La aventura del tabaco

AutorJuan Bosch
Páginas239-261
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Capítulo III
La aventura del tabaco
Si un extranjero se hiciera presente de pronto, cuando va terminando
la tercera semana de septiembre –el día 19, el 21, el 23– en ciertas regio-
nes de la provincia de Pinar del Río, en las cercanías de La Habana, en
alguna zona de Las Villas y rincones de Oriente, vería con asombro que
de trecho en trecho, sobre pequeños paños de tierra no mayores de vein-
ticinco pies de largo por un metro de ancho, algunos campesinos de
amplios sombreros y duros zapatos van meciendo el puño cerrado, como
si estuvieran poniendo en vigor un rito desconocido o exorcizando bajo
la luz del sol a poderosos espíritus de la tierra.
El raro espectáculo se repite aquí y allá, de trecho en trecho, en terre-
nos rojizos o pardos, que a simple vista parecen estériles. Algunos están
limitados por siembras de boniatos o maíz, otros se hallan a orillas de
viejos bohíos, cuyos pardos techos denuncian el paso de los años. Hasta
debajo de uno que otro puente, en la carretera central, por los lados de
Vueltabajo, he visto a veces guajiros doblados, meciendo el puño, silen-
ciosos como sacerdotes de una nueva religión. Lo que hacen por esos
días de septiembre es regar semillas de tabaco, tan pequeñas que si se
abriera la mano echarían a perder los viveros. Cerca de cinco millones
de ellas caben en una libra; de manera que teóricamente en cada libra de
semilla laten más de cinco mil quintales de hoja ya curada.
Así, por poco que lleve en la mano el campesino, tendrá en ella una
fortuna. Media onza que le quepa en el puño significaría, si la hormiga y
la tojosa y la ley natural de selecciones no lo estorbaran, una cosecha de
ciento cincuenta quintales del tabaco más caro que se fuma en el mundo;
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si bien él no aprieta la mano para que no se le escape la riqueza que va
meciendo al aire de las vegas: la cierra porque la diminuta semilla puede
fácilmente salir por los huecos que dejan los dedos entre sí, con lo cual
resulta más conveniente el riego sobre los viveros; y porque si la abriera,
la brisa de los campos esparciría por sus dominios, como si se tratara
también de aire, ese mínimo y oscuro vientre en que germina la planta.
Y el tabaco, pero especialmente el jugoso y rico tabaco de Cuba es de-
masiado exigente para crecer, conservando sus extraordinarios atribu-
tos, en cualquier terrón adonde lo lleve el viento.
En el mundo vegetal hay pocas plantas tan tenaces para sobrevivir.
Se da en todos los climas, se cosecha en todas las latitudes; en arenazos
casi desérticos y en zonas donde la nieve señorea. Pero el tabaco cubano,
esa calidad exquisita y única que en los cinco continentes y en los siete
mares es símbolo de pureza inigualable, demanda más atención que cual-
quiera otro producto de la Tierra. Ni la uva para obtener el mejor vino,
ni el té que beben las gargantas más delicadas requieren tanta atención,
trabajo tan continuo y variado, manipulación tan esmerada como esa
solanácea que los botánicos distinguieron, entre la gran familia de las
nicocianas, con el apelativo de “havanensis”.
Día y noche, el veguero es un esclavo del tabaco; día y noche lo cuida,
lo observa, lo vigila. Hay que roturar las tierras y abonarlas, tres meses
antes de las siembras; hay que moverlas cada quince días, para mante-
nerlas airadas y limpias; y en septiembre, alrededor del veintiuno, la se-
milla se riega en los canteros, y se esparce con extremo cuidado, porque
si se amontona las matitas nacerán débiles, comiéndose unas a otras.
Antes de que aparezca la diminuta mancha verde claro que la anuncia,
habrá que defender la semilla de las hormigas y de las tojosas. Cuarenta
días después de haber nacido, y a veces mucho más tarde, las pequeñas
matitas van sembrándose en surcos que se extienden, siempre rectos,
a una vara uno del otro. Muchas veces, todavía en los primeros días de
enero están trasplantándose matitas de los semilleros a los surcos.
Cuando el año comienza, las tierras sembradas de tabaco relumbran
al sol, como si hubiera esmeraldas oscuras esparcidas en ellas. A veces
amontonándose entre las vegas, a veces elevándose dispersas, las casas
adonde llevarán la hoja a secar aparecen en cada recodo del paisaje,

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