Origen y vicisitudes de la idea europea de Minisiterio Público: los casos de Francia e Italia

AutorLuis María Díez-Picazo
Páginas99-130

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Ausencia de una imagen generalmente aceptada del Ministerio Público

En los últimos tiempos, el Ministerio Público —por usar la expresión que, en la mayor parte de Europa, designa a la institución que en España suele designarse como Ministerio Fiscal— se ha hallado en varios países europeos (Italia, Francia, España, etc.) en el centro de no pocos episodios polémicos, que han dado lugar a encendidos debates acerca de su estructura y sus funciones. Ello induce a pensar que la discusión no versa en realidad sobre la corrección de determinadas actuaciones concretas del Ministerio Público sino, más bien, sobre cuál debe ser la configuración del mismo en un moderno Estado democrático de derecho. Este dato pone de manifiesto un hecho sorprendente: a diferencia de tantas otras instituciones públicas, a comenzar por la judicatura, no existe un consenso básico y difuso, ni siquiera entre los juristas, acerca del significado del Ministerio Público.

Expresado en términos técnicos, es sabido cómo, al recurrir a la noción de garantía institucional, el Tribunal Constitucional español ha dicho:

[...] la garantía institucional no asegura un contenido concreto o un ámbito competencia) determinado y fijado de una vez para todas, sino la preservación de una institución en términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar (STC 32/1981).

Pues bien, parece claro que el Ministerio Público no proyecta en la conciencia social actual una imagen mínimamente diáfana y pacífica

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de sí mismo. El verdadero problema, por tanto, es que en España y en otros países con tradiciones jurídicas aines se ha ido erosionando la imagen maestra que sobre dicha institución existió durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX. Muchas de las actuales disputas proceden de esa falta de acuerdo; y ello, a su vez, tiene mucho que ver con el hecho de que la imagen clásica del Ministerio Público se formó en un contexto jurídico-político —en sustancia, la construcción del Estado liberal sobre la base de criterios políticos y administrativos de inspiración napoleónica— notablemente diferente del actual Estado democrático de derecho.

De aquí que, para rehacer una imagen constitucionalmente adecuada del Ministerio Público como institución, sea necesario poner previamente de manifiesto cuáles son los auténticos términos del debate; es decir, no se puede avanzar sin tener plena consciencia de las características esenciales de la mencionada imagen clásica, hoy en crisis, del Ministerio Público, así como de las alternativas propuestas hasta la fecha.

Elementos integrantes de la idea de Ministerio Público en una perspectiva histórico-comparada

Es perfectamente comprensible que haya dudas acerca del significado del Ministerio Público. Ello es debido a que no se trata de una institución lineal, sino que responde a una pluralidad de exigencias jurídico-políticas no siempre enteramente compatibles entre sí. Así lo demuestra, sin necesidad de entrar en un detallado análisis histórico, una reflexión sobre las funciones efectivamente encomendadas al Ministerio Público que no sobrevalore posibles continuidades terminológicas y no se deje engañar por remotos antecedentes.1 En esta perspectiva, parece que el Ministerio Público nace de la confluencia de tres factores:

a) la aparición de la idea de que la represión de la criminalidad es una función pública y, por tanto, que la iniciativa en el proceso penal no debe ser dejada, al menos en vía principal, en manos de los particulares;

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b) la introducción del principio acusatorio, que requiere que alguien distinto del juez ejerza la acción penal y sostenga la acusación;

c) la implantación del postulado de que la acusación debe ser ejercida según criterios uniformes, de manera que ha de encomendarse a una institución unitaria y jerárquica. En ausencia de cualquiera de estos tres factores, es claro que el Ministerio Público —o, mejor dicho, la imagen que la cultura jurídica del liberalismo europeo-continental ha venido tradicionalmente atribuyendo a esa institución— no habría llegado a ver la luz.

En efecto, por lo que se refiere a la combinación de los dos primeros factores es concebible tanto la iniciativa pública en la represión de la criminalidad sin principio acusatorio como, viceversa, el principio acusatorio sin iniciativa pública en la represión de la criminalidad: la primera posibilidad queda demostrada por toda la experiencia del Antiguo Régimen; la segunda, por el derecho alto-medieval y, más en general, por la práctica habitual de muchas sociedades primitivas.2 Dicho de otra manera, mientras la idea de que la represión de la criminalidad es una función prevalentemente pública puede quedar satisfecha con el principio inquisitivo —el juez, además de absolver o condenar, toma la iniciativa de abrir el proceso y dirige su desarrollo—, el principio acusatorio por sí solo no permite ir más allá de una visión del proceso penal como mero litigio entre particulares basado en una acción privada. Cosa distinta es que la autoridad pública confíe en el celo de los ciudadanos para llevar a cabo la represión de la criminalidad: nace así la acción popular en sentido propio, que es una manifestación de ejercicio privado de funciones públicas, conocida en las antiguas ciudades griegas, en algunos períodos de la historia romana y en el derecho inglés.3 Hecha esta salvedad, es indudable que la exigencia de un acusador que sea simultáneamente público y distinto del

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juez deriva de la combinación del Estado moderno y del constitucionalismo: del Estado moderno, porque este sustrae a los particulares la salvaguardia del orden básico de la sociedad; del constitucionalismo, porque la imposición de sanciones debe llevarse a cabo en el respeto de ciertas garantías del individuo.

No obstante, la confluencia de los dos factores mencionados no comporta que el ejercicio de la acción penal deba quedar atribuido a una institución unitaria y jerárquica, sino que implica tan solo la existencia de algún tipo de acusador público. Así lo demuestra la experiencia de los países anglosajones: en Inglaterra, el ejercicio de la acción penal ha correspondido siempre a todos los ciudadanos en nombre de la Corona y, al menos hasta 1985, ha sido concebido prioritariamente como cometido de los mismos órganos, de ámbito local, que tienen a su cargo la salvaguardia del orden público (jueces de paz y, más tarde, policía); y en los Estados Unidos, donde rige la diferenciación entre policía y acusador público, este último es —salvo a nivel federal, donde se persigue un número de tipos delictivos relativamente reducido— de naturaleza local y electiva. Este punto es de crucial importancia, porque permite captar la diferencia que media entre la idea europea de Ministerio Público y la acusación pública en el mundo angloamericano. En particular, hay que insistir en el hecho de que, en dichos países, una facultad tan incisiva como la de poner en marcha la potestad punitiva del Estado no corresponde a una institución unitaria que actúa según criterios uniformes, sino a una constelación de órganos descentralizados cuya dependencia del Poder Ejecutivo es, al máximo, tenue y formal; es decir, el horror anglosajón por la concentración de poder alcanza a la titularidad y el ejercicio de la acción penal.4 Así, junto a la represión de la criminalidad como función pública y al principio acusatorio, la idea de Ministerio Público en sentido propio es fruto también de una concepción centralista del Estado y, en especial, de la Administración de Justicia. Este último factor, además, está históricamente vinculado a la noción de que el ejercicio de la acción penal es, a la vez, un instrumento y una carga de la gobernación del Estado, de manera que la institución específicamente encargada de este cometido ha de ser la voz del Poder Ejecutivo ante los tribunales.

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Cada uno de estos factores hace su aparición en una época diferente. La idea de la represión de la criminalidad como función pública, que había tenido cierta vigencia en las sofisticadas organizaciones políticas de Grecia y Roma, comienza a reaparecer solo dentro del proceso bajomedieval de modernización jurídica que acompaña a los orígenes del Estado moderno. De aquí la tendencia al monopolio público sobre la acción penal, alabada por alguien tan consciente de la mutabilidad temporal y espacial del derecho como Montesquieu.5 En

cuanto al principio acusatorio, que había conocido diversas manifestaciones tanto en la antigüedad clásica (acción popular) como en la Europa altomedieval (acción privada), es resultado de la crítica ilustrada al principio inquisitivo (Voltaire, Beccaria, etc.) y, sobre todo, de la deliberada voluntad liberal de inspirarse en las garantías penales del constitucionalismo anglosajón. En in, la concepción centralista de la Administración de Justicia, que había sido una aspiración no realizada de la Francia absolutista, se impone con las grandes reformas revolucionarias y, sobre todo, napoleónicas.6 Es solo en este último momento cuando conluyen los tres factores y, por tanto, cuando emerge la institución del Ministerio Público, llamada a extenderse por la Europa continental durante el siglo XIX. Todo lo anterior no solo pone de relieve que la formación del Ministerio...

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