De Jibacoa a las montañas orientales

AutorJuan Bosch
Páginas71-95
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Capítulo IV
De Jibacoa a las montañas orientales
Sobre una carretera de desvío –muy buena, ciertamente– es fácil ir de
Jibacoa a Matanzas cruzando por Aguacate, en cuyo pequeño y agrada-
ble parque he estado alguna vez admirando, a la luz del amanecer, una
estatua a la madre.
La enorme bahía de Matanzas resplandece bajo el sol: la ciudad,
tierra de poetas, de escultores y de artistas, se extiende por las orillas del
mar y trepa lentamente las colinas. A un costado, cavado en enorme
anfiteatro de monte está el Valle del Yumurí, cantado por los rapsodas,
lleno de luz, tierno en los colores, por cuyo centro se desliza un río que
a poco andar desemboca en las aguas de la bahía.
Siguiendo la línea de la costa se advierten en las cercanías gigantes
moles de una gran fábrica de artisela levantada por dos hermanos de
origen estadounidense. La gente de Matanzas dice que es la mayor del
mundo. Pudiera ser. Por lo menos, como es muy moderna, produce
barato y vende en el propio Estados Unidos. En los días de ensayo uno
de los hermanos propietarios me enseñaba en sus oficinas de La Habana
cierto dorado tejido salido de las complicadas máquinas, y yo me des-
lumbraba como un niño admirando el brillo metálico y la finura de la
fibra con que habían sorprendido mi ignorancia en la materia; y otro
día, a bordo de su yate, mientras su gentil esposa nos servía un whisky
con soda, el hermano menor me contaba que llevaban ya catorce millo-
nes de dólares invertidos en la planta; y esto, un año antes de que empe-
zara a producir.
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Matanzas es bastante grande y activa, pero como la riqueza se ha
distribuido mucho en Cuba, aunque haya aumentado, esta región no
parece tan activa como lo fuera en los últimos años del pasado siglo y
en los primeros del actual: puerto de embarque para el azúcar de toda
la zona, en la bahía pululaban los barcos; por sus llanuras cruzaban los
trenes de cañas y de mercancías. La bahía se ve ahora vacía. Los enor-
mes caserones palaciegos de otros días se han convertido en casas de
vecindad; el gran Teatro Sauto, cuyo esplendor fue proverbial, ha dege-
nerado en sala cinematográfica. La ciudad merece todavía su título de
Atenas de Cuba, porque su gente es fina, culta, agradable, y conserva
con esmero sus viejas bibliotecas y su amor por las letras y la música.
Pero el atractivo para el extranjero se ha desplazado hacia otro lugar de
la provincia, hacia Varadero, que queda hacia el oeste, en la costa norte
de la pequeña península de Hicacos.
De Matanzas a Varadero se va por la orilla del mar, utilizando la Vía
Blanca, y entonces se cruza algún que otro pequeño pueblo de pesca-
dores o se dejan atrás manchones de pinos que crecen en las arenas; o
se va por la carretera central y en Coliseo teatro de una célebre batalla en
la guerra última contra España, se toma un desvío para dirigirse, norte
franco, a Cárdenas. De Matanzas a Coliseo ondulan, interminables, los
sembrados de caña; de Coliseo a Cárdenas se ven los obscuros horizon-
tes poblados de henequén. La gran bahía de Cárdenas está cerrada al
oeste por la península de Hicacos; de manera que desde los muelles de
la ciudad es posible ver a la distancia los techos de las casas de Vara-
dero. Llena de trajín, Cárdenas –en cuyos cielos ondeó por vez primera
la bandera de Cuba, en mayo de 1850–, tiene calles rectas y anchas; y
en una época, cuando por vez primera la visité, un comité de mil ve-
cinos recogía dinero para mantenerlas asfaltadas.
En Cárdenas tuve entonces una extraña experiencia. Visitaba yo una
casa de salud y hallé que uno de los médicos andaba desesperado porque
se le moría una enferma y necesitaba transfundirle sangre. No había
por aquellos días bancos de sangre ni se conocía el plasma sanguíneo.
“Yo soy donante universal, doctor, y puedo ofrecerle la cantidad que
necesite”, le dije. Casi antes de que terminara, el médico me espetó esta
pregunta: “Cuánto cobra por quinientos gramos?” “¿Cobrar?”, inquirí

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