Bernardo Quintana Arrioja

AutorJosé E. Iturriaga
Páginas545-547
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En mi relación con Bernardo nunca pude resolver esto: no supe si lo quería
más que lo admiraba o si lo admiraba más que lo quería. Había en mi con-
ciencia una suerte de empate de ambos sentimientos, era un mexicano de
excepción, de esos que se producen cada tres o cuatro generaciones. Mi
fascinación hacia él se sustentaba entre otros elementos por el sólido as-
cetismo de su vida.
Conocí a Bernardo hace más de medio siglo. A mitad de los treinta del
siglo XX me lo presentó el genial Raúl Sandoval. Solíamos patinar con cada
una de nuestras novias con Javier Barros Sierra, amigo de ambos, en la
esquina de Alpes y Monte Parnaso, allá por las Lomas de Chapultepec.
Nuestro pasatiempo consistía en escuchar música sinfónica y como yo
acababa de comprar un fonógrafo, nos reuníamos después con Bernardo
para dirigir las sinfonías de Beethoven y Hyden: nos las sabíamos de me-
moria. Bernardo miraba cómo agitábamos ambos nuestras batutas y cómo
los discos obedecían con docilidad. Nunca desentonaron.
En el grupo formado alrededor de Bernardo se hallaban, entre otros,
Raúl Sandoval, Fernando Hiriart y Felipe Pescador. En lugar de hacer Ber-
nardo, con su grupo de ingenieros, lo que la mayoría de los profesionistas
hacen al terminar sus estudios universitarios —buscar un empleo en la
administración pública— tuvieron el carácter y la casta —en especial Ber-
nardo— de convertirse en singulares empresarios.
Empresario, bien se sabe, proviene del verbo emprender, es decir, el
que comienza cosas, funda fábricas y crea empleos. Es un estilo de vida
Bernardo Quintana Arrioja*

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