Mando contra espontaneidad

AutorJohn Lewis Gaddis
Páginas108-146
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III. MANDO CONTRA ESPONTANEIDAD
Dos naciones entre las cuales no hay relaciones
ni simpatía, que ignoran la una de la otra los
hábitos, pensamientos y sentimientos, co mo
si fueran habitantes de zonas diferentes, o ha-
bitantes de planetas distintos, que están for-
madas por diferente educación, se alimentan
de comida diferente, están regidas por moda-
les diferentes y no están gobernadas por las
mismas leyes.
BENJAMIN DISRAELI, 1845¹
En lugar de unidad entre las grandes potencias
—tanto política como económica—, después
de la guerra, hay completa carencia de unidad
entre la Unión Soviética y los satélites, de un
lado, y el resto del mundo, de otro. Hay, en po-
cas palabras, dos mundos en lugar de uno.
CHARLES E. BOHLEN, 1947²
UN PLANETA único, compartido por superpotencias que distri-
buían los recursos para borrar la una a la otra, pero que no
compartían los intereses en la supervivencia del otro. Hasta
aquí, muy bien. ¿Qué clase de supervivencia? ¿Cómo sería la
vida bajo cada uno de los sistemas? ¿Cuánto espacio habría pa ra
el bienestar económico? ¿Y para la justicia social? ¿Y para la li-
bertad de escoger entre las opciones de vida? La Guerra Fría
no era nada más una rivalidad geopolítica o una carrera tras
las armas atómicas; era una competencia, también, por con-
testar estas preguntas. Lo que estaba en cuestión era casi tan
1 Benjamin Disraeli, Sybil; or, The Two Nations (Nueva York: Oxford Uni-
versity Press, 1991; publicado primero en 1845), pp. 65-66.
2 Memorándum de Bohlen, 30 de agosto de 1947, FRUS: 1947, I, 763-764.
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grande como la supervivencia humana: cómo organizar del
me jor modo la sociedad humana.
“Gústenos o no, la historia está de nuestro lado”, presumió
en una ocasión Nikita Jruschov ante un grupo de diplomáticos
occidentales. “Los enterraremos.” Gastó el resto de su vi da ex-
plicando lo que quería decir con esto. No había hablado acer ca
de la guerra nuclear, pretendió Jruschov, sino más bien acer-
ca de la victoria, históricamente determinada, del comunis mo
sobre el capitalismo. La Unión Soviética podía en ver dad ir a la
zaga del Occidente, reconoció en 1961. En una dé ca da, sin em-
bargo, la escasez de viviendas desaparecería, los bienes de con-
sumo serían abundantes, y la población del mundo sería “satis-
fecha materialmente”. En dos décadas, la Unión Soviética “se
elevaría a una altura tal que, en comparación, los principales
países capitalistas quedarían muy por debajo y atra sados”.³ El
comunismo, sencillamente, era la oleada del futuro.
Las cosas no funcionaron así. Para 1971 la economía de la
Unión Soviética y la de sus satélites de Europa oriental, se es-
tancaba. Para 1981, los niveles de vida en la URSS se habían
deteriorado al grado de que la esperanza de vida estaba dismi-
nuyendo, un fenómeno sin precedentes en una sociedad indus-
trial adelantada. Para  nes de 1991, la Unión Soviética misma,
el modelo para el comunismo en todas partes, había dejado de
existir.
Las predicciones de Jruschov, según quedó en claro, se ha-
bían basado en que ocurriera lo deseado, no en análisis  rmes.
Lo que es notable, no obstante, es cuánta gente se las to mó en
serio en aquel tiempo, de ninguna manera todas comunistas.
John F. Kennedy, por ejemplo, halló que la con anza en sí del
dirigente comunista era plenamente intimidante cuando se
vio con Jruschov en el verano de 1961 en Viena: Kennedy esta-
ba “sencillamente asombrado”, señaló el primer ministro in-
glés Harold Macmillan, poco después, “como alguien que se
encontrara a Napoleón (en la cima de su poder) por primera
vez”.4 JFK no estaba solo: el comunismo llevaba bastante más
3 William Taubman, Khrushchev: The Man and His Era (Nueva York: Nor-
ton, 2003), pp. 427 y 511.
4 Michael R. Beschloss, The Crisis Years: Kennedy and Khrushchev, 1960-1963
(Nueva York: HarperCollins, 1991), pp. 224-225 y 227.
110 MANDO CONTRA ESPONTANEIDAD
de un siglo intimidando a los estadistas y a los Estados que
gobernaban. La razón era que había inspirado —y estimula-
do— a tantos de sus propios ciudadanos, que veían en el mar-
xismo-leninismo la promesa de una vida mejor. La primera
parte de la Guerra Fría vio la intimidación y la inspiración en
su colmo. Para  nes de la Guerra Fría poco quedaba que espe-
rar del comunismo y nada quedaba por temer.
I
El mejor lugar para empezar, en pos de entender el respeto
que despertaba el comunismo, así como las angustias que cau-
saba, es otra novela. Su título era Sybil; apareció en 1845 y el
autor, Benjamin Disraeli, también llegaría a primer ministro
británico. El subtítulo era “Las dos naciones”, que para Dis-
raeli signi caba los ricos y los pobres, que coexistían incómo-
damente dentro de una sociedad en la cual una revolución in-
dustrial —el logro supremo de la Gran Bretaña en la media
centuria precedente— ensanchaba la brecha entre las dos. “El
orecimiento capitalista”, lamentaba un personaje,
amasa inmensa riqueza; nosotros nos hundimos más y más, más
abajo que las bestias de carga; pues se alimentan mejor que nos-
otros, son más cuidadas. Y es justo, pues en el sistema presente
son más valiosas. Y sin embargo nos enseñan que los intereses
del Capital y el Trabajo son idénticos.5
Sybil era una advertencia de que un Estado cuyo progreso
económico dependía de explotar a algunos de sus ciudadanos
pa ra bene cio de otros se encaminaba a trastornos.
Karl Marx, que vivía en Inglaterra por entonces, atestiguó
y advirtió el mismo fenómeno, pero lo hizo por medio de una
teoría, no una novela. Como el capitalismo distribuye la riqueza
desigualmente, pretendía Marx, produce sus propios ver du gos.
La enajenación social generada por las desigualdades econó-
micas sólo podía resultar en la revolución. “No sólo la burgue-
5 Disraeli, Sybil, p. 115.

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