La puerta luminosa

AutorJuan Bosch
Páginas11-29
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Capítulo I
La puerta luminosa
De codos sobre la baranda de la terraza, en el aeropuerto de Rancho
Boyeros, esperaba yo a un amigo que debía llegar pronto. Serían las
nueve de la noche, y la brisa de mayo mecía a lo lejos el airón de
las palmeras, que bajo la brillante luna chorreaban por todas sus hojas
luz de plata. Era difícil apreciar, entre el vaivén de la gente y el resoplar
de los aviones, la majestuosa soledad del cielo cubano, que resplande-
cía de horizonte a horizonte, metálico y azul.
Yo había llegado al aeropuerto pensando cómo lograría infundirle
a mi amigo, desde el primer momento, ese hechizo de La Habana que de
años antes llevaba yo en la sangre. Sabía bien que vista desde el aire la
ciudad tiene un embrujo especial; se ve allá abajo parida de luces, como
una mujer que muestra carnes rozagantes al resplandor de las mejores
joyas. Pero sabía también que cuando se vuela sobre ella en la noche
se pierde ese encanto único del paisaje que rodea a la capital; la vista
de los campos sembrados de caña, de tabaco o de papas, con las altivas
palmeras haciendo centinela aquí y allá, mientras entre los cuadros de
los más variados tonos verdes irrumpe el color rojo, casi morado, de las
tierras en barbecho, y las pardas y blancas manchas de los bohíos des-
perdigados en medio de la llanura.
Para ayudarme fulgía arriba tal noche, con esa especie de saludable
brillo que sólo en los trópicos tiene, una luna entera y enorme, al favor
de la cual vi acercarse el avión, lo vi alejarse hacia el noroeste, buscando
el rumbo de Santa Fe, y cuando retornó, saliendo por el oeste, listo a
aterrizar, ya tenía yo un plan para deslumbrar a mi amigo con la pre-
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sencia de la ciudad, la más vital y atractiva de cuantas capitales puede
recorrer un hombre como aquél, que venía desde Buenos Aires camino
de Montreal, esto es, desde las grises pampas del trigo hasta la ordenada
tierra de las nieves. Lo que mi amigo vio esa noche en poco más de una
hora de recorrido lo dejó hechizado para siempre. Cuantas veces nos
hemos encontrado después he sentido en su voz, al hablarme de La
Habana, esa especie de amargura que tiembla en el fondo de las nos-
talgias de buena ley.
La Habana es la puerta luminosa de una isla fascinante. Cuando se
entra en Cuba por ella todo el resto del país queda impregnado con
el encanto de la capital; cuando se llega a la isla por otro punto cada sor-
presa del paisaje parece ir preparando al visitante para el encuentro
con La Habana. Es una ciudad encantadora, algo así como una mucha-
cha espléndida que se hubiera criado paganamente correteando por los
bosques y quemándose al sol de las playas, sólo preocupada por llenar
cada hora con el júbilo de vivir sin importarle de dónde procede ni qué
le reserva el porvenir.
Para conocer la raíz misma del alma habanera es de gran importan-
cia comprender que sobre esta capital no gravita pasado riguroso alguno.
La ciudad ha hecho durante cuatro siglos su vida con entera libertad
de protocolos nobiliarios o de limitaciones inquisitoriales; ha crecido
en sí misma con total independencia de alma, jocunda y briosa. Nadie
sabe qué día ni dónde se fundó; nadie, por lo menos, puede atestiguar
con documentos legítimos que nació en tal fecha y en tal lugar.
En la regulada atmósfera de la Conquista esto es un acontecimiento,
puesto que las pragmáticas reales para el establecimiento de villas en
América son precisas y no admiten desvíos. España descubre un mun-
do nuevo en los años finales del siglo xv, precisamente cuando allá se
estaba creando un gran Estado absoluto. La lucha contra el libre albedrío
de los señores regionales, la voluntad de gobernar con nuevos métodos
sobre los restos del imperio árabe, la de unificar bajo la mano de Cas-
tilla a los pueblos de la Península; todos esos propósitos determinan el
mantenimiento de una poderosa voluntad regimentadora. América es
el escenario ideal para forjar un mundo distinto. En América no podían
producirse los burgos de añeja formación, nacidos y desarrollados al

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