El averno

AutorJosé Vasconcelos
Páginas79-101
altaban ya pocas semanas para que se consumase en Wa-
shington el cambio de gobierno que habría de librarnos
del enconado embajador. Unas sesiones más de esgrima diplo -
mática, y luego, con la salida de Taft cesarían las notas, cam-
biaría el rumbo internacional. El mismo cálculo se hacía, sin
embar go, el embajador y los traidores que visitaban la Emba-
jada extran jera. Con desvergüenza que parece increíble, no sólo
concertaron, también firmaron un documento que dieron a la
publicidad al triunfar el Pacto de La Ciudadela; trato de ca-
nallas, convenio de matricidas; por él se coludieron los cons-
piradores con el agen te de Washington para derrocar al único
gobierno legítimo de toda la historia mexicana.
Estaban presos los principales jefes de la conspiración y,
sin embargo, los rumores corrían precisos, se hablaba de fechas
y de nombres, de regimientos comprometidos. Por mi parte,
tantas veces había visto fracasar a los descontentos, tan vigoro -
samente había logrado reaccionar el gobierno, que no aceptaba
la seriedad del riesgo. Mi contacto frecuente con zonas distintas
de diversos estados afirmaba mi optimismo. Por todas partes
se pensaba en trabajar al amparo de una administración reco-
nocida como honesta. Y la gente disfrutaba su libertad. Así
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EL AVERNO
F
que partí sin preocupaciones para Tampico al desempeño de
una gestión profesional, la autorización para una nueva refi -
nería. Tan ajeno estaba a lo que iba a ocurrir, que por primera
vez decidí llevar a Adriana. No es que lo pensara tampoco; se
cometen tales imprudencias por imperativo de la pasión. Hay
en el amor un instante exaltado en que los amantes subirían
a una torre para abrazarse a la vista del mundo. El delirio que
los transfigura reclama el estruendo. No fue esta ocasión una
torre, sino el reservado del coche dormitorio, donde se abrigó
nuestro escándalo. Asomados a la misma ventanilla mirába-
mos el escenario prodigioso de los montes; escala de gigantes
al costado del abismo vegetal. Parecía que ver aquello juntos
nos ligaba para la eternidad.
Paramos en el mismo hotel. Saboreamos la intimidad de
todos los momentos como quien bebe a copa llena un vino de li -
cioso probado antes sólo a pequeños sorbos. Ni el calor de la cos -
ta lograba apartarnos; la piel suda limpio después del baño. Y
estar juntos a la mesa y en el sueño, en una misma respira-
ción, compensaba la angustia de las citas en que era forzoso
estar atento al reloj. Nos sondeábamos el alma en las pláticas
de abandono que siguen al placer compartido.
El abogado y el gerente de la compañía me quitaban unas
horas de la mañana. Luego, pretextando asuntos diversos, es-
capaba hacia el hotelito de madera pintada, junto al mar. Cada
encuentro parecía el primero; cada vez era otro el sabor de
sus labios, la impresión de su cuerpo bajo la túnica veraniega,
el arrullo de su voz en la ternura.
De noche ensordecía el estrépito del oleaje, nos aislaba, nos
trasladaba a un universo sin preocupaciones y sin obstáculos,
despejado como la eternidad, armonioso como el océano. La
tarea del mundo parecía concluida al retirarse la marea. Y
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MEMORIAS POLÍTICAS

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