Conclusión

AutorLorenzo de Zavala
Páginas106-121
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CONCLUSIÓN
HE TERMINADO el periodo que me propuse recorrer al dar principio a esta pe-
queña obra. El lector advertirá que, aunque he pasado con rapidez sobre los
sucesos, no he omitido ninguna de las circunstancias que los pueden presen-
tar con claridad y bajo del punto de vista verdadero.
Las pasiones en movimiento, agitando los partidos y los hombres, en una
nación nueva en donde han desaparecido a fuerza de sacudimientos conti-
nuados, juntamente con las cadenas que la oprimían, los vínculos de subor-
dinación, mucha parte de los hábitos de orden y, hasta cierto punto, la con-
veniencia social de que se mantenga, no pueden dejar de ofrecer por algún
tiempo el espectáculo de un caos de escenas sucesivas de libertad y esclavi-
tud, y de problemas políticos que harán formar teorías absurdas a los escri-
tores de Europa que se propongan resolver nuestras grandes cuestiones por
las ideas abstractas y principios generales sin conocer nuestras costumbres,
preocupaciones y circunstancias. Yo voy a aventurar algunas re exiones
acerca de las causas principales que in uirán por muchos años sobre la suer-
te de nuestra América, en las nuevas repúblicas, y adonde deberán dirigirse
las miras de los que se propongan de buena fe cortar en su raíz el principio
de sus disensiones. Por supuesto que el objeto primordial de mis observacio-
nes es la República Mexicana que conozco, a la que debo la existencia y el
fruto de todas mis tareas.
¿En qué consiste que un país en que el sol es tan brillante y caliente para
derramar la fecundidad, el aspecto de las montañas tan variado y risueño; en
donde los campos están regados de abundantes arroyos, o por torrentes que
caen del cielo, y en donde la naturaleza ofrece en su mayor parte un suelo
cubierto de una pomposa vegetación; en donde los habitantes reciben al na-
cer una imaginación viva y pronta, susceptibilidad de impresiones apasiona-
das, disposición de espíritu para comprender con facilidad y un ingenio pe-
netrante; se vea poblado en su mayor parte de gentes pobres, ignorantes,
privadas de las ventajas sociales y de los goces que proporciona la civiliza-
ción? ¿Por qué en el momento mismo de entrar en la gran familia de los
pueblos cultos presentan el espectáculo de guerras civiles interminables, de
actos de crueldad y de escenas sangrientas; en lugar de entrar pací camente
en la carrera de la libertad que han emprendido recorrer y a que han dado
principio con tanto heroísmo? Ninguno puede dudar que las causas princi-
pales de esta situación sean el curso que seguía esta sociedad opuesto a las
circunstancias referidas, y que por trescientos años cegó los principios de
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vida y actividad; contrariado después de la revolución de independencia por
una política diametralmente opuesta, que ha llamado a toda la generación,
por decirlo así, a renunciar a sus antiguos hábitos, costumbres y preocupa-
ciones, para adoptar otras análogas al nuevo sistema social que se intenta
darle. Véamos cómo ha sido creado, educado y disciplinado este pueblo bajo
la dominación colonial, y en el examen de esta cuestión veremos el origen de
sus calamidades.
Cuatro son las instituciones que más esencialmente in uyen en la suerte
de la sociedad, y que determinan casi exclusivamente el carácter de los habi-
tantes de un pueblo. La religión, la educación, la legislación y las ideas de
honor que se le inspiran. La religión es de todas las fuerzas morales a que el
hombre está sometido, la que puede hacer más bienes o los mayores males.
Todas las opiniones que se re eren a intereses superiores a los de este mun-
do; todas las creencias que tienen por objeto la eternidad; todas las sectas
que predican una religión, ejercen sobre los sentimientos morales y sobre el
carácter humano una prodigiosa in uencia. Ninguna, sin embargo, penetra
más profundamente en el corazón del hombre, como observa muy bien un
juicioso escritor, que la religión católica; porque ninguna está más fuerte-
mente organizada; ninguna ha subordinado tan completamente la  losofía
moral; ninguna ha esclavizado las conciencias; ninguna como ella ha esta-
blecido el tribunal de la confesión, que reduce a todos los creyentes a la más
absoluta dependencia de su clero; ninguna tiene como ella sacerdotes más
aislados del espíritu de familia, ni más íntimamente unidos por el interés y el
espíritu de cuerpo. La unidad de la fe, que sólo puede ser el resultado de una
entera sujeción de la razón a la creencia, y que por consiguiente no se halla
en ninguna otra religión en el alto grado que en la católica, liga estrecha-
mente todos los miembros de esta Iglesia a recibir los mismos dogmas, a so-
meterse a las mismas decisiones y a formarse sobre un mismo modelo de
enseñanza. Pero su in uencia poderosa se ha ejercido de diversas maneras,
según que los intereses de sus primeros jefes han sido más conformes a los
de los pueblos o a los de los reyes. Durante los siglos que precedieron al rei-
nado de Carlos V y Felipe II, desde principios del siglo X, la inmensa fuerza
moral del poder ponti cal, entonces, se empleó en elevar al pueblo y oponer
las ideas de libertad y de civilización a las tentativas de los emperadores de
Alemania y a los esfuerzos de los Gibelinos, que bajo su protección comenza-
ron a establecer principados despóticos en Italia. Hasta entonces, dice Mr.
Sismondi, los papas habían contraído una especie de alianza con los pueblos
contra los soberanos; sólo habían hecho conquistas sobre los reyes; debían
su elevación y todos los medios de resistencia al poder del espíritu, opuesto a
la fuerza brutal; y por política, aun más que por reconocimiento, se habían
creído obligados a desenvolver este poder del espíritu. Habían hecho nacer,
dirigían y llamaban a su ayuda la opinión pública; protegían las letras y la
losofía, y aun permitían con liberalidad a los  lósofos y a los poetas des-

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