El triunfo de la esperanza
Autor | John Lewis Gaddis |
Páginas | 285-310 |
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VII. EL TRIUNFO DE LA ESPERANZA
La Revolución francesa fue un intento utópi-
co de derribar un orden tradicional —que te-
nía muchas imperfecciones, ciertamente— en
el nombre de ideas abstractas, formuladas
por intelectuales vanos, que no cayó por ca-
sualidad, sino por la debilidad y perversidad,
en pur gas, matanzas y guerra. En todo esto
se adelantó a la aún más terrible Revolución
bolchevique de 1917.
MARGARET THATCHER¹
Tal vez el factor decisivo nal… es esa caracte-
rística de las situaciones revolucionarias des-
crita por Alexis de Tocqueville hace más de un
siglo: la pérdida de fe en su propio derecho a
gobernar, de la élite gobernante. Unos cuantos
chicos salieron a las calles y soltaron unas
cuan tas palabras. La policía los apaleó. Los
chi cos dijeron: ¡No tienen ustedes el derecho
de apalearnos! Y los gobernantes, los altos y
poderosos, replicaron, en efecto: Sí, no tene-
mos derecho de apalearlos. No tenemos dere-
cho de preservar nuestro gobierno por la fuer-
za. El n ya no justi ca los medios.
TIMOTHY GARTON ASH²
EL AÑO DE 1989 señaló el aniversario 200 de la gran revolución
en Francia, que barrió con el ancien régime, y con la vieja idea
1 Margaret Thatcher, The Downing Street Years (Nueva York: HarperCollins,
1993), p. 753.
2 Timothy Garton Ash, The Magic Lantern: The Revolution of ’89 Witnessed
in Warsaw, Budapest, Berlin, and Prague (Nueva York: Random House, 1990),
pp. 141-142.
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de que los gobiernos podían basar su autoridad en una pre-
tensión de legitimidad heredada. Precisamente mientras se
hacían las celebraciones, otra revolución en Europa oriental
barría una idea algo más reciente: que los gobiernos podían
fun dar su legitimidad en una ideología que pretendía conocer
la direc ción de la historia. Había en esto cierta justicia retra-
sada, pues lo que sucedió en 1989 fue lo que se suponía que
había ocurrido en Rusia en 1917: un levantamiento espontá-
neo de trabajadores e intelectuales de la clase que Marx y Le-
nin ha bían prometido que producirían una sociedad sin cla-
ses por el mundo entero. Pero la Revolución bolchevique no
había sido nada espontánea, y durante las siete décadas si-
guientes la ideología que sustentaba produjo tan sólo dictadu-
ras que a sí mismas se llamaban democracias populares. Pare-
ció, pues, apropiado que las revoluciones de 1989 rechazaran
el marxismo-leninismo aún más decisivamente que la Revolu-
ción francesa dos siglos antes había derribado el derecho divi-
no de los reyes.
No obstante, los trastornos de 1989, igual que los de 1789,
tomaron por sorpresa a todo el mundo. Los historiadores po-
dían por supuesto mirar hacia atrás, después del hecho, y es-
peci car causas: la frustración de que las divisiones tempora-
les del ajuste de la segunda Guerra Mundial se convirtieran en
divisio nes permanentes de la era de la posguerra; el miedo de
que las armas nucleares había producido aquel atascamiento;
el resen timiento debido al fracaso de las economías de mando
para elevar el nivel de vida; un lento desplazamiento de poder
desde los supuestamente poderosos hasta los despojados en
apariencia de poder; el surgimiento inesperado de normas in-
dependientes para establecer juicios morales. Sensibles a estas
ten dencias, los grandes líderes actores de los años ochenta ha-
bían encontrado maneras de dramatizarlas para plantear en
claro que la Guerra Fría no tenía por qué durar para siempre.
Ni siquiera ellos, sin embargo, previeron cuán pronto y cuán
decisivamente acabaría.
Lo que nadie entendió a principios de 1989 era que la Unión
Soviética, su imperio, su ideología —y por lo tanto la Guerra
Fría misma— era un arenal a punto de deslizarse. Todo lo que
hacía falta para que esto ocurriera eran unos cuantos granos
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