Acercamiento

AutorMaría Elvira García Espinosa de los Monteros
Páginas23-40
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Acercamiento
UNA CARRETERA me llevó por zonas verdes y sin es-
mog. Al poco rato, tuve que abandonar el asfalto para
entrar por una vereda que me condujo hacia un rudi-
mentario camino bordeado de magueyes y nopaleras; esa brecha
desembocaba en una ranchería con casas de adobe que se antoja-
ban deshabitadas.
Pueblo silencioso, con unos cuantos moradores que no pa-
recían tener más oficio que permanecer de pie en las esquinas,
dejándose bañar por el polvo que levantaba mi auto al rodar por
esas calles sin nombre.
El ruido del motor hizo ladrar a los perros que corrieron detrás
del coche, en una persecución tan desesperante como absurda.
Los niños, ventrudos y moquientos, aparecían por montones en
las bocacalles, chupando paletas y mordiendo dulces, mientras las
mamás se asomaban por las ventanas de las casas.
Empezó así, en aquel mediodía soleado, la lenta búsqueda de
un hombre, si no olvidado, sí escondido en algún rincón de este
pedazo de tierra dejado de la mano de los programas asistenciales
y de los gobernantes. Ninguno de los habitantes del pueblo se
atrevía a darme informes acerca de dónde podría yo encontrar al
señor que buscaba; nadie se animaba a darme un norte al menos.
Al fin, un muchacho me orientó, cuidando que otros no se ente-
raran de que rompía el pacto de silencio.
Así fue como llegué a la casa ubicada al final de una angosta
calle. Era la Quinta Calyecac, una sencilla construcción asentada
sobre un terreno de poco más de 500 metros. Ahí vivía el creador
de Cri-Cri, el Grillito Cantor.
Toqué la campana, y mientras esperaba a que abrieran la reja
vi que en medio del patio había una fuente con un chorrito que
se hacía grandote y luego chiquito. De pronto, en el marco de la
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De lunas garapiñadas
puerta del comedor, apareció la robusta figura del señor que bus-
qué durante largos meses, Francisco Gabilondo Soler.
Pancho Gabilondo salió del comedor y se echó a caminar hacia
la reja. Sus pasos eran saltos pequeñitos, como los de una paloma;
pero el cuerpo, el de un hombrón corpulento y con kilos de más,
al que parecían pesarle las piernas; para aligerar la carga, apoyaba
su humanidad sobre un negro bastón.
Mientras avanzaba por el corredor hacia mi encuentro, apro-
veché para observarlo: su cabeza lucía el cabello blanco, escaso y
alborotado; su cara redonda estaba enmarcada por unas abun-
dantes y albas patillas que brotaban desde el interior de sus ore-
jas. El remate de ese rostro consistía en un par de ojos azules de
mirar brillante, con pequeñas venas enrojecidas. Su ancha nariz
soportaba con dificultad unos anteojos de armazón grueso, cuyos
cristales tenían tal aumento que provocaban que las pupilas pare-
ciesen enormes.
Francisco Gabilondo Soler por fin llegó hasta la verja. La
abrió, me dio el paso, me saludó y gruñó algo ininteligible. Era
la imagen de un oso dulce, algo torpe y hosco, pero amable.
Paso a pasito nos encaminamos hacia el comedor. Nos sentamos
frente a frente. Sobre la mesa había un mantel y encima una
azucarera blanca por la que subían y bajaban, apuradas, dos o
tres hormigas.
Un tanto resignado —o arrepentido— por haber aceptado
esta entrevista en una época en la que ya no disfrutaba mucho
del contacto con desconocidos, y menos con periodistas, inquiere
amablemente:
—¿De qué me va a preguntar? Por favor, que no sea acer-
ca de en qué me inspiro, cuántas novias tuve, ni nada de eso;
esas preguntitas de cajón tienen la virtud de... el Flaco, Agustín
Lara, ¡se ponía furioso con ese tipo de cosas! Él tenía un carác-
ter muy sui géneris, y hasta maltrataba a los periodistas. “¡Que
digan lo que quieran!”, me comentaba... él sí era bravo con la

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