Tres versiones de la ética judicial

AutorCarlos Ríos Espinosa
CargoInvestigador del Instituto de la Judicatura Federal
Páginas117-125

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La obra que en esta ocasión nos convoca en la sección diálogos es la que compilan los maestros Rodolfo Vázquez, Jesús Orozco y Jorge Malem. La función Judicial reúne los trabajos que fueron presentados en el Simposio Internacional sobre Jueces y Democracia, celebrado durante el XII Seminario Eduardo García Máynez, con sede en el ITAM, en septiembre de 2002. El trabajo en cuestión, abarca una gran cantidad de temas, los cuales están estructurados en tres grandes apartados: función judicial, ética judicial, y jueces y democracia.

Me corresponde el placer de comentar la segunda parte de este trabajo que está dedicada a la ética judicial. Son tres los trabajos presentados en este rubro y me parece que no sería traicionar su contenido si los caracterizamos como las versiones deontológicas, caracterológicas e institucionales de la ética judicial.

La versión deontológica estaría representada por el sugerente artículo de Martín Farrel titulado La ética de la función judicial en el cual, a partir de la clásica distinción entre los distintos planos de la filosofía moral, es decir, entre metaética, ética normativa y ética aplicada, explora las características que tendría que tener una ética de la función judicial. Para empezar, plantea Farrel, habría que hacer una descripción por lo menos

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aproximativa de la ética normativa que está supuesta cuando queremos referirnos a la ética de la función judicial, en otras palabras, se trataría de hacer la pregunta en torno a qué ética normativa debe aplicarse a esta función. Este autor acota las alternativas a tres posibilidades: una de carácter consecuencialista, otra más de naturaleza deontológica y, finalmente, la versión de la ética del carácter o de las virtudes que el autor descarta de entrada. La ética de la función judicial, según el autor, es una ética deontológica. Se trata de una versión de la ética que privilegia el respeto a los derechos sobre las consideraciones de utilidad, debido a la creencia de que existen restricciones a la persecución de lo bueno, las cuales surgen de la prioridad de lo correcto (los derechos) sobre lo bueno.

Los derechos, de acuerdo a esta ética deontológica, -señala Farrel apoyándose en Dworkin, son cartas de triunfo (trumps) frente a consideraciones de utilidad. Producir el mejor estado de cosas posible, a costa de la violación de un derecho, es algo que el juez no puede llevar a cabo. Si los derechos cuentan como restricciones a la persecución de la felicidad, no constituyen un fin a ser maximizado, por lo cual no es admisible un consecuencialismo de derechos. En consecuencia, el juzgador no está autorizado a convalidar la violación de un derecho sobre la base del argumento de que -como resultado de esa violación- será respetado un mayor número de derechos. El consecuencialismo, sin embargo, juega un papel periférico en la decisión judicial, en dos situaciones diferentes.

En primer lugar cuando existe un conflicto de derechos de igual jerarquía. En estos casos, el juez debe decidir cuál de los derechos debe prevalece aplicando un razonamiento consecuencialista. Prevalecerá aquel derecho cuyo respeto produzca las mejores consecuencias. La segunda de las situaciones aparece en aquellos casos en que el respeto de un derecho provocaría trágicas consecuencias. En estos casos deben prevalecer, según Farrel, argumentos de utilidad.

El legislador (al menos el legislador ideal) tiene siempre en cuenta a las consecuencias cuando sanciona una ley que consagra ciertos derechos. Si la ley se considera como una regla, hay buenas razones consecuencialistas para que el juez la obedezca, puesto que es probable que de la obediencia estricta del juez a la ley se sigan, precisamente, las mejores consecuencias. De ahí que el deontologismo de la ética judicial serviría en definitiva al consecuencialismo más general que se encuentra insito en el propósito del

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legislador. El juez debería seguir comportándose como un deontologista, pero ahora lo haría por motivos consecuencialistas.

El problema con las éticas deontológicas -que lo había hecho notar Hegel refiriéndose a la ética kantiana- es que prescinden por completo del carácter contextual en que los agentes morales interactúan, es decir, marginan los contenidos sociales concretos y la compleja red de motivaciones que conforman el universo moral, lo cual por cierto, vacía de contenido la acción social y sus contenidos éticos. En el caso de la ética judicial, asumir una posición deontologista supone que el juez sólo tiene una función adjudicadora de derechos, lo que redunda en la desconsideración del espacio social e institucional en el que desarrolla sus funciones. Por lo que hace al primer espacio, se constituye de contextos específicos de actuación, entre ellos el moral. El juzgador antes de ser un simple adjudicador es un agente moral complejo que tiene, al igual que cualquier otra persona, una determinada concepción de lo que es bueno, de lo que es correcto y de lo que es deseable. En tal sentido, cualquier ética judicial que se tome en serio, tiene que dar cuenta de cómo lograr una formación ética del juzgador que incida en la autocomprensión de la identidad moral. La tarea de ponderación que Farrel considera propia de los juzgadores en los casos en que exista contradicción entre derechos de igual jerarquía, presupone una identidad moral capaz de descentrarse de la propia cosmovisión ética, es decir una identidad moral compleja. Así pues, es ciertamente debatible eliminar de entrada una ética de las virtudes.1

Por lo que hace a la segunda de las dimensiones señaladas, la institucional, constituye en muchas ocasiones la piedra angular del comportamiento judicial que tiene consecuencias de naturaleza moral. Pensemos si no, en aquellos sistemas institucionales que no garantizan una independencia e imparcialidad adecuadas, en ellos sería difícil concebir a los jueces como adjudicadores de derechos.

La versión caracterológica vendría representada por el polémico trabajo de Jorge Malem. En su colaboración La vida privada de los jueces, Malem

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se pregunta en que medida es necesario restringir la privacidad de los juzgadores. En las sociedades modernas, en las que los ciudadanos en general buscan maximizar la esfera de intangibilidad de los derechos, pareciera existir la tendencia contraria respecto de ciertos funcionarios públicos. Esta relación inversa parece explicarse porque ciertas dimensiones del comportamiento privado de dichos funcionarios pueden lesionar, a veces con consecuencias irreparables, la vida y los derechos de los justiciables, es decir, trascienden a la esfera pública. La privacidad de estos funcionarios, sugiere Malem, tendría que ser inferior a la del resto de los ciudadanos.

Una de las razones que Malem ofrece para justificar su idea es que, dado que los funcionarios toman decisiones que afectan al conjunto de la sociedad, el público tiene el derecho a conocer las competencias físicas y psicológicas, las aptitudes personales y los rasgos más relevantes del carácter de los juzgadores por la influencia que estos factores pudieran ejercer en las decisiones que toman. El grado de restricciones a la privacidad de los funcionarios públicos tendría que establecerse de acuerdo al grado de autoridad ejercido, al tipo de deberes que tiene que cumplir y en concordancia con los efectos que sus decisiones pudieran llegar a tener.

Por lo que hace a jueces y magistrados, otro elemento importante que debe destacarse es el deber que tienen de aplicar e1 derecho de una forma independiente e imparcial, por lo que se debe asegurar que sus actuaciones institucionales no se sesguen por aspectos idiosincrásicos o por sus relaciones personales o sociales. Malem incluso llega a plantear que las convicciones más íntimas de los jueces tendrían relevancia para los efectos de garantizar la imparcialidad y la independencia.

Naturalmente, la cuestión que debe dilucidarse es qué parte de la vida privada de un juez adquiere significación cuando tiene que decidir. Las limitaciones que son relevantes dependen muchas veces del contexto. Malem sugiere de modo no exhaustivo las siguientes:

Una primera dimensión tendría que ver con el conocimiento del estado de salud física y psicológica de los juzgadores. Parecería, en principio, que nadie tiene el derecho a conocer estos aspectos de la vida de los funcionarios judiciales en tanto que ciudadanos, no obstante, hay que garantizar que gocen de un estado de salud aceptable para desempeñar su misión. Los funcionarios deben presentar los correspondientes certificados médicos de salud antes de acceder a su cargo.

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Ante este planteamiento cabe preguntarse si existe un patrón reconocido de salud psíquica, cuestión que el propio autor reconoce como problemática. Dejando de lado los casos límite que evidentemente inhabilitarían para desarrollar el cargo de juez, existen en el medio una gran cantidad de situaciones que no serían tan claras, por ejemplo depresiones agudas que cualquier persona experimenta a lo largo de su vida. ¿Se debe inhabilitar temporalmente a juzgadores que experimenten una depresión profunda?

Otro aspecto relevante es el atinente al consumo de ciertas sustancias como el tabaco, el alcohol u otras drogas que pueden formar parte del diseño que hacen los ciudadanos de sus respectivos planes de vida. Se suele afirmar que tal consumo no daña a terceros y que, en consecuencia, no habría razón para prohibirlo. El alcoholismo y la drogadicción, dice Malem, hacen que quienes los padezcan pierdan el control sobre sí mismos y puedan tomar decisiones injustificadamente nocivas para terceros. Por ese motivo, quienes sufren tales adicciones deben ser apartados de su cargo como jueces. El escudo protector de la intimidad aquí simplemente no existe.

Sobre este punto también serían pertinentes algunas acotaciones, ya que de estirar el hilo del argumento hasta sus últimas consecuencias, se llegaría a la conclusión de que los jueces tienen que ser verdaderos ascetas. Es obvio que respecto a cierto tipo de adicciones como el alcoholismo y la ingesta de cierto tipo de drogas, debe operar una restricción para ejercer la función jurisdiccional, pero que hay respecto del tabaco o de otras drogas -medicamentos- que resultan necesarias para la conservación de la salud de los jueces. ¿Se puede llegar al extremo de la eugenesia judicial?

Un tercer aspecto relevante que señala el autor -y que resulta en mi opinión el más debatible- se refiere a comportamientos sexuales no ortodoxos o, simplemente, no aceptados por la población. La crítica a ciertas prácticas sexuales de los funcionarios por parte de la ciudadanía no se debe únicamente a un cierto sentido de pecado, sino a la idea de la actividad del servicio público como símbolo.

Con el objeto de ilustrar su argumento, Malem expone el caso de una mujer que, ya siendo estudiante de la facultad de derecho, formó parte de las asociaciones universitarias de gays y lesbianas, haciendo pública su orientación sexual. En su profesión, esta abogada siempre defendió a

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colectivos lésbicos no sólo en los tribunales sino también en numerosos y diferentes foros: en la prensa escrita, a través de la televisión, impartiendo conferencias, etcétera. En todas sus manifestaciones dejó constancia de su apoyo decidido hacia las asociaciones de homosexuales y a la necesidad de su reconocimiento jurídico. Si la mujer fuera jueza y tuviera que decidir un asunto que trata sobre el cierre de determinados locales donde se fomenta el asociacionismo homosexual, el autor se pregunta: ¿estaría en condiciones de decidir con imparcialidad? Si de lo que se trata es de evitar toda posibilidad de sesgo en las decisiones judiciales, de asegurar la independencia y la imparcialidad del juzgador y de garantizar los derechos de los ciudadanos, habría que estar atento a determinadas formas de comportamiento sexual de los jueces que pudieran tener una influencia desproporcionada en sus fallos.

Otra dimensión más concierne al conocimiento de la ideología y las creencias morales del juez, dado que pueden constituir elementos que lastimen la independencia y la imparcialidad que han de regir en el ejercicio jurisdiccional.

En todos estos casos, los rasgos personales del juez tienen un impacto directo en su labor profesional. Pero además, la vida privada del juez puede tener también consecuencias indirectas en el ejercicio de la potestad jurisdiccional. Una de las razones que con mayor insistencia se aduce para exigir que los jueces lleven una vida privada ordenada es que no sólo deben tomar decisiones conforme a derecho y cumplir con los demás deberes impuestos por el sistema, sino que deben evitar cualquier comportamiento impropio o que tenga la apariencia de serlo. Esto se debe a que el sistema judicial se asienta en parte en la confianza que tienen depositada los ciudadanos en que los jueces tomarán decisiones imparciales, independientes y fundadas sólo en derecho. Por ese motivo, deben eludir cualquier comportamiento que tienda a debilitar ese convencimiento. En Argentina, este razonamiento ha permitido dictar distintas normas de carácter disciplinario para regular las actividades no oficiales de los magistrados.

En este orden de ideas, los jueces deben abstenerse de mantener «amistades peligrosas»; esto es, deben evitar relacionarse con personas que está probado pertenecen al ámbito de la delincuencia o que son muy cercanas al poder, hacer demostraciones de amistad con un alto grado de

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familiaridad con abogados que litigan en su tribunal, mantener relaciones íntimas con ex testigos o ex imputados en causas en las cuales intervinieron, entre otras. También deben evitar situaciones donde se vea comprometida, aunque sólo lo parezca, su veracidad, honestidad y su equilibrio como personas. Todo ello para evitar la apariencia de parcialidad o de favoritismo y estar en aptitud de mantener la confianza pública en los miembros que componen el Poder Judicial.

Malem indica que las sentencias no únicamente tienen un valor jurídico, sino que cumplen una función simbólica: la de afirmar, promocionar y reforzar los valores que el derecho defiende. Pero para que la sentencia cumpla esa función simbólica es necesario que se den una serie de condiciones, pues ¿qué tipo de autoridad moral puede tener un juez que impone penas a otros por violación de normas que él no cumple?

El propio Malem está conciente de que el tipo de ideas que explora en su artículo puede convertirse en una resbaladilla que no encuentre fin. Habría que profundizar en el tipo de consecuencias que tendrá instrumentar sistemas de control tan intromisivos en la vida privada de los jueces. Además de lesionar el sentido de independencia que deben tener los jueces ¿no podrían incluso ser utilizados para quitar del camino a jueces particularmente incómodos para el poder?

Las ideas que Malem explora en este artículo trazan un sendero tan lleno de espinas que creo es mejor no recorrer. Se trata de una ética caracterológica que en lugar de referirse al conjunto de habilidades y virtudes que el juzgador debe asumir para ejercer democráticamente la función jurisdiccional, se dirige directamente a su persona en un intento por inoculizarla y neutralizarla. La concepción que subyace a esta perspectiva es la que equipara a la función jurisdiccional con una especie de sacerdocio burocrático, que por cierto no está en su marco institucional. Los jueces son los símbolos de los oficiantes del derecho, tarea imposible de cumplir para cualquier persona normal y que con frecuencia redunda en la anomia moral de los juzgadores y en la promoción de actitudes ritualistas y despersonalizadoras. Como plantea Zaffaroni (1994) la adaptación a los condicionamientos institucionales -distintos a los procedimientos de responsabilidad que son, sin duda, indispensables- conduce a un deterioro psíquico, al abandono de la articulación de una visión crítica de la

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administración de justicia y al aparente abandono de toda ideología. Esa "neutralización" de la ideología conduce a la adopción encubierta de otra ideología más regresiva, a la internalización de las pautas de una corporación burocrática que más que conducir a la imparcialidad y a la independencia, lo que produce es que los jueces persigan a toda costa la estabilidad en el cargo. Flaco favor se hace al estado de derecho si se favorece que jueces sumisos, aparentemente neutrales, sean quienes administren justicia. La neutralidad no significa despojarse de cualquier toma de posición.

Para terminar me referiré al excelente trabajo de Julia Barragán titulado Decisiones judiciales y desempeño institucional. En este texto, Barragán persigue la visualización de responsabilidades de los jueces que, a pesar de no ser explícitas, son de capital importancia para la construcción de un lenguaje de confianza social en las instituciones judiciales, lo cual contribuye también a hacer más bajos los costos de transacción en las interacciones sociales. Existen dos tipos de responsabilidades que son pertinentes para cumplir esos objetivos, la legal y otras de naturaleza más difusa. Barragán reconoce que en estas últimas es sumamente difícil reconocer el conjunto de reglas que generan confianza, a diferencia del nivel de legalidad que es el que con mayor frecuencia se utiliza para evaluar el desempeño de las instituciones. Todas las instituciones persiguen preservar el valor de la confianza colectiva porque constituye una condición de autopreservación de la propia sociedad y del funcionamiento de las instituciones.

Barragán reconoce en su artículo que a pesar del empleo de cuidadosos diseños institucionales, se encuentra peligrosamente generalizada la ausencia de confianza entre los actores sociales, situación que lleva a interacciones como las modeladas en el conocido Dilema de los Prisioneros. En ese famoso modelo analítico elaborado por Tucker, dos ladrones llamados Al y Bob son capturados cerca de la escena de un robo y son acusados por la policía. El modelo está diseñado para observar el modo en que los actores sociales actúan en contextos en los que se posee información limitada, lo cual deriva en que a pesar de la actuación racional de los mismos, paradójicamente se obtienen resultados colectivos e individuales subóptimos porque la acción no está dirigida a la cooperación.

A partir de las elaboraciones teóricas de los autores que desarrollaron la teoría de los juegos, Barragán intenta mostrar como el incremento en

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la información produce que los agentes sociales aumenten la tendencia a actuar cooperativamente y produzcan la maximización del bienestar colectivo. En el contexto de la función judicial, el aumento de la información se produce al considerar la sentencia como evento público.

La forma de resolver los litigios y los mecanismos de argumentación que se emplean en las sentencias, constituyen las mejores herramientas para la transmisión y estímulo de la confianza. Entre los rasgos que contribuyen para el logro de esa finalidad está la transparencia en la información, la cual se manifiesta en la disposición del juez para considerar exhaustivamente las piezas probatorias, y asociar tal consideración con los argumentos utilizados en la sentencia; así como el respeto por la autonomía de los sujetos que se hace explícita en la capacidad de las sentencias para incorporarse a la deliberación práctica de los destinatarios, a pesar de que los mismos puedan disentir con su contenido.

Estos rasgos constituyen un mensaje suficientemente claro para aumentar el conocimiento común de quienes interactúan socialmente y, consecuentemente, maximizar las actitudes cooperativas de los agentes sociales. La forma en que se elaboran las resoluciones judiciales es un mensaje que transmite las creencias valorativas de las autoridades normativas, en este caso los jueces, de su respeto a las reglas del derecho, aumentando con ello los niveles de confianza de la población.

Referencias

Thiebaut, Carlos (1996), "Sujeto moral y virtud en la ética discursiva", en Cuestiones morales, Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Madrid: Trotta, pp. 23-49.

Zaffaroni, Eugenio Raúl (1994), Estructuras Judiciales, Argentina: Ediar.

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[1] Una ética de las virtudes leída en clave moderna sería la que por ejemplo nos propone Carlos Thiebaut en su texto "Sujeto moral y virtud en la ética discursiva" (1996).

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