Francia después de 1905. El partido unificado y los sindicalistas. Jaurès y Sorel

AutorGeorge Douglas Howard Cole
Cargo del AutorTeórico político inglés y un socialista crítico
Páginas419-461
VIII. FRANCIA DESPUÉS DE 1905. EL PARTIDO
UNIFICADO Y LOS SINDICALISTAS. JAURÈS Y
SOREL
CUANDO los socialistas franceses unieron sus fuerzas políticas en
1905 bajo el liderazgo de Jean Jaurès, algunos esperaban que la
nueva situación llevaría también a unir la rama política y la obrera
del movimiento proletario. Los “antipolíticos” de los sindicatos con
frecuencia se habían manifestado en contra de cualquier relación
con los partidos socialistas, basándose en que el resultado sería
dividir a los trabajadores, tanto desde el punto de vista obrero como
del político, en facciones en pugna, lo cual los llevaría a quedar sin
fuerzas para proteger los intereses inmediatos de sus miembros o
para perseguir con alguna esperanza de éxito sus objetivos más
amplios. Cuando los socialistas acordaron formar un partido
unificado este argumento se debilitó, excepto, por supuesto, entre
quienes creían que la unión se disolvería rápidamente. En realidad,
era evidente que la unificación no había hecho desaparecer las
diferencias entre la derecha y la izquierda, y que no sería fácil
mantener unidos a los elementos que estaban en desacuerdo; pero
lo mismo podía decirse de la Confederación General del Trabajo,
que tenía igualmente su ala revolucionaria y su ala reformista, y,
entre las dos, una masa cambiante de opinión que unas veces se
inclinaba a un lado y otras a otro. Sin duda, en el campo obrero
había argumentos en favor de la unidad aún más fuertes porque los
sindicatos no tenían mucha posibilidad de éxito ni en las
negociaciones ni en las huelgas si no presentaban un frente unido,
mientras que, bajo el sistema de segunda vuelta electoral vigente en
Francia, era posible que los candidatos socialistas rivales lucharan
entre en la primera votación y que sus partidarios uniesen sus
fuerzas en la segunda. Sin embargo, la unidad política dio más
fuerza al partido socialista, y cabía pensar que la consecuencia
lógica de ello sería un acuerdo entre el partido unido y el movimiento
sindicalista.
No sucedió tal cosa ni nada parecido. Por el contrario, la
Confederación General del Trabajo, en su Congreso de Amiens de
1906, aprobó por una enorme mayoría una declaración en la cual
proclamaba la completa independencia de los sindicatos y
rechazaba toda clase de alianzas con los partidos políticos. Una
pequeña sección, dirigida por V. Renard, de la Federación Textil,
trató de persuadir a la asamblea de aliarse con el partido socialista,
pero fue dejada a un lado por la oposición unida de los sindicalistas
revolucionarios y de los reformistas. Estos últimos, cuyo
representante principal era Auguste Keufer, de la Federación del
Libro, querían que los sindicatos se limitaran estrictamente a
actividades económicas y trataban de evitar que éstas se mezclaran
con las cuestiones políticas. Los revolucionarios, por el contrario,
querían que los sindicatos actuaran políticamente, pero mediante la
acción directa y sin tomar parte en los asuntos parlamentarios. “On
peut arracher directement les lois utiles” (“Podemos arrancar
directamente leyes útiles”), exclamaban, porque en la mayoría de
los casos no tenían inconveniente en tratar de conseguir una
legislación favorable para los obreros, incluso dentro del sistema
capitalista, pero insistían en que los trabajadores tenían que lograr
esa legislación mediante su propia fuerza, con manifestaciones y
huelgas, y no confiando en que los políticos de ningún partido las
obtuvieran para ellos. De ese modo, los moderados y los
revolucionarios podían unir sus fuerzas para votar en contra de la
propuesta de establecer alianzas entre la Confederación General del
Trabajo y el partido socialista, y muchos miembros de éste eran de
la misma opinión porque temían que cualquier tentativa de
establecer una alianza destruiría la unidad de los sindicatos. El
mismo Jaurès tuvo siempre mucho cuidado en presentarse como
partidario de la autonomía sindical.
Dentro de la Confederación General del Trabajo los
revolucionarios tenían mayoría sobre los reformistas, pero la minoría
era considerable. Además, la mayoría en modo alguno era
homogénea. Estaba formada por los defensores de una enjundiosa
actividad huelguística basada en la doctrina de la lucha de clases,
pero se hallaba dividida en anarquistas, sindicalistas puros y
socialistas que, si bien no se oponían a la acción parlamentaria,
para ellos lo principal era la acción directa y sostenían que los
sindicatos, en cuanto organizaciones, debían mantenerse apartados
de la lucha electoral. Muchos de ellos pertenecían al partido
socialista, y en Amiens quedó bien claro que tenían perfecto
derecho a ello, y a ser políticos activos si querían, siempre que no
trataran de llevar a los sindicatos a la política de partidos. La
Confederación General del Trabajo nunca fue anarquista, aunque lo
eran algunos de sus líderes, y ni siquiera era antiparlamentaria en el
sentido de exigir que sus miembros lo fueran. Mucho menos era
“sorelista”, en el sentido de tomar su doctrina o su política de aquel
filósofo de la violencia tan poco digno de confianza. Desarrolló su
doctrina básica de que los trabajadores debían confiar en sus
propios esfuerzos y dar por sí mismos sus batallas sin esperar la
ayuda de nadie, diferenciándose por completo de Sorel, que era
herencia de un pasado revolucionario reinterpretado por Fernand
Pelloutier pero que provenía, a través de Eugène Varlin y de los días
de la Comuna, de las tradiciones de 1848 e incluso de 1796.
Con frecuencia se ha dicho que los años que van de 1902 a
1909 son el “periodo heroico” del sindicalismo francés. Su figura
sobresaliente durante ese tiempo fue Victor Griffuelhes, que fue
nombrado secretario de la Confederación General del Trabajo en
1902. Griffuelhes fue una persona notable. De oficio zapatero de
señoras, persistió en practicar su oficio especializado en el tiempo
que le quedaba libre, incluso mientras dirigió los asuntos de la
confederación. Era rudo hasta la grosería y sumamente áspero de
lenguaje, incluso entre aquellos con quienes tenía que trabajar en
relación más estrecha, de tal modo que se atrajo muchos enemigos
tanto dentro de la confederación como fuera de ella. No era
anarquista, pero blanquista. Sentía gran desprecio por la

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