Rusia hasta 1905

AutorGeorge Douglas Howard Cole
Cargo del AutorTeórico político inglés y un socialista crítico
Páginas462-518
IX. RUSIA HASTA 1905
LA SEGUNDA INTERNACIONAL, durante toda su historia, fue sobre
todo un punto de reunión para los socialistas del occidente de
Europa cuya preocupación principal era la de formar partidos
socialdemócratas que participaran en la lucha política con el fin de
lograr el poder parlamentario. En algunos países esto suponía,
como preliminar necesario, la obtención del derecho al voto, por
ejemplo, en Bélgica y en Austria-Hungría. Pero en todos los países
que desempeñaban un papel destacado en la Internacional y de
donde procedían sus miembros más eminentes ya existía alguna
forma de representación parlamentaria, y la preocupación inmediata
de los partidos socialistas era la de encontrar la manera de
apoderarse de las instituciones representativas principales. En
realidad, no estaba claro qué uso habrían de hacer del poder
parlamentario cuando lo conquistasen. Los revolucionarios y los
reformistas tenían opiniones diferentes acerca de la posibilidad de
emplear los parlamentos como instrumentos de la construcción
socialista y acerca de su naturaleza y extensión, y también del valor
de las reformas que podrían lograrse por medios parlamentarios,
pero coincidían en querer conseguir el control del Parlamento,
aunque estuvieran en desacuerdo acerca de lo que deseaban hacer
después de obtenerlo. Éste fue el problema acerca del cual lucharon
en su batalla continua en contra de los anarquistas, que fueron
expulsados de la Internacional precisamente porque rechazaban
esa forma de acción política. Incluso España tenía sus Cortes para
proporcionar un objetivo a los esfuerzos de un partido socialista
ortodoxo.
Por otra parte, en Rusia no había un Parlamento que los
socialistas pudieran conquistar. La estructura zarista era autocrática
en una medida a la cual no se aproximaban las autocracias de
Prusia y de Austria-Hungría. Por supuesto, los rusos podían pedir el
establecimiento de un Parlamento de tipo occidental y creer que
algún día llegaría el constitucionalismo a Rusia, como había llegado
en varias formas y grados a otros países a medida que habían
avanzado en formas civilizadas de vida; pero no existía ninguna
institución basada en algún principio representativo con la cual los
socialistas rusos pudieran orientar su labor. El socialista ruso era,
por fuerza, un revolucionario, no sólo en el sentido de concebir la
marcha del socialismo como obligada a pasar necesariamente por la
revolución, sino también en el otro sentido, de que la única forma de
acción abierta en el presente, fuera del terreno del puro
pensamiento, era revolucionaria. En realidad, no podía pensar, o en
todo caso expresar o comunicar su pensamiento, sin exponerse a
los peligros de ser tratado como un revolucionario y de convertirse
en revolucionario incluso en contra de su voluntad.
Era imposible para los rusos, pues, adaptarse al clima de la
Segunda Internacional o desempeñar algo más que un papel
marginal en sus actividades y debates: eran como forasteros, con
problemas propios muy diferentes de aquellos de los socialistas
occidentales, incluso cuando empleaban las mismas palabras o los
mismos conceptos filosóficos. Sin duda, a causa de que muchos de
ellos vivieron durante largo tiempo desterrados en Occidente y
adquirieron muchos hábitos e ideas occidentales, las diferencias
fundamentales quedaban en parte ocultas, tanto para ellos como
para los occidentales con quienes conversaban y debatían; pero era
fácil que se formaran un concepto equivocado de los occidentales,
incluso después de haber vivido entre ellos. Especialmente, los
marxistas rusos, que eran muy occidentalistas tanto en su
imaginación como de hecho, fácilmente se hacían ilusiones muy
halagadoras acerca del verdadero carácter de la socialdemocracia
alemana, que dominaba el pensamiento de la Segunda Internacional
y que daba a entender que era continuadora de las tradiciones
revolucionarias del Manifiesto comunista de 1848. Tales ilusiones
habrían de tener resultados de la mayor importancia después de
1917, porque favorecieron la creencia de que la Europa occidental
tenía que estar muy próxima a la revolución socialista y que eran los
alemanes los que iban a la vanguardia. Lenin, tanto como Trotsky,
fue víctima de esa creencia equivocada, como lo demostró cuando
en 1920 quiso abrirse campo a través de Polonia a fin de
relacionarse con la Revolución alemana, que él creía ya madura. La
furia con que Lenin atacó a Kautsky en la guerra de folletos después
de 1917 se debió, en gran parte, a que comprendió amargamente el
verdadero carácter de la ideología de los líderes que
equivocadamente había tomado por revolucionarios como lo era él
mismo.
En Rusia, el socialista tenía que ser revolucionario: no le cabía
hacer otra cosa, al menos después del breve periodo durante el cual
pareció posible que Alejandro II pudiera asumir el papel de zar
reformista, como Herzen le había pedido en Kólokol en el momento
de la emancipación de los siervos. Después de mediada la década
de 1860 nunca hubo esperanza de poner término a la autocracia
sino mediante la revolución; el único verdadero problema era si la
tarea inmediata consistía en ponerse a hacer ya la revolución o, si
eso era imposible, recurrir al terrorismo como el mejor recurso por el
momento, o bien si debía darse prioridad a la labor de preparación
intelectual y social para ella. La represión inmediata y violenta
empleada contra los intelectuales que, a principios de la década de
1870, intentaron ponerse en contacto con el pueblo yendo hacia él y
viviendo con él, mostró que la autocracia no permitiría hacer nada
públicamente para destruir las barreras que separaban a las pocas
personas ilustradas de la masa principal del pueblo. En los medios
intelectuales era sumamente peligroso incluso hablar de cuestiones
políticas, a menos que se ocultara cuidadosamente todo aspecto
subversivo. Chernyshevski, aunque evitó todo ataque directo al
sistema establecido, pagó sus opiniones avanzadas con la prisión y
después con el destierro en Siberia; y el muy moderado Piotr Lavrov
escribió sus obras en el exilio. Entre las figuras principales en el
desarrollo del pensamiento naródnik, sólo Mijailovski logró que sus
escritos pasaran la censura sin ser víctimas de la policía política. Lo
consiguió distrayendo lo que quería decir en forma de comentarios
filosóficos o sociológicos acerca de los grandes y respetados

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