La discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal

AutorLuis María Díez-Picazo
Páginas1-23

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La configuración de la acción penal y el binomio obligatoriedadͲdiscrecionalidad

La acción penal consiste en acusar a alguien de la comisión de un delito solicitando, en consecuencia, la puesta en marcha del ius puniendi del Estado. La acción penal representa, así, la iniciación del proceso penal o, al menos, de la fase decisiva del mismo y, más en general, su ejercicio comporta la adopción de toda una serie de decisiones (solicitud de medidas cautelares, proposición de pruebas de cargo, calificación jurídica de los hechos, petición de pena, etcétera). Es evidente que la acción penal es un arma formidable, pues implica la activación de un mecanismo que puede conducir a la restricción alictiva de la libertad y la propiedad de las personas, por no mencionar el carácter infamante ínsito en la condena penal. Incluso cuando termina con la absolución, el proceso penal implica una dura prueba para el imputado, en términos psíquicos, económicos e, incluso, de estima social.

No parece exagerado, en consecuencia, afirmar que el modo en que un ordenamiento regula la titularidad y el ejercicio de la acción penal posee una innegable relevancia constitucional; y ello en un doble sentido: primero, afecta a lo más profundo de las relaciones entre el Estado y los ciudadanos; segundo, entraña un problema de reparto de atribuciones y control del poder dentro del aparato estatal. Precisamente porque hace referencia a un problema jurídico-político básico, la titularidad y el ejercicio de la acción penal merecen ser examinados no solo desde un punto de vista procesal, sino también desde el punto de vista específicamente constitucional del fundamento, la organización y los límites del poder. Mientras que en Europa esta dimensión constitucional de la acción penal ha tendido a

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pasar desapercibida —sin que a ello pueda reputarse ajeno el hecho de que, hasta 1945, la supremacía normativa de los textos constitucionales europeos fuera más retórica que efectiva—, no ha sido así en los Estados Unidos, donde los valores constitucionales han tenido siempre una notable fuerza expansiva, capaz de permear en los más diversos sectores del ordenamiento.

Antes de seguir adelante conviene hacer algunas precisiones: por «ejercicio de la acción penal» debe entenderse el conjunto de decisiones y actos correspondientes al actor en el proceso penal; y por «Ministerio Fiscal» —también denominado «Ministerio Público»— aquella estructura de agentes públicos que, cualquiera que sea su concreta denominación en cada ordenamiento, tiene por cometido específico el ejercicio de la acción penal en nombre del Estado. Aunque esta última definición pueda parecer trivial, no deja de tener importancia, al menos, por dos órdenes de razones.

Por un lado, encomendar el ejercicio de la acción penal a una estructura de agentes públicos dista de ser una constante histórica. La existencia del proceso penal es muy anterior a la del Ministerio Fiscal, cuyo nacimiento está vinculado a la idea de que el ejercicio de la acción penal constituye una función pública. Esta idea nace dentro del proceso histórico de centralización del poder inherente al desarrollo del Estado moderno y, además, solo llega a generalizarse a partir de las revoluciones liberales. Aún hoy, pueden hallarse ejemplos de ordenamientos sin un Ministerio Fiscal en sentido estricto.1 Por otro lado, el rasgo definitorio de la idea de Ministerio Fiscal radica precisamente en el ejercicio de la acción penal en nombre del Estado. A este respecto, no cabe ignorar que, en bastantes ordenamientos, se encomiendan al Ministerio Fiscal cometidos de otra índole (tutela de los intereses de los menores, participación en los litigios relativos al estado civil, etc.). Ahora bien, cualquiera que sea la valoración que ello pueda merecer, se trata de atribuciones accidentales, en el sentido de que varían notablemente de un ordenamiento a otro. Desde el punto de vista de la comparación, el ejercicio de la acción penal en nombre del Estado es la única característica común a todas esas estructuras de agentes públicos y, por consiguiente, constituye el único dato sobre el que construir un concepto

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de Ministerio Fiscal de alcance general; es decir, la única posible definición del Ministerio Fiscal válida para más de un ordenamiento ha de partir de la idea de ejercicio de la acción penal como función pública. Conviene señalar, además, que la polémica sobre el estatuto del Ministerio Fiscal no suele referirse a esas otras posibles atribuciones, sino que tiende a centrarse en la posición de aquél dentro del proceso penal.

Pues bien, en una perspectiva comparada, resulta sorprendente la variedad en la configuración formal de la acción penal y, por tanto, también en los deberes y poderes asignados al Ministerio Fiscal. El interrogante clave, en este orden de ideas, consiste en qué debe hacerse ante una notitia criminis, esto es, en presencia de indicios racionales de que se ha cometido un delito. La respuesta de los diferentes ordenamientos se sitúa a lo largo de una línea en cuyos extremos se hallarían, respectivamente, la obligatoriedad y la discrecionalidad absolutas.2 Obsérvese, incidentalmente, que en algunos países existe una tradición legislativa y doctrinal en virtud de la cual, para designar esas dos opciones extremas, se suele hablar respectivamente de los principios de «legalidad» y de «oportunidad»; pero se trata de expresiones jurídicamente ambiguas y, sobre todo, provistas de una pesada carga valorativa. Por ello, a efectos de la descripción, parece que las expresiones «obligatoriedad» y «discrecionalidad» proporcionan mayor precisión conceptual y neutralidad terminológica.

En el extremo de la obligatoriedad se encuentran aquellos ordenamientos que imponen, sin condiciones o excepciones, el ejercicio de la acción penal siempre que haya un indicio racional de delito. Tal es, paradigmáticamente, el caso de Italia, donde la obligatoriedad del ejercicio de la acción penal está prevista a nivel constitucional (art. 112 de la Constitución italiana); y tal es también el caso de España, por más que la obligatoriedad no tenga expresamente rango constitucional —el art. 124 de la Constitución española habla de los

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principios de «legalidad e imparcialidad»—, sino meramente legal (art. 105 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal). Es claro, sin embargo, que la obligatoriedad en el ejercicio de la acción penal tiene un significado relativamente distinto según esté consagrada por una norma constitucional, como ocurre en Italia, o por una norma de rango legal, como sucede en España; y ello no solo por razones de jerarquía y rigidez normativas, sino también porque los preceptos constitucionales gozan de una innegable fuerza expansiva a la hora de interpretar las disposiciones dictadas por el legislador. Así, en particular, si la obligatoriedad en el ejercicio de la acción penal está recogida en el texto constitucional, será inevitable interpretar a la luz de la misma todo el estatuto del Ministerio Fiscal.

Una solución intermedia viene dada por aquellos ordenamientos que, si bien proclaman como regla general la obligatoriedad del ejercicio de la acción penal, admiten ciertas modulaciones. Es lo que sucede en Alemania: aunque el Ministerio Fiscal está obligado a ejercer la acción penal siempre que haya indicios de la comisión de un delito, caben algunas excepciones cuando la culpabilidad del autor sea mínima o cuando no exista un verdadero interés público en la persecución (parágrafos 153 y 153a de la Strafprozessordnung). En Francia, la regla general es la discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal, usualmente conocida como opportunité de poursuites (art. 40 del Code de procédure pénale); pero está sujeta a ciertas limitaciones, tales como la imposibilidad de desistir libremente una vez ejercida la acción penal, o la obligación de ejercer la acción penal siempre que el perjudicado por el delito se constituya como parte civil. Como puede verse, el derecho francés adopta también una solución intermedia entre la obligatoriedad y la discrecionalidad absolutas; pero, a diferencia del derecho alemán, toma como regla general la discrecionalidad, que es luego sometida a ciertas correcciones.

Decididamente por la discrecionalidad, en in, se encuentran los ordenamientos de common law. En Inglaterra no hay norma alguna que imponga el ejercicio de la acción penal. Ello sería, por lo demás, harto problemático, dada la ausencia de un Ministerio Fiscal en sentido propio. En los Estados Unidos, donde sí existe un genuino Ministerio Fiscal, la discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal se impuso por vía consuetudinaria y está inequívocamente reconocida por la jurisprudencia del Tribunal Supremo.

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Discrecionalidad técnica y discrecionalidad política

Cualquiera que sea la configuración formal que cada ordenamiento coniera a la acción penal, el ejercicio de la misma exige siempre tomar ciertas decisiones que distan de ser automáticas. En concreto, es inevitable plantearse preguntas tales como: ¿son los hechos prima facie constitutivos de delito?; ¿es necesario pedir la adopción de medidas cautelares?; ¿hay pruebas suficientes para sostener la acusación?; ¿cuál es la calificación jurídica que mejor corresponde a los hechos y qué argumentación debe seguirse?; ¿qué pena cabe solicitar y en qué grado?; ¿se debe, eventualmente, recurrir contra una sentencia adversa? Es claro que ningún ordenamiento...

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