Criminalidad gubernativa y acusación independiente: la experiencia norteamericana

AutorLuis María Díez-Picazo
Páginas75-98

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Acusación y conflicto de intereses͗ la tradición norteamericana del special prosecutor

La expresión «criminalidad gubernativa» es meramente convencional y sirve para designar cualesquiera hechos delictivos cometidos por los miembros y agentes del Poder Ejecutivo. Comprende, así, tanto los delitos cometidos en el ejercicio del cargo (prevaricación, malversación, etc.) como aquellos otros que, sin estar específicamente vinculados con el ejercicio de funciones públicas, poseen una connotación política (espionaje a la oposición, inanciación ilegal de partidos políticos, etc.). El fenómeno de la criminalidad gubernativa plantea serios problemas en cualquier ordenamiento que se funde en los postulados del Estado democrático de derecho. Estos problemas no pertenecen solo al ámbito de la teoría constitucional —es decir, en síntesis, ¿es compatible la legitimidad democrática de los gobernantes con su plena sujeción a la legalidad?—, sino también a la esfera eminentemente práctica de la ingeniería constitucional: una vez que se ha acordado que los gobernantes deben quedar sometidos a responsabilidad penal, ¿cuál es el mecanismo idóneo para hacer que esta sea efectiva? Este último interrogante dista de ser trivial porque, a diferencia de los políticos de la oposición o de los simples parlamentarios, los miembros y agentes del Poder Ejecutivo tienen a su disposición medios jurídicos, económicos, humanos y tecnológicos que son privativos del Estado. Por más que, como ocurre en los Estados Unidos, todos los cargos públicos estén plenamente sometidos a responsabilidad penal, la estratégica posición del Poder Ejecutivo puede permitir a los miembros de este poner a su disposición los resortes del Estado; y, en consecuencia, estarán en condiciones de

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obstaculizar o impedir una efectiva investigación y acusación de los delitos cometidos por ellos mismos o por sus colaboradores. Si esto llega a ocurrir, se estará en una situación equivalente, de hecho, a un otorgamiento de inmunidad.1 Cualesquiera que puedan considerarse sus virtudes o defectos en general, es claro que la configuración del Ministerio Fiscal en los Estados Unidos no permite hacer frente de manera eficaz al específico problema de la criminalidad gubernativa. Baste pensar que el Ministerio Fiscal se apoya en los principios de monopolio y discrecionalidad; es decir, solo él está habilitado para ejercer la acción penal y, en presencia de indicios de comisión de un delito, es libre de acusar o no. La acción penal, además, es concebida como un instrumento al servicio de la función ejecutiva y, como corolario de todo ello, los fiscales deben actuar según criterios de representatividad y responsabilidad políticas. Tanto a nivel estatal como, sobre todo, a nivel federal, el Poder Ejecutivo dispone de un notable margen de maniobra para tratar con indulgencia los hechos ilícitos cometidos por sus miembros y agentes. Ante supuestos de criminalidad gubernativa, el Ministerio Fiscal norteamericano se halla, por definición, en una situación de conflicto de intereses: la concurrencia en un cargo público de un interés, no necesariamente privado, que es antagónico del interés público cuya consecución tiene encomendada. El interés público en el esclarecimiento y represión de los delitos contrasta con el interés, inherente a la configuración del Ministerio Fiscal norteamericano, de no perturbar a los propios superiores o a otros cargos públicos dotados de capacidad de represalia.2 Para hacer frente a la criminalidad gubernativa, en línea con la sensibilidad anglosajona hacia el problema del conflicto de intere-

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ses, el derecho norteamericano ha dispuesto tradicionalmente de un mecanismo: la figura del fiscal especial (special prosecutor). Este no pertenece a la ordinaria estructura del Ministerio Fiscal correspondiente (federal o estatal), sino que es nombrado para un caso en el que existe conflicto de intereses. Este instituto tiene su origen en los ordenamientos estatales, en los que resulta generalmente admitido que el juez tiene la facultad de suspender al fiscal cuando aprecie en él un conflicto de intereses y, por tanto, la posibilidad de que no actúe de conformidad con la confianza pública de que es depositario; pero solo en algunos Estados esta facultad de suspensión, esencialmente negativa, va acompañada de otra facultad positiva de nombramiento de un acusador ad hoc cuyas cualidades profesionales y personales lo sitúen más allá de toda sospecha de connivencia. En otros Estados, en cambio, la ley prevé que el conflicto de intereses sea resuelto por el correspondiente Attorney General, figura equivalente a un Ministro de Justicia, bien avocando el ejercicio de la acción penal, bien nombrando un fiscal especial.3 El instituto del fiscal especial ha sido, asimismo, adoptado en la esfera federal. No ha sido históricamente infrecuente el nombramiento de juristas con simpatías por el partido contrario al del Presidente. Hasta 1973, año del «escándalo Watergate», el mecanismo en cuestión dio resultados satisfactorios en las cinco ocasiones en que, frente a asuntos que implicaban a altos cargos del Poder Ejecutivo, se utilizó: originariamente introducido en 1875, por el Presidente Ulysses Grant fue empleado dos veces, en 1902 y 1903, por el Presidente Theodore Roosevelt; y se usó de nuevo, en 1924 y 1952, bajo las presidencias de Calvin Coolidge y Harry Truman, respectivamente. Mientras que en los tres primeros supuestos, el fiscal especial fue directamente nombrado por el Presidente, en el cuarto lo fue por el Presidente con la confirmación del Senado —esto es, el procedimiento constitucional para el nombramiento de los altos cargos federales— y en el quinto se trató de un nombramiento del Attorney- General federal. Estas variantes se deben al hecho de que el instituto, carente de base legal alguna, se justificaba por una práctica constitucional flexible y, en definitiva, por el deber presidencial

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de asegurar la adecuada ejecución de las leyes (art. II, sección 3 de la Constitución) que llevaría aparejada la facultad de nombrar un acusador ad hoc.4

El escándalo Watergate y sus consecuencias sobre la moralidad pública

La figura del fiscal especial no suscitó graves conflictos con anterioridad al «escándalo Watergate». Este que es bien conocido. Durante la campaña electoral de 1972, ciertos individuos entraron subrepticiamente en el cuartel general del Partido Demócrata con la finalidad de espiar en favor de Richard Nixon, que era candidato a la reelección. El asunto comenzó a adquirir grandes dimensiones cuando, en virtud de las investigaciones del juez federal John Sirica y de las averiguaciones de dos periodistas, resultó claro que colaboradores cercanos al Presidente estaban involucrados. Fue entonces cuando Nixon intentó hacer un gesto de buena voluntad y autorizó al nuevo Attorney-General a nombrar, si lo estimaba necesario, un fiscal especial según el esquema tradicional. El nombramiento recayó en Archibald Cox, un conocido constitucionalista de Harvard que había servido en el Departamento de Justicia durante la presidencia de Kennedy.

El debate jurídico-constitucional, en el que habría de ser puesta en cuestión la posición del fiscal especial, comenzó cuando se vino a saber de la existencia de ciertas grabaciones magnetofónicas de las conversaciones presidenciales con sus más íntimos colaboradores. Cox intentó que le fueran entregadas. La reacción de Nixon consistió en ordenar al Attorney-General que lo destituyera. En una sola noche, el Attorney-General y su segundo dimitieron para no tener que obedecer la orden del Presidente, mientras que solo el tercer responsable en la línea jerárquica del Departamento de Justicia —se trataba de Robert Bork, cuya candidatura al Tribunal Supremo habría de naufragar años más tarde— aceptó cesar a Cox. No obstante, el clamor popular impuso el nombramiento de un nuevo fiscal especial. Este recayó en la persona de Leon Jaworski, que continuó la batalla judicial por las

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grabaciones. Todo terminó cuando, ya en 1974, el Tribunal Supremo ordenó definitivamente al Presidente la entrega de las grabaciones. Nixon, que además estaba amenazado de impeachment por el Congreso, cumplió la orden judicial y dimitió.5 Así pues, la batalla procesal del «escándalo Watergate», que se libró principalmente en torno a los límites constitucionales de la facultad presidencial de no revelar información confidencial (executive privilege), versó también sobre la naturaleza y las atribuciones del fiscal especial.6 Recuérdese que este instituto no solo carecía de regulación legal sino que, sobre todo, debía su existencia a un nombramiento ad hoc del Poder Ejecutivo. La línea de defensa de Nixon era evidente: si el Poder Ejecutivo es libre de nombrar o no un fiscal especial, debe también ser libre de cesarlo. El Tribunal Supremo, sin embargo, rechazó este punto de vista. En la sentencia United States v. Nixon (1974), que puso fin a la disputa sobre las grabaciones, definió con nitidez la posición del fiscal especial:

La mera afirmación de que se trata de una controversia «interna» de una rama del gobierno, sin mayor precisión, no ha constituido jamás una limitación a la jurisdicción federal; la justiciabilidad no depende de semejante verificación supericial [...]. Nuestro punto de partida es la naturaleza del procedimiento en el que se busca la prueba: en este caso, un procedimiento penal. Se trata de un procedimiento...

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