se esté en presencia de una notitia criminis, sino que queda a la libre apreciación del fiscal la decisión acerca de si ejercer o no la acción penal y, en caso afirmativo, qué cargos imputar al acusado. Además, se trata de discrecionalidad en el sentido más pleno del término, ya que no depende tan solo de valoraciones técnicas (carácter inequívocamente delictivo de los hechos, solidez de las pruebas de cargo, etc.), sino que comprende también consideraciones de pura oportunidad (alarma social, gravedad del delito, uso óptimo de recursos escasos, interés público en la represión de ciertos tipos delictivos, etc.).

Ambos principios, monopolio y discrecionalidad, encuentran su fundamento constitucional último en el hecho de que la acción penal es concebida como un atributo propio de la función ejecutiva. La llamada Take-Care Clause (art. II, sección 3 de la Constitución) establece que el Presidente «cuidará de que las leyes se ejecuten adecuadamente»; y es pacíficamente admitido que el principal instrumento para hacer ejecutar las leyes radica en la facultad de proceder contra quienes las vulneran. A fin de comprender correctamente esta última afirmación es preciso llamar la atención acerca de tres características jurídico-políticas norteamericanas, que no resultan siempre familiares a un observador extranjero.

Ante todo, en una forma presidencial de gobierno basada en una rígida separación de poderes, el Poder Ejecutivo goza de legitimidad democrática directa y, por consiguiente, está sometido a responsabilidad política autónoma. En estas condiciones, se estima que el Pre-

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sidente y sus colaboradores deben disfrutar de un amplio margen de libertad de apreciación acerca de cómo desempeñar la función que tienen constitucionalmente encomendada. Una férrea definición por parte del legislador del modo en que se debe cuidar de la ejecución de la legalidad no sería coherente con el equilibrio de poderes (checks and balances) diseñado por la Constitución. La determinación de qué es una ejecución adecuada pertenece al ámbito de la valoración política, tanto o más que al de la valoración jurídica. Algo similar ocurre, por lo demás, a nivel estatal.6 En segundo lugar, a diferencia de lo que sucede en los países de civil law, los ordenamientos de common law tienden a hacer descansar la observancia de la entera legalidad casi exclusivamente sobre la sanción penal, porque los instrumentos de naturaleza administrativa (autotutela de la Administración, sanciones gubernativas, etc.) se reputan contrarios a los postulados liberales del rule of law —esto es, la versión anglosajona de la idea de Estado de derecho— y están, en consecuencia, escasamente desarrollados. Ello pone de manifiesto que el significado global de la sanción penal es diferente: no se trata tanto de la ultima ratio del ordenamiento frente a las más graves vulneraciones de la legalidad, cuanto del instrumento ordinario para hacer que esta sea respetada.7 En este contexto, no resulta extraño que el instrumento principal para el cumplimiento de la función ejecutiva —es decir, para velar por la ejecución y observancia de las leyes— sea la acción penal.

Por último, hay que destacar que el deber del Poder Ejecutivo de velar por la adecuada ejecución de las leyes emana directamente de la Constitución. Ello no quiere decir que el legislador no pueda incidir sobre el mismo, regulando sus formas organizativas y modalidades procedimentales; pero, en la medida en que se trata de una atribuición constitucional, no parece que pueda suprimir su titularidad ni la discrecionalidad en su ejercicio. La distinción entre atribuciones ejecutivas de origen constitucional (salvaguardia de la observancia de la legalidad, jefatura de las fuerzas armadas, etc.) y atribuciones ejecutivas de origen meramente legal (regulación de actividades económicas, prestación de servicios, etc.) es importante: en este último tipo

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de supuestos, el Poder Ejecutivo no tiene más facultades que aquellas que le hayan sido otorgadas por el legislador; y este puede establecer cuál será el concreto órgano competente, así como fijarle márgenes y criterios de apreciación.8

La formación histórica de la idea de acusación pública

El derecho inglés, que ha admitido siempre la discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal, no ha reconocido jamás, sin embargo, el principio de monopolio público sobre la acción penal ni ha creado un genuino Ministerio Fiscal. De aquí que, si bien el principal modelo en la formación de los ordenamientos jurídicos de las colonias norteamericanas fue la metrópoli, en este punto la solución adoptada fue original. Incluso antes de la independencia, las colonias norteamericanas fueron dominadas por la idea de acusación pública: afirmación del monopolio público sobre la acción penal y creación de órganos específicamente encargados de su ejercicio. La historiografía jurídica norteamericana se ha enfrentado a este fenómeno como a un enigma: ¿por qué se produjo, en este punto, una desviación del modelo inglés9

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Para explicar la desviación con respecto al modelo inglés se han avanzado diferentes hipótesis: a) el fiscal norteamericano no sería sino la reproducción del Attorney-General inglés en un contexto de descentralización político-administrativa, de modo que habría here-dado a nivel local las mismas facultades de que aquel disponía en Inglaterra a nivel nacional, tendentes a evitar que la acción penal fuera desvirtuada o utilizada para fines espurios; b) podría tratarse de una forma de supervivencia del schout holandés, funcionario en cierta medida similar al juez de paz inglés e implantado en aquellos territorios que habían estado previamente bajo el dominio colonial de los Países Bajos; c) cabría pensar en una influencia, al menos de índole...

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