Mártir de la democracia mexicana
Autor | Stanley R. Ross |
Páginas | 279-296 |
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Los elementos conservadores de la capital aplaudieron “la acción patrió-
tic a” del general Huerta. La prensa opositora jubilosamente celebró el esta-
blecimiento del nuevo gobierno. El País anunció: “el maderismo ha caído
estrepitosa y trágicamente pa ra nunca nacer de nuevo”. El Mañana afi rmó
solemnemente que “era inevit able, era el destino”, y El Imparcial ver tió todo el
veneno de la venganz a contra los jefes del gobierno depuesto:
Afortunadamente no hay ninguna contradicción entre los objetivos políticos y
las demandas de justicia que requieren que a los funcionarios responsables
debería castigárseles... Aquellos culpables de... crímenes deben sufrir las con-
secuencias legales de sus actos. La justicia debe ser severa, fría e inexorable
con ellos.
Los partidarios de Féli x Díaz ex igieron que cuatr o prisioneros, inclu-
yendo a Francisco y a G ustavo Madero, les fueran entregados. Sin emba rgo,
Francisco I. Madero y Pino Suárez eran esencia les en el plan de Huerta
para legalizar su posición. Por lo tanto, solamente les ent regó a Gustavo
Madero y Adolfo Bassó, superintendente del Palacio Nacional, como evi-
dencia de su buena fe. Entrada ya la noche del 18, Gustavo fue llevado en
carro a la Ciudadela. Al lí, cerca de las 2 de la maña na, el general Mondra-
gón decretó su muer te.
El hermano del presidente fue llevado a golpes y empellones a la puer ta
que conducía al patio. Sangrante, desfigurada la cara por los golpes, sus
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vestidos rotos, Gustavo trat ó de resistir aquella frenética y embriagada
chusma de cerca de 100 ind ividuos. Agarrándose desesperada mente a la puerta ,
apeló a aquel mar de caras que reflejaban la locura y la violencia. Mencio-
nando a su esposa, hijos y padres, les imploraba que no lo mataran. Sus
palabras eran recibidas con burlas y carcajadas. Uno de la multitud se
adelantó y con la bayoneta de su rifle o la punta de la espada le sacó el
único ojo sano a l prisionero. Gustavo, ciego, lanzó un grito de terror y
desesperación. Después de eso no se le oyó ni un sollozo, y cubriéndose
la cara con las manos se volvió hacia la pared.
La chusma se reía, y burlándose lo llamaban “cobarde” y “llorón” y
“Ojo Parado”. Empujándolo y pinchá ndolo con las bayonetas, y dándole
bofetadas y golpes con palos, lo llevaron hacia el pat io. Gustavo se movía
vacilant e sin pronunciar una pa labra. Uno de los verdugos le puso el cañón
del revólver contra la cabeza; la mano que empuñaba el arma temblaba y
resbaló, y el tiro le rompió a Gustavo la mand íbula. Todavía pudo moverse
y caminó un poco, cayendo al fi n cerca de la estat ua de Morelos, quien,
¡oh ironías!, fue testigo mudo de tan triste escena. Una descarga de tiros
le atravesó el cuerpo. A la luz de u na linterna se comprobó que Gustavo
Madero había muerto. Uno del grupo descargó todav ía otro ti ro, y en el
estado de ebriedad en que estaba, dijo que ése era el ti ro de gracia. Los
asesinos le robaron diversas prendas y le extrajeron el ojo artificial, que
circuló de ma no en mano.
Más tarde, otro carr o trajo a Adolfo Bassó al mismo patio. Valiente-
mente, con los ojos fijos en las estrellas, se enfrentó a la ejecución. El
pretexto de la muerte de Bassó era que, como superintendente del Palacio
Nacional y part icipante de su defensa, era responsable de la muerte de los
rebeldes caídos en la plaza principal el 9 de febrero. El primer día del
nuevo régimen había amanecido ma nchado de sangre.
El embajador Wilson, más i nteresado en las “aseveraciones satisfacto-
rias” de Huerta relativas a la garantía del orden público, aceptó con indi-
ferencia la explicación de que Gustavo Madero había sido muerto por
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