Actores

AutorJohn Lewis Gaddis
Páginas236-284
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VI. ACTORES
¡No tengáis miedo!
JUAN PABLO II¹
Buscad la verdad a partir de los hechos.
DENG XIAOPING²
No podemos continuar viviendo así.
MIJAÍL GORBACHOV³
EL PAPA había sido actor antes de volverse sacerdote, y su re-
torno triunfante a Polonia en 1979 reveló que no había per-
dido ninguna de sus habilidades teatrales. Pocos guías de su
épo ca se le igualaban en la capacidad de usar palabras, gestos,
exhortaciones, rechazos, incluso bromas, para mover los cora-
zones y las mentes de los millones que lo vieron y escucharon.
Al mismo tiempo, un individuo único, mediante una serie de
desempeños dramáticos, estaba cambiando el curso de la his-
toria. Esto en un sentido era apropiado, porque la Guerra Fría
misma era una especie de teatro donde las distinciones entre
ilusiones y realidad no eran siempre evidentes. Presentaba
grandes oportunidades para que los grandes actores desempe-
ñaran grandes papeles.
Estas oportunidades no se volvieron plenamente eviden-
tes, sin embargo, hasta principios de los años ochenta, pues
fue sólo entonces cuando las formas materiales del poder, en
las que los Estados Unidos, la Unión Soviética y sus aliados ha-
bían derrochado tanta atención durante tanto tiempo —las ar-
1 En muchas ocasiones, pero véase especialmente George Weigel, Witness
to Hope: The Biography of Pope John Paul II, 1920-2005 (Nueva York: Harper,
2005), pp. 10, 14 y 262.
2 Richard Baum, Burying Mao: Chinese Politics in the Age of Deng Xiaoping
(Princeton: Princeton University Press, 1994), p. 47.
3 Mijaíl Gorbachov, Memoirs (Nueva York: Doubleday, 1995), p. 165.
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mas y misiles nucleares, las fuerzas militares convencionales,
los establecimientos de inteligencia, los complejos industriales
militares, las máquinas de propaganda—, empezaron a perder
su potencia. El verdadero poder descansaba, durante la década
nal de la Guerra Fría, en dirigentes como Juan Pablo II, cuyo
dominio de intangibles —de cualidades tales como la valentía,
la elocuencia, la imaginación, la determinación y la fe— les
per mitía exponer disparidades entre lo que la gente creía y los
sistemas bajo los cuales la Guerra Fría había obligado a que
vivieran. Las brechas eran más  agrantes en el mundo mar-
xis ta-leninista, al grado de que cuando fueron cabalmente
re ve la das no hubo manera de cerrarlas, como no fuera des-
man te lando el comunismo mismo, y con ello concluyendo la
Gue rra Fría.
Conseguir esto requería actores. Sólo sus dramatizaciones
podían suprimir las anteojeras mentales, productos ellas mis-
mas de capacidades materiales, que habían conducido a tan tos
a concluir que la Guerra Fría duraría inde nidamente. Una ge-
neración entera había crecido considerando los absurdos de un
empate entre potencias —un Berlín dividido en medio de una
Alemania dividida en medio de una Europa dividida, por ejem-
plo— como orden natural de las cosas. Los estrategas de la di-
suasión se habían convencido solos de que el mejor mo do de
defender a sus países era no tener defensas en absoluto, sino
más bien decenas de millares de misiles dispuestos para el lan-
zamiento en un momento. Los teóricos de las relaciones inter-
nacionales insistían en que los sistemas bipolares eran más
estables que los multipolares, y que la bipolaridad soviético-
norteamericana duraría de esta manera en el porvenir hasta
donde quienquiera alcanzara a ver.4 Los historiadores diplo-
máticos sostenían que la Guerra Fría había llegado a ser una
“larga paz”, una era de estabilidad comparable a la que Met-
ternich y Bismarck habían presidido en el siglo XIX.5 Eran pre-
cisos visionarios, saboteadores del statu quo, para ensanchar
el alcance de la posibilidad histórica.
4 Véase, por ejemplo, Kenneth N. Waltz, Theory of International Politics
(Nueva York: Random House, 1979), pp. 161-183.
5 John Lewis Gaddis, The Long Peace: Inquiries into the History of the Cold
War (Nueva York: Oxford University Press, 1987), especialmente pp. 215-245.
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Juan Pablo II estableció la pauta desconcertando a las au-
toridades en Polonia, el resto de Europa oriental e incluso la
Unión Soviética. Otros muchos siguieron pronto su ejemplo.
Estaba Lech Walesa, el joven electricista polaco que se mantu-
vo fuera de la puerta cerrada del astillero Lenin en Gdansk un
día de agosto de 1980 —teniendo cerca un retrato del papa—
anunciando la formación de Solidarno´c, el primer sindicato
independiente en un país marxista-leninista. Estaba Margaret
Thatcher, la primera mujer que llegara a primera ministra de
Gran Bretaña, que disfrutaba siendo más  rme que ningún
hombre y que revivió la reputación del capitalismo en Europa
occidental. Estaba Deng Xiaoping, el diminuto, frecuentemen-
te purgado pero implacablemente pragmático sucesor de Mao
Zedong, quien suprimió las prohibiciones del comunismo so-
bre la empresa privada, estimulando al pueblo chino para que
“se hiciera rico”.
Estaba Ronald Reagan, el primer actor profesional en llegar
a presidente de los Estados Unidos, que usaba sus capa cidades
teatrales para reconstruir la con anza en su país de asustar a
los líderes envejecidos del Kremlin, y después de que los rem-
plazó un guía vigoroso, ganar su con anza y añadir su coope-
ración en la tarea de cambiar a la Unión Soviética. El nuevo
der de Moscú era, por supuesto, Mijaíl Gorbachov, que había
procurado él mismo dramatizar lo que lo diferencia ba de sus
predecesores: haciendo esto, barrió el hincapié del comunis-
mo en la lucha de clases, su insistencia en la inevitabilidad de
una revolución proletaria mundial, y así sus pretensiones de in-
falibilidad histórica.
Era una época, por tanto, de líderes que a través de sus en-
frentamientos con el modo como eran las cosas, y su capaci dad
para inspirar a los auditorios para que los siguieran —median-
te sus éxitos de teatro que era la Guerra Fría— enfrentaban,
neutralizaban y superaban a las fuerzas que habían perpetua-
do por tanto tiempo la Guerra Fría. Igual que todos los buenos
actores, llevaron la obra  nalmente a una conclusión.

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