El umbral de sí misma

AutorJuan Bosch
Páginas99-119
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Capítulo I
El umbral de sí misma
Este pueblo se fue formando, sobre un fondo escaso de indígenas, con el
aluvión de los conquistadores hispanos y los negros esclavos. Los pe-
queños núcleos de donde irradió la naciente población cubana fueron
los centros de autoridad establecidos por los españoles, las minas –en
poco tiempo abandonadas–, y las tierras cedidas a los colonos que que-
rían trabajarlas. Igual a lo que ocurrió en toda América, indios y negros
y españoles se cruzaron entre sí. Como raza pura el indio no tardó en
desaparecer; en cuanto al esclavo, llegaba a veces a números más altos
que el español. La mayor importación negros quedó establecida, al prin-
cipio, en los alrededores de La Habana, que a fines del siglo XVI era el
punto central del desarrollo económico en los tiempos que siguieron al
fracaso de las explotaciones mineras. Por supuesto, La Habana era tam-
bién el lugar de fijación de la mayor inmigración blanca. Estas condi-
ciones cambiaron cuando se abrieron al cultivo de la caña las que hoy
son provincias de Camagüey y Oriente, pues entonces hacia allá se lanzó
también el torrente humano que podríamos llamar de importación.
En el tremendo choque de dos culturas que se produjo en América
–pues dondequiera que había indios, no importa cuál fuera su grado de
desarrollo, recibieron el impacto de la cultura hispánica–, los indios
quedaron o aniquilados o sometidos. Violentamente se les transformó
su ámbito, su religión, su concepto del régimen social y político, su eco-
nomía, su lengua misma quedó sometida a otros hasta poco antes des-
conocidos.
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Donde el indio pervivió quedó sin embargo situado en su paisaje, per-
seguido por el recuerdo de los lugares donde adoró a sus dioses, rodeado
por la historia de su raza, que se mantenía viva en los relatos, en la len-
gua, en la manera de vestir, en los alimentos; todo lo cual, aunque hu-
biera sido adulterado, tenía –y aún tiene– reminiscencias de su pasado.
Aun cuando hubiera deseado someterse a la fuerza que lo doblegaba, el
indio sustentaba la nostalgia de su vencido señorío en la contemplación
de cuanto le rodeaba. Su permanencia en el mismo suelo donde antes
floreció su cultura era un obstáculo demasiado poderoso para que pu-
diera olvidarla y aceptar la que le imponían. Así se explica que haya
regiones del continente donde a pesar de que convive con el “ladino”
mantiene su alma solitaria y adusta; siembra el maíz como lo sembra-
ron sus abuelos cinco siglos atrás, reza en su lengua materna a dioses
que tienen apariencia cristiana pero alma indígena, se niega a ver mé-
dico, porque sólo cree en el curandero de su raza, rechaza al maestro
de escuela; en una palabra, se conserva reacio a la cultura de sus con-
quistadores. Como se dice comúnmente, el indio no es dinámico en la
integración americana; es estático.
Con el negro no sucedió lo mismo. El negro fue substraído de su
ambiente; se le arrebató, de golpe, al meterlo en las sentinas de los bar-
cos que lo trajeron a América, el paisaje africano, el amigo de la infan-
cia, la madre y el padre, la fauna y la flora. Aquí no había elefantes ni
leones; los árboles en que moraban sus dioses africanos no se hallaban
en Cuba. A menudo entre la dotación de esclavos en que caía, ni siquiera
había quien hablara su lengua nativa, y sólo en los casos en que la
importación se hacia masivamente desde un mismo punto del África
era posible conservar, aunque siempre desfigurados por influencias de
otros grupos raciales parecidos, la religión de los abuelos y algunos
rudimentos del idioma.
Si el negro hubiera sido apresado y esclavizado en su propia tierra
acaso se hubiera reconcentrado en sí mismo y se conservaría hoy como
era hace trescientos años. Pero un mecanismo de defensa psicológica lo
llevó a adaptarse con gran rapidez al nuevo ambiente. Sus habituales
reacciones frente al medio africano desaparecían aquí al cabo de la se-
gunda generación por la ausencia de los estímulos que allá las desata-

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