La ética en el pensamiento de Nicolai Hartmann, y la virtud cardinal de la templanza en el actuar del juzgador

AutorJorge Higuera Corona
CargoMagistrado del Primer Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Sexto Circuito
Páginas49-79

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I Introducción

En una oportunidad reciente tuvimos ocasión de abordar la ética conforme a la doctrina de Max Scheler, y referirnos a la prudencia como virtud cardinal en el ser del juzgador (Higuera, 2005:1-49), a ese trabajo nos remitimos para ubicar el lugar de la ética dentro de la filosofía y a su definición etimológica y conceptual.

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Existe consenso entre los estudiosos de esta rama filosófica fundamental (Bochenski, 1977:161-173 y 230-244; Dappiano, 2004:1; y García Máynez, 2004:190, 424 y 432), en que los dos representantes más importantes de la ética material de los valores o axiología fenome-nológica objetivista, son Max Scheler (1874-1928) y Nicolai Hartmann (1882-1950), quienes coincidieron como catedráticos, por invitación expresa de aquél a éste, en la Universidad de Colonia, Alemania, de 1925 a 1928, y si bien la doctrina ética scheleriana tiene mayor reconocimiento (Bocheñski, 1975:72-73), uno de los más fieles alumnos de Hartmann, que siguió a éste en su traslado en 1931 de Colonia a la Universidad Humboldt de Berlín, y que años después se convirtió en el filósofo mexicano del Derecho más reconocido: Eduardo García Máynez (Dappiano, 2004:6-7), llegó a opinar de su gran maestro lo siguiente:

En el año de 1926 fue también publicada la Ética de Nicolai Hartmann, para nosotros el mejor tratado sobre cuestiones axiológicas escrito en este siglo (García Máynez, 1949: 205).

En nuestra opinión creemos que ambos autores son unos gigantes del pensamiento, el líder inicial fue, y en buena medida siguió siendo, Scheler (2001:1-758), pero Hartmann hizo aportaciones importantes, a grado tal que aquél en su último libro, La posición del hombre en el cosmos, adoptó la teoría hartmanniana de la gradación o estratificación, para concebir al ser humano no como un ser libremente fluctuante, sino como un ser estratificado (Dappiano, 2004:14), concepto esencial en el pensamiento de Hartmann que veremos más adelante.

La obra monumental de Nicolai Hartmann abarca seis volúmenes relativos a la ontología, como doctrina metafísica del ser y de sus formas; tres volúmenes componen su Etica: el primero trata de los fenómenos morales (1932:1-343), el segundo de los valores morales (1932: 1-476), y el tercero de la libertad moral (1932:1-288); sus elocuentes lecciones de filosofía impartidas a finales de los años cuarenta, dan lugar a su Introducción a la Filosofía (1969:1-215); además de varios libros más, incluyendo la publicación postuma de su Estética.

Su estilo es profundamente objetivo, reconoce hasta dónde es posible avanzar con cierta seguridad en la precisión de sus categorías conceptuales,Page 51y en que punto del conocimiento humano, sea ontológico o axiológico, aún falta evolucionar, además de que su estructura argumentativa es muy convincente, por ello compartimos las palabras de Bochenski (1977: 230), quien dijo de Nicolai Hartmann que:

[...] su fuerza se halla en la finura del análisis y en la capacidad, no demasiado frecuente entre los alemanes, de poder presentar sus ideas en una forma clara que impresiona por la lucidez y hondura concretas. Sería inútil buscar en él giros retóricos o poéticos: mantiene siempre, en grado máximo, un tono objetivo y científico. Sus trabajos son verdaderos modelos de exactitud escueta y de solidez científica.

Esta introducción tiene como finalidad denotar por qué elegimos a este autor, de quien, cuando se conoce su pensamiento filosófico en general y axiológico en particular, es fácil prendarse, porque realiza su exposición de manera tal que inevitablemente mueve a sus lectores a una reflexión seria y profunda, sobre los distintos conceptos categoriales que analiza; por ello nos adherimos a su pensamiento, que se expondrá, de manera condensada, en los siguientes parágrafos.

II Teoría de la estratificación

En 1940 se publica el tercer volumen de la Ontología de Nicolai Hartmann, traducido en español como La fábrica del mundo real, en el que desarrolla su teoría de la estratificación, elaborada con el fin de comprender el puesto del ser humano en la naturaleza, y que en su cúspide desemboca, linda o confluye con el reino de los valores, con el mundo de la ética, de ahí la necesidad e importancia de referirnos a ella, para lo cual seguiremos la versión abreviada contenida en su Introducción a la Filosofía (1969:119-143), páginas a las que nos remitimos para la siguiente exposición, que no es literal sino asimilada.

Nuestro autor parte de la observación de que el ser humano está inserto en el mundo real que lo circunda e influido constantemente por éste, el cual no se agota en una uniforme y única forma de ser, sino que constituye una gradación o estratificación, que no debe confundirse con los grados de los entes superiores de que consta el mundo, que son: la planta,Page 52el animal, el ser humano, la nación, etcétera, quienes están a su vez ellos mismos estratificados.

De manera total existen en el mundo real cuatro estratos, a saber: el de la materia o de lo inorgánico, el de lo orgánico, el de lo psíquico y el del espíritu, el primero es el de mayor extensión, en orden ascendente entre más alto el estrato menos extenso es; así, únicamente sobre una reducida parte del ser inorgánico se instaura el orgánico, y a su vez solamente en los organismos más altamente desarrollados surge lo psíquico, y dentro de los seres vivos animados sólo hay una especie en la que existe espíritu.

Las formaciones del estrato superior se componen de las del estrato inferior en una relación de sobreconformación, en la que nada se pierde de las formaciones del estrato inferior, sólo a condición de que la estructura categorial sea la misma en ambos estratos, así sucede por ejemplo con las categorías de espacio y tiempo: al igual que la materia el organismo es también una formación espacial y temporal. Sin embargo, así como pasan todas las categorías del estrato inorgánico al orgánico, existen también en éste categorías que todavía no habían aparecido en aquél, una categoría nueva que aparece en el estrato superior se denomina novum. En lo orgánico surgen como nuevas categorías el metabolismo, la asimilación, la desasimilación, la reproducción de los individuos singulares y la autorregulación del proceso que se traduce en la salud del organismo, pues su falta de autorregulación conduce a la enfermedad. Estas nuevas categorías no excluyen las formaciones de naturaleza inferior, sino que a las antiguas categorías les dan una forma más alta, alcanzando así una relación de sobreconformación.

En ascenso, sobre lo orgánico se eleva el estrato de lo psíquico, que aparece ya como conciencia, sin llegar a ser todavía el espíritu. Lo psíquico descansa en los dos estratos inferiores, aun cuando no puede componerse de formaciones de lo inorgánico ni de lo orgánico, es decir, los actos del ser psíquico: pensamientos, sentimientos, voliciones, deseos y'anhe-los, no están formados de átomos, ni moléculas, pertenecen a un mundo interior, inmaterial, inespacial, e inaprehensible matemáticamente, como sí lo es en los estratos inferiores. Las leyes naturales que rigen en éstos, en su mayor parte dejan de actuar en aquél, no se trata ya de una relación de sobreconformación como la que se produce entre el estratoPage 53inorgánico y el orgánico, sino de una sobreconstrucción, en la que lo psíquico indudablemente está vinculado con el estrato material físico, pues sin éste no puede existir, pero a la vez es completamente distinto de él. La relación de sobreconstrucción se diferencia de la de sobrecon-formación, porque en la primera solamente parte de las categorías del estrato inferior pasan hasta el superior, por ejemplo las categorías de causalidad, tiempo, proceso y estado, presentes en los estratos inorgánico y orgánico, pasan al de lo psíquico.

En lo más alto, el estrato del espíritu se distingue del estrato de lo psíquico por su supraindividualidad, pues por esencia toda esfera psíquica es individual, el ser humano no puede intercambiar su conciencia ni los contenidos psíquicos de ésta por la conciencia y su contenido psíquico del prójimo; en cambio el espíritu es, en sentido amplio, común. El novum o categoría nueva más importante en este estrato supremo, es la conservación por medio del transmitir y recibir, así comunes son el espíritu de una época, de una nación, las leyes morales vigentes en una época, la religión, dado que no se inventa su moral o su religión el individuo humano, sino que cada quien recibe algo del ser espiritual que lo rodea: únicamente por la transmisión de generación en generación es posible la persistencia del espíritu, éste no se hereda, sólo puede heredarse la disposición para él, del mismo modo que el individuo trae consigo la disposición para hablar, pero el lenguaje que aprende es el del lugar en el que le toca vivir, recibe lo que se le transmite debido a que crece dentro de la esfera común del lenguaje, y así es con todo lo que cae dentro del dominio del ser espiritual, crece y se conserva mediante el transmitir y el recibir.

El individuo por sí mismo no necesita encontrar los elementos del ser espiritual, sino solamente aceptarlos, pero tiene que apropiárselos a través de un esforzado proceso, de lo contrario no es posible la persistencia del espíritu. La transmisión del lenguaje se efectúa por medio de un simple crecer dentro de él, la de la ciencia y las artes a través de un continuo aprender, y la de la moral por acogimiento de la generación joven, que pasa por situaciones que piden una decisión y toma parte en las valoraciones de la generación anterior, debido a que en cada etapa de su vida el ser humano es susceptible de nuevos valores.

Otra categoría indispensable del estrato superior del espíritu es la objetividad, condición necesaria para que pueda tener lugar el conocimientoPage 54en general. Las categorías del ethos, que son los más relevantes de los actos trascendentes: el amar y odiar, el respetar y despreciar, el obrar y padecer, la imputación de culpa y mérito, así como el verdadero libre albedrío, son actos espirituales y como tales sólo posibles en una esfera coherente del ser espiritual. La conciencia primitiva y la de los animales superiores está guiada de un extremo al otro por los actos del querer tener, del acometer y del huir, así como del evitar; únicamente la conciencia del espíritu se puede liberar de los intereses del impulso vital, precisamente a través de los actos trascendentes.

El ser humano, la sociedad y el proceso de la historia son formaciones que atraviesan los cuatro estratos antes referidos, puesto que lo que es válido del mundo como un todo, el cual no puede explicarse por la unidad de un principio único, sino que descansa en un complicado entrelazado de categorías, es válido también del hombre, de la sociedad y del proceso de la historia.

En la exposición original se describe el sistema conformado por las ocho leyes categoriales fundamentales, que por razón de espacio aquí ya no podemos abordar, para concluir que la importancia de mostrar la constitución estratificada del mundo, es cómo se entienda ésta, a fin de descubrir cuál es el aspecto efectivo de la unidad del mundo, no a través de una concepción simplista, sino profundamente meditada, que permita comprender que el mundo es una unidad pero no por obra de un principio solo, no por mérito de una única fuerza determinante que lo produzca todo desde un punto de arriba o de abajo, sino que el mundo es la unidad de un sistema extremadamente complejo.

III Posibilidad, necesidad y efectividad respecto de los valores

Cuando las condiciones de la posibilidad se dan en su totalidad, generan a su vez la necesidad, sin que ambas sean lo mismo; sin embargo, están indisolublemente ligadas, a tal punto que una efectiva posibilidad real sólo se produce junto con la necesidad, por lo que todo lo que en el mundo real llega a ser posible, también llega a ser efectivo, puesto que con la posibilidad completa está ya dada la efectividad.

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Ser realmente posible significa que todas las condiciones de las que depende un suceso determinado tienen que estar cumplidas, así en el estrato inorgánico, por ejemplo, una roca redonda está sobre una zona en declive, a la que nada más algún obstáculo retiene de rodar cuesta abajo; muchas condiciones para que la roca resbale están dadas: el plano inclinado, la torma redonda de la piedra, la fuerza de la gravedad, etcétera, únicamente taita el impulso, y sólo cuando éste vence el obstáculo, esto es, cuando se cumplen todas las condiciones, es posible que la roca ruede cuesta abajo, generándose esa necesidad que junto con la posibilidad real se tornan en efectividad.

En cambio, dentro del estrato del espíritu, el dominio ético de los imperativos es una región en que se separan la posibilidad y la necesidad, porque el deber ser es una impulsión en dirección de algo, una compulsión, y sin embargo se puede obrar en contra de ella, ahí sobresale la necesidad respecto de la posibilidad, esta última en el deber ser es incompleta, solamente se dan algunas de sus condiciones, por ejemplo, el ser humano es perfectamente capaz de hacer el bien, pero para poder llevarlo a cabo efectivamente, aún tiene que vencer sus propias pasiones, inclinaciones e impulsos, que obstaculizan el sendero de la acción buena, lo que implica que la cadena de las condiciones que llega a hacer posible la efectividad de los valores morales todavía no está producida por completo. Por ello cuando un valor pide su efectuación o realización, reclama el enlace de la cadena de condiciones en su totalidad, es decir, exige que se haga posible lo que todavía no llega a ser tal. (Hartmann, 1932, Vol. I:303-314).

IV Valores morales y valores de bienes

En los valores morales hay una doble referencia, en primer lugar a una persona como portadora de ellos (sujeto activo), dado que únicamente un ser que es libre, que es capaz de querer, obrar, proponerse y efectuar fines, abrigar intenciones y sentir valores, puede desplegar una conducta moral; y en segundo lugar a una persona como objeto pasivo, ya que si todo valor moral es el valor de una conducta, ésta siempre es una manera de conducirse con alguien. Los valores están referidos a un ser humano que se decide por ellos y con su acción los realiza en el mundoPage 56real; pues si los valores pudieran efectuarse a sí mismos el ser humano sería superfluo y no tendría ninguna misión moral que cumplir.

Los valores de bienes están enlazados a las cosas y las relaciones entre ellas, pero es inevitable vincularlos con los valores morales, debido a que éstos están fundados en valores de bienes o valores de organización, por ejemplo, lo criminal del robo radica en que el ladrón despoja de bienes y no solamente de cosas; por el contrario, el valor de la honradez está en el respeto a los bienes ajenos.

Los valores morales son autónomos frente a los valores de bienes sobre los que se fundan, en mayor medida que la de un estrato real superior frente al inferior. Los valores de bienes ya no retornan en los valores morales: si una persona devuelve a alguien un objeto que se le perdió, para el interesado resulta un valor de bienes, el valor moral recae en quien lo devolvió.

Asimismo, la altura del valor moral de una acción es independiente del valor de bienes al que se refiere la acción, debido a que el valor moral se eleva con la magnitud de la empresa, con la hondura y honradez de la intención, mas no con la altura del valor de bienes: se puede invertir mucho trabajo en un pequeño detalle, y en cambio se puede hacer un gran regalo sin esfuerzo alguno, indudablemente el valor moral de la primera acción es mayor.

También la realización del valor moral es independiente de la realización del valor de organización: si alguien quiere demostrar su amor con obras, es irrelevante en la realización del valor moral el éxito efectivo o el que se produzca efectivamente el estado de cosas buscado, lo relevante es únicamente la seriedad del propósito puesto en marcha, la hondura de la intención. (Hartmann, 1932, Vol. II:155-170).

V Ética de la intención y ética del éxito

La ética solamente es posible como ética de la intención y no como ética del éxito, pues únicamente si se tuvieran a disposición todos los medios para realizar el estado de cosas buscado, se estaría en condiciones de medir el valor moral de una acción por el éxito, lo que no acontece en la realidad; por ello la intención es fundamental en el mundo de los valores. El obrar siempre se refiere a lo que se acerca desde el futuro, es laPage 57base de toda ética bien fundada: lo que es posible en el futuro, siempre lo es en una esfera desconocida, en virtud de que todo lo que hace el ser humano, a su vez tiene también consecuencias tales que no puede preverlas, motivo por el cual debemos mantenernos lejos de toda ética del éxito, y solamente juzgar al que obra por el sentido o el espíritu de su obrar.

En toda acción hay que distinguir estrictamente entre el valor objeto de la intención (el valor de bienes o de organización), y el valor mismo de la intención (el valor moral); así: es moralmente bueno no quien quiere simplemente serlo, sino quien quiere un objetivo bueno, no el fariseo que obra moralmente para poder brillar a la luz del valor de que se trate, sino el en verdad moralmente bueno es aquel que obra partiendo de una genuina actitud moral. Es así como dentro de ciertos límites los valores como tales pueden ser objeto de intención, pues si el ser humano no pudiera aspirar en forma directa a ser moralmente bueno toda educación sería imposible, el dominio de sí sería inexplicable si no pudiéramos desprendernos de nuestros vicios y apropiarnos las virtudes, como la diligencia, la lealtad al deber, el amor del orden, la conciencia de responsabilidad, etcétera.

Lo anterior explica cómo el enseñante que quiere educar a su alumno para el sacrificio y la generosidad, no tiene que ser él mismo sacrificado y generoso en sus aspiraciones pedagógicas, y si los valores que se tiende a que realice el pupilo son la veracidad y la honradez, éstos tampoco se dan en el valor de la intención del enseñante. Lo mismo acaece si se aspira a realizar un arquetipo moral, en el que el valor de esta aspiración es distinto del valor del arquetipo mismo.

Aquí sigue vigente la ley de la no identidad del valor al que se aspira y el valor de la aspiración, lo único que varía es que en lugar del valor de bienes aparece un valor moral, esto es, el valor objeto de la intención y el valor de la intención en sí son ambos valores morales, pero no el mismo.

Hay, sin embargo, valores de bienes de los que el ser humano sólo puede apartarse pero no moverse hacia ellos, como la juventud, la ingenuidad, el candor, la gracia natural y en cierta medida también la belleza, los cuales únicamente puede perder cuando los tiene, pero no recuperarlos cuando los ha perdido; y asimismo existen valores moralesPage 58a los que el ser humano no puede aspirar ni realizar, como por ejemplo la pureza y la inocencia, una vez que se pierden estos valores, cuando la persona ha salido de la infancia y de la inexperiencia, se van irremediablemente, se puede tener nostalgia de ellos, pero no es posible la intención de poseerlos, ni tampoco pueden realizarse aspirando a efectuar valores de organización: el mérito moral, en tratándose de estos valores, solamente radica en conservarlos. (Hartmann, 1932, Vol. II:30-43).

VI La virtud de la medida y la antigua virtud de la Sophrosyne

La cuestión fundamental de la ética es ¿qué debemos hacer?, así como la pregunta ¿qué es el bien? El eudemonismo respondía a esta última con la palabra felicidad, entendida como placer, lo que la hace de un carácter muy dudoso si ha de ser un principio ético. Platón (1989:494-511) ponía por encima de toda una serie de ideales de virtud (la valentía, la templanza, la sabiduría y la justicia), la idea del bien, como algo común a los otros valores, sin que pudiera caracterizarse el bien más que indicando los valores de virtud que abarca por debajo de sí. Aristóteles (2003:33-47) definía a la felicidad como la actividad del alma que se dirige a la virtud, y a ésta como la disposición que despliega el ser humano para llegar a la cima moral, de tal manera que no es el niño en su inocencia el feliz, sino el adulto que se hace dueño de todos los conflictos a los que está sujeto el común de los mortales.

Al ser humano en la vida real lo empujan múltiples y profundas pasiones, que pueden precipitarlo en la perdición si se entrega a ellas sin límite, sin moderación alguna, por ello Aristóteles habló de la virtud de la medida, unida al concepto aún más antiguo de la sophrosyne, que es la medida interna que no se deja apartar de lo que debemos y tenemos que hacer.

La virtud de la medida hace frente a nuestras pasiones e impulsos y nivela el placer y el desplacer, se encuentra en el medio entre dos extremos: uno es el desenfreno, en que nos entregamos ciegamente a nuestros impulsos, el otro es la insensibilidad, el estado de un ser humano que no tiene pasiones y, por tanto, no necesita dominar nada, extremo en el que tampoco hay una conducta éticamente valiosa.

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La alta virtud1 de la sophrosyne2, para los antiguos significaba la capacidad de dominarse psíquicamente a sí mismo, de modo tal que no sean los impulsos lo decisivo en la propia vida psíquica, ni el placer o desplacer, ni los apetitos naturales, sino algo que se encuentra por encima, que ordena y pone límites. Esta virtud puede alcanzarse únicamente cuando trente al desenfreno se despliega el dominio de sí, si se dispone además, en oposición a la insensibilidad, de una capacidad de reacción emociona] plenamente desarrollada, es decir, de una vida bien lograda afectivamente. Desde el enfoque de la teoría de la estratificación, es factible que la psique logre poder sobre lo material y orgánico, que someta al cuerpo a la norma de su ser superior espiritual, tal como lo expresaron claramente los antiguos con la alta virtud de la sophrosyne.

Detrás de cada virtud se ocultan siempre dos valores, puesto que no es la virtud un valor en oposición a dos falsos valores, sino más bien una síntesis de dos valores, porque a cada falso valor le hace frente un valor, por ejemplo, al falso valor de la cobardía se enfrenta el valor de la intrepidez, v al falso valor de la temeridad se opone el valor de la cautela: no la intrepidez sola, ni sólo la cautela, constituyen la virtud de la valentía, sino únicamente ambas juntas, es decir, para alcanzarla se requiere más que un aislado momento de valor. Lo mismo sucede con el falso valor del desenfreno al que le hace frente el valor del autodominio, y al falso valor de la insensibilidad se opone el valor de la capacidad de reacción emocional plenamente desarrollada, sólo ambas constituyen la alta virtud de la sophrosyne. Ello evidencia que solamente se está ante un valor moral cuando se produce una síntesis, una conciliación de dos valores en la conducta efectiva del ser humano, síntesis que le da su verdadero sentido. (Hartmann, 1969:141-148).

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VII Órgano del valor o sentido de la altura axiológica

Cuatro factores condicionan el puesto del ser humano en el mundo:

  1. La facultad de la previsión, que le permite en cierta medida alcanzar a vislumbrar el futuro y a ver el pasado.

  2. La facultad de la predeterminación o de la actividad dirigida por fines, que es el poder de hacer transitar a los sucesos de manera distinta de aquella en que transcurrirían por sí, es decir, de corregirlos.

    Previsión sin predeterminación no solamente es algo sin sentido, sino además una carga insoportable, como se ilustra en la mitología griega con el triste destino de Casandra (Escobedo, 2002:56), quien preveía todos los males pero no podía cambiar nada en ellos, al no ser creída por nadie.

  3. La libertad, como facultad de decidirse por una u otra cosa, ya que el ser humano no está determinado como un simple proceso natural, por la mera confluencia de la situación externa y la interna, sino que puede libremente decidirse por varias posibilidades, no simplemente estar abierto a ellas, debido a que no puede pasar por una situación sin tomar una decisión y realizar algo con ella, incluso si omite toda acción, pues los errores y las omisiones también son decisiones.

  4. El don de la vista para los valores, como un órgano del valor que permite ver lo que debe suceder y lo que no debe suceder, con independencia de que suceda en efecto.

    En la Ética hartmanniana de relevancia primordial es la teoría de que el ser humano tiene un sentido de la vista para los valores, que está dotado de un órgano con el que puede aprehender los valores. Para Kant (2001:31-44) el órgano con que el ser humano percibe el requerimiento moral es la razón, la cual es la capacidad de percibir dicho requerimiento como un mandato que parece evidentemente bueno. Sin embargo, a esta percepción de la razón se le enfrentan las tendencias antimorales, las inclinaciones y pasiones del ser humano como ser sensible que es, lo que da lugar al surgimiento de un conflicto entre el deber y laPage 61inclinación, que muestra la imperfección del individuo humano, puesto que se encuentra siempre expuesto al riesgo de tomar el camino equivocado. A diferencia del animal que está determinado por los instintos, el ser humano no cuenta con ninguna guía segura en las situaciones que debe afrontar, necesita de una especie de dedo señalador que le indique lo que debe hacer, siendo ese indicador el valor moral percibido por la razón; pero los valores no deben determinar por sí al ser humano, sino solamente iluminarlo, para que éste sea realmente libre los valores tienen que ser una instancia trente a la cual pueda decidirse, por ello la facultad del conocimiento de los valores se atribuye únicamente al adulto, que llega a esa etapa cuando empieza a sentirse y a hacerse responsable de sus propios actos, sólo al discernir el bien del mal llega a existir como ser moral. Resulta así claro que es necesario tener un estado de madurez desarrollado para aprehender los valores.

    Con la vista para los valores el ser humano puede percibir, desde el reino del valor, el requerimiento que le manda obrar de un modo distinto del que le exigen sus inclinaciones y sus impulsos naturales, pero al no estar sometidos a los principios del valor como a las leyes naturales, podemos obrar contra ellos tanto como somos capaces de realizarlos. Los valores piden que seamos distintos de lo que somos efectivamente, pero no tienen la fuerza para imponerse, las leyes naturales que no admiten excepciones son más fuertes, chocan así en el ser humano dos determinaciones diversas: la determinación natural representada por lo que se entendía por inclinación y posteriormente como impulso, y la determinación de las leyes del valor con su requerimiento categórico; ambas pretenden determinar una y la misma acción humana.

    En un estadio primitivo la conciencia era solamente un órgano, como los demás, que estaba ai servicio de los impulsos para la conservación propia, como el hambre, el impulso sexual, únicamente en tanto deviene espiritual se vuelve la conciencia libre de compulsión, sólo en esta etapa superior puede sentir requerimientos distintos de los de las leyes naturales, solamente entonces comienza en ¡a conciencia moral del ser humano la lucha entre el deber y la inclinación.

    El sentido del valor es un sentimiento inmediato de lo que es más valioso y de lo que tiene menos valor, por ello puede llamársele también el sentido de la altura axiológica. (Hartmann, 1969:111-115).

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VIII ¿Relativismo de los valores?

Ya desde la época de los sofistas en el siglo V antes de nuestra era (Abbagnano, 2004:990), surge el grave problema de la ética referente al relativismo de los valores, derivado del hecho de que la moral está sometida en el curso del tiempo a un cambio constante, a grado tal que hay una pluralidad de morales, cada una de las cuales, además, cree ser la única válida y en saber lo que es el bien, por ello la cuestión fundamental de la ética no solamente debe inquirir ¿qué es el bien?, sino también ¿en qué reconocemos el bien?, sin poder simplemente remitirse para contestar a la tradición y a los convencionalismos.

Como punto de partida advertimos que si aun los mandamientos prescritos por una voluntad superior no iluminan al ser humano, éste no los obedecerá, sino que incluso se revelará contra ellos, puesto que los principios del valor únicamente pueden lograr poder sobre nosotros si nosotros mismos vemos su justificación, si nuestro sentimiento del valor los aprecia justificados precisamente tal como se dirigen a nosotros, exigiéndonos algo.

El sentimiento del valor es la instancia decisiva, no basta el mero adoctrinamiento en el dominio de la moral, pues éste no puede imponerle nada a la conciencia, sino sólo extraerle lo que ya está contenido en ella, debido a que los principios del valor solamente pueden verse a prior3, aun cuando esta visión apriorística se da en un proceso apos-teriorístico, en el tropezar el ser humano en la vida con lo efectivo impregnado de valores, en el ver puestos en acto los principios del valor, así con frecuencia se aprehende el valor justamente en su contrario, en el falso valor: por ejemplo, a un estudiante puede abrírsele el valor de la justicia, cuando su compañero es tratado injustamente por el maestro, en esta situación está dado el falso valor, pero se ve el valor.

Muchos valores requieren un alto grado de madurez del ser humano para poder alumbrarse ante el sentimiento del valor, pues rto por todos ni en todo tiempo es posible verlos; por ejemplo, es necesariaPage 63madurez psíquica para superar el egoísmo natural -de un valor no muy alto-, y con ello poder alcanzar a ver y a efectuar el valor del amor al prójimo. Otro alto valor que no es innato es el ser de fiar, que sólo puede adquirirse en el curso del tiempo, así para Nietzsche4 el ser humano es el ser que puede prometer (1980:13), y por arriba del valor del amor al prójimo (próximo) pone el amor al lejano (1980:53-54). Lo relevante es que una vez que el ser humano ha aprehendido un valor, que sabe que la fidelidad, el ser de fiar, la amistad, etcétera, son valiosos, ya no los puede olvidar, y si llega a obrar contra ellos, se llena de culpa y su conciencia moral lo acusa, al caer con todo su peso sobre el las consecuencias de sus actos, sin dejarlo descansar.

En el curso de la historia entran en las diversas etapas evolutivas nuevos valores en la conciencia de la colectividad, se prefieren en ellas distintos valores que dominan la moral, por ejemplo, la moral de la valentía imperó en el estadio juvenil y guerrero de los pueblos, después al empezar la organización interna de la comunidad, otros valores alcanzan el predominio, como la justicia, luego el sacrificio de sí mismo, la sabiduría, la lealtad, el amor, la grandeza moral, etcétera; de modo tal que asi como hay un madurar del sentimiento del valor en el individuo humano, también existe un madurar del órgano del valor en la humanidad entera, sin que ello siempre signifique un progreso, debido a que hay una cierta estrechez de la conciencia del valor que hace que ante la nueva aprehensión de valores se pierdan, caigan en el olvido, valores anteriormente comprendidos y estimados, ya que siempre que entra en la vida humana un nuevo grupo de valores, parece como si Riera el único dominante, y si bien puede darse un ensanchamiento de la estrechez de la conciencia del valor, siempre será un ensanchamiento limitado, dado que sólo somos capaces de aprehender un sector del reino del valor, mientras que somos ciegos para los restantes valores.

En la mutación de la moral lo que cambia son los sectores, la mirada para ei valor válida para las personas de una época forma una especie dePage 64círculo de luz dentro del reino del valor, los valores así iluminados son los vigentes para esa época; en una época posterior, en la que se descubren nuevos valores pero se pierden antiguos, resulta iluminado por el haz de luz otro campo del reino del valor; en una época subsiguiente se mueve una vez más el círculo de luz hacia otro sector distinto, y así sucesivamente. Lo anterior significa únicamente que hay un peregrinar de la mirada para el valor por el plano de los valores existentes en sí, lo cual explica la pluralidad y caducidad de las morales.

A este fenómeno del peregrinar de la mirada para el valor es lo que se ha llamado relativismo del valor, partiendo del falso supuesto de que en la mutación de la moral perecerían y surgirían los valores mismos, cuando en realidad lo único que sucede es el desplazamiento de la mirada para el mundo del valor, pues los valores no se inventan ni se destruyen, sólo se descubren o se olvidan. Es así como se resuelve con gran sencillez el agudo problema del relativismo de los valores: el abrirse a nuevos valores y el cerrarse a los pasados es una nueva moral.

A diferencia del conocimiento teorético en el que no se pierde nada de lo descubierto en tiempos anteriores, sino que lo recoge todo en beneficio del progreso constante; la conciencia del valor pierde por un lado lo que ha ganado por el otro, de tal manera que en la moral no hay ese progreso, ese continuo almacenar siempre nuevos conocimientos, puesto que la moral es únicamente una fuerza positiva con la que se orienta el ser humano mientras vive en su corazón, si sale de ahí deja de ser vigente, podrá después ser objeto del saber pero con la que ya no se podrá ser capaz de sentir, por ello la conciencia del valor no es una conciencia teorética, como para poder guardar dentro de sí todas las morales anteriores. (Hartmann, 1932, Vol. I:206-216).

IX Valores superiores e inferiores

En toda situación éticamente relevante existe un conflicto de valores, un enfrentamiento entre al menos dos valores, y la decisión del ser humano no puede recaer nunca en favor de todos los valores, pues cuando se inclina por uno o unos, lesiona otro u otros, lo que lleva en principio a significar el bien como el preferir el valor superior y el mal como el preferir el inferior; sin embargo, de ello no se sigue que para ser moralmentePage 65buenos tengamos que aspirar en todas las circunstancias al valor superior, puesto que en algunos casos es imperativo dar preferencia a los valores inferiores, debido a que como son los más fuertes por ser fundamentales para nuestra existencia, resultan condiciones de los superiores: así, quien no se encuentra en situación de conservar simplemente la vida, no está en condiciones de poder alcanzar valores superiores; y quien padece hambre y frío no puede deleitarse con valores espirituales. El derrumbamiento de los valores inferiores trae consigo también la aniquilación de los superiores. Desde esta perspectiva no solamente los valores superiores requieren que se los prefiera, sino también los inferiores, aquéllos por su especial altura y éstos por su carácter fundamental.

Los valores inferiores no exigen tanto, ni siquiera su realización, dado que normalmente están ya ahí, sino sólo su conservación, el que no sean lesionados. El requerimiento de que por aspirar a los valores superiores no debemos descuidar su fundamento que son los valores inferiores, se evidencia en la incongruencia de una persona que posee altos valores morales, pero lesiona constantemente valores inferiores, las virtudes que pueda tener no resultan verosímiles, y es que el valor superior se vuelve vacío sin el fundamento del inferior: una genuina moralidad exige solidez desde abajo.

Del mismo modo como es imposible una verdadera conducta ética que se preocupa únicamente por realizar los valores superiores, resulta mísera la vida moral cuando queda reducida al limitado círculo de los valores inferiores, el cuidarse de no lesionar los valores inferiores sólo tiene sentido cuando se une con el aspirar a los valores superiores: aquéllos son simplemente los cimientos de la moral, éstos son los únicos que le dan pleno sentido. Se comprende entonces cómo el imperativo de no lesionar los valores inferiores tiene exactamente el mismo sentido del requerimiento de realizar los valores superiores, la tendencia a preferir el valor inferior no está en contradicción con la tendencia a preferir el superior, sino que se complementan.

A todo valor se opone un contravalor, sin que aumenten o disminuyan con ¡a misma intensidad: con el aumento de la altura de los valores se vuelven menores los contravalores, acercándose al punto cero o de indiferencia, es decir, a los valores superiores corresponden contravalores más insignificantes, y a los valores inferiores contravaiores de más peso.

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Así, al mayor mérito de la realización de un valor superior corresponde en su incumplimiento una falta más insignificante, y a la culpa más grave que se genera al lesionar un valor inferior, pero fundamental, corresponde en su realización un mérito menor: por ejemplo, si merece una alta estimación el realizar los valores del amor al lejano, la virtud dadivosa o el amor sublime, no puede siquiera considerarse el no realizarlos como una falta moral, ya que no es posible exigir de todos tales virtudes; en cambio, si el asesinato es el más grave de los crímenes, no representa mérito alguno el respetar la vida ajena.

Ante la dificultad para fijar una jerarquía dentro del dominio de los valores morales, se presenta el dilema de cómo puede el ser humano resolver la cuestión de cuál es el valor superior que en las distintas situaciones exige su realización. Las decisiones que se tomen al respecto no pueden depender de la mera reflexión, sino que tienen que provenir directamente del sentimiento del valor: no es intelectualmente que una persona prefiere un valor en perjuicio de otro, sino que su sentimiento del valor le indica cuál debe preferir, siendo ello un íntimo secreto no desentrañable para el intelecto.

Hartmann retoma el concepto esencial de Scheler (2001:151-179), referente a que el valor superior es aquél cuya realización va unida a la satisfacción más profunda, no en el sentido de placer sino de una vivencia de cumplimiento, pues la satisfacción procurada por bienes materiales se queda invariablemente en la superficie, por más intensa que pueda ser. La instancia para distinguir la altura de los distintos valores en relación unos con otros, tan relevante para nuestras decisiones morales, es el sentimiento del valor, que nos permite discernir de inmediato lo que es más valioso de lo que tiene menos valor, es el llamado sentido de la altura axiológica.

Cuando el sentimiento del valor se abre y aprehende un valor, éste aboga por sí mismo, sin que esa aprehensión sea neutral, sino que siempre impele a efectuarlo; pero para que sus decisiones puedan ser morales la voluntad tiene que ser libre frente al valor visto por aquél.

Es así como el sentimiento del valor es el único órgano que nos liga con los valores y nos da un criterio para distinguirlos y discernir sus diferencias de altura, pero al mismo tiempo descansa en una base apriorística, ya que el sentimiento del valor y el patrón de medida inma-Page 67nente a él son un presupuesto general de los fenómenos morales, por lo que éstos no surgen empíricamente. El sentimiento del valor se manifiesta de manera primordial en el fenómeno de la conciencia moral: la voz que amonesta y después de realizado un acto juzga, condena, provocando ios remordimientos de conciencia, no puede más que existir a priorí; esa conciencia moral hace requerimientos, señala ideales, en oposición a la experiencia, y el hecho de que se desarrolle con el tiempo, al igual que el sentimiento del valor, no es una objeción ni contra la existencia en sí de los valores ni contra su aprehensión apriorística, del mismo modo como las relaciones matemáticas se conocen sin educación, incluso muchos no las llegan a comprender nunca y, no obstante, existen en sí y se intuyen apriorísticamente.

Y así como la incapacidad de algunos para comprender las leyes matemáticas no niega su existencia en sí, la ceguera de algunos para los valores no significa más que la falta del sentimiento del valor para determinados valores, o el embotamiento frente a ciertos valores que se provoca por la repetición frecuente de una falta específica que los lesiona, con lo que se oscurece su mirada para el valor lesionado. En contraste hay también un ejercer y aguzar la mirada para los valores, que llega a registrar entre ellos incluso finos matices. (Hartmann, 1932, Vol. 11:44-53).

X La libertad y la voluntad moral

La libertad se manifiesta de un estrato a otro: lo orgánico es capaz de algo que no puede hacer lo inorgánico, la materia sólo se mueve hacia el lugar al que se la impele, mientras que el animal está en condiciones de moverse por sí mismo; hay además una cierta libertad del ser psíquico frente al orgánico; y, por último, existe una distancia sustancial entre lo psíquico y lo espiritual, que radica en la libertad de decidirse en pro o en contra de algo, de no estar inserto simplemente en el tejido de los impulsos y las pasiones, sino de ser, pasando por arriba de ellos, de aguda visión para los requerimientos del reino de los valores.

El animal se limita a las formas de reaccionar que le están ordenadas por sus instintos, es ajeno al especial carácter de la situación en que cae el ser humano, no se extravía, lleva a cabo lo que es necesario para suPage 68propia conservación y la de su especie, guiado por las leyes naturales que lo rigen.

En cambio, en el ser humano la situación viene sobre él, irrumpe en él, una vez que se encuentra inmerso en una situación ya no lo deja en libertad, no puede ni retroceder ni saltar a una dimensión distinta, sino que necesariamente tiene que pasar por la situación. El ser humano es libre porque puede decidirse de una o de otra manera, ya que la situación no le indica cómo debe actuar, sino sólo que tiene que obrar, lo fuerza a la actuación de la libertad, pues le está impuesto el decidirse, cómo lo haga, es para él libre, e incluso si no hace nada también es una decisión en el ámbito ético, como en la parábola del buen samaritano: el sacerdote y el levita que pasan de largo junto al asaltado y maltratado, no hacen nada, pero no obstante se tornan culpables en sentido ético.

Los rasgos característicos del obrar son tres:

El primero consiste en que el obrar es una conducta frente a las personas o un manipular con cosas en referencia al prójimo, pero también lo es frente a un animal o una planta, si se los considera equiparables con personas.

El segundo radica en que el obrar es aquella actividad en que la persona no está simplemente determinada por la situación en que ha caído, por las leyes de su naturaleza, sus instintos específicos y sus impulsos naturales, sino por algo trascendente como es la consideración del bien y el mal, debido a que no hay libertad únicamente para el bien, sino sólo a la vez y concomitantemente para el mal.

El tercer rasgo del obrar se vincula con el tiempo, puesto que el pasado y también el presente que acontece en este momento son inalterables, de modo tal que queda abierto para el obrar solamente el futuro, siendo determinable exclusivamente lo que aún está por arribar, dentro de una medida muy limitada, que sin embargo resulta esencial para hacer posible el obrar.

Para Kant (2001:46-94) la libertad sólo es posible en sentido positivo, fue el primero en reconocer que en un mundo determinado finalmente no puede hablarse de libertad, por ser un sistema cerrado sin margen para ella, pero sí en uno determinado causalmente, dado que elPage 69nexo causal no es un complejo cerrado de componentes, sino que está abierto a determinaciones ulteriores. Lo que no vio es que la voluntad no tiene que ser libre solamente trente a los sucesos o series causales que afronta, sino que es necesario ser libre frente a los principios morales mismos, va que para que el ser humano sea efectivamente libre tiene que poder decidirse en pro o en contra de cada valor. Así, por un lado, no puede abolir el proceso causal en que está inmerso, sólo es capaz de añadirle algo; y, por otro, no pueden los valores determinar al ser humano, pues ello significaría que lo determinarían del mismo modo como las leyes naturales lo hacen con la hoja que cae, suprimiendo cualquier posibilidad de libertad. En Kant la voluntad pura solamente puede ser la voluntad moral y sólo en tanto se rige por sus propios principios, de ello deriva la ley fundamental que al respecto sostuvo en los siguientes términos: "Obra de modo que la máxima de tu voluntad pueda, al mismo tiempo, valer siempre como principio de una legislación universal" (Kant, 2001:29); sin embargo, no advirtió cómo podría esa voluntad transgredir los principios que se da a sí misma, es decir, dónde estaría esa otra instancia que debe existir si se quiere atribuir efectivamente libertad al ser humano, la que pueda decidirse en pro o en contra de la ley moral. Esa instancia es el querer, que frente al deber ser tiene libertad: ésta únicamente es posible para el bien y para el mal, si una voluntad solamente puede dirigirse al bien, no es libre, pues una voluntad moral supone siempre la libertad de decidirse. Así, además de la libertad kantiana en sentido positivo, si la voluntad tiene frente a los requerimientos de los mandatos morales la elección entre regirse por ellos u obrar en su contra, si es capaz de tomar decisiones, se trata de una libertad negativa; esto es, la voluntad puede ser libre en un doble aspecto: positivamente frente a la predeterminación causal y negativamente frente a la ley moral. (Hartmann, 1932, Vol. III:137-142 y 182-201). (Cfr. Fromm, 1971:1-345).

XI Teleología del mal y del bien

Otra interrogante fundamental en la ética plantea el siguiente problema: ¿cómo es que el ser humano no obra exclusivamente conforme a los valores morales, sino que también hace el mal?

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Al no poder ser determinado por los valores el ser humano se ve obligado a crear en cada momento y a examinar constantemente su manera de obrar, para hacerlo en forma recta, pero es un ideal tan alto que nunca se llega a alcanzar, está en la esencia de la moral el no imponerse jamás del todo, y al mismo tiempo aun cuando al ser humano se le haga consciente un ideal moral, a través de su sentimiento u órgano del valor, no siempre puede aspirar a él, ya que aunque frecuentemente ve el bien, por flaqueza no es capaz de realizarlo.

Para los antiguos el extraviarse del camino de la virtud estaba fundado en la ignorancia, así Sócrates creía que nadie hace el mal por el mal mismo, solamente la ignorancia y el error pierden al ser humano induciéndolo a cometer el mal, creyendo que porque hay ante él un bien al que aspira, el mal no es tal sino que le parece bueno. Desde este enfoque la virtud sería simplemente lo mismo que el saber y podría enseñarse; sin embargo, no basta con el mero saber, hay una especie de poder tentador que extravía al ser humano inclinándolo al mal, incluso en contra de lo que sabe claramente que es el bien. Esa tendencia al mal y la capacidad de seguir también la ley moral, convierte al ser humano en el campo de batalla de dos poderes: la inclinación y el deber.

Si calificáramos de moralmente buenos a los actos dirigidos a valores, y de moralmente malos a los actos dirigidos a contravalores, el bien sería la teleología del valor y el mal la teleología del contravalor; pero ello es inexacto porque el ser humano nunca tiende al mal como tal, si llega a obrar contra el valor lo hace solamente para alcanzar con ello alguna otra cosa valiosa, por ejemplo, el ladrón codicia un valor de bienes, en él fija su atención eclipsando el mal que hay en su obrar. Así, el ser humano no pone la mirada directamente en el mal, cuando incurre en éste lo hace por afán de algún valor, pero lesionando un valor superior. Lo anterior no justifica ni minimiza la efectuación del mal, sino sólo trata de arrojar luz para la comprensión de cómo aun en los casos más extremos, ante el individuo humano que obra mal se cierne un bien al que aspira y que lo ciega para reconocer que el valor que lesiona con su actuar es superior. (Hartmann, 1932, Vol. I:283-304; y Vol. II:171-191). (Cfr. Fromm, 1975:1-596; 1977:1-179; y 1980:1-269).

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XII La virtud cardinal de la templanza

La Real Academia Española (1992:1957) la define así:

Templanza. (Del lat. temperantia) f. Rel. Una de las cuatro virtudes cardinales, que consiste en moderar los apetitos y el uso excesivo de los sentidos, sujetándolos a la razón. Moderación, sobriedad y continencia.

Cada una de las cuatro virtudes cardinales5 son principio de otras, sobre las cuales giran las demás, de ahí deriva su nombre, pues cardinales proviene del latín cardo - cardinis que significa gozne (Omeba, 1996, T. XIII:725; y T. XVII:710-711).

Para Platón (1989:509) la templanza no puede tener más principio que el consistente en:

[...]la amistad y armonía que reinan entre la parte que manda y las que obedecen, cuando estas dos últimas están de acuerdo en que es la razón a quien corresponde mandar, y no le disputan la autoridad.

En Aristóteles (2003:84-89) la templanza no concierne a todos los placeres corporales, sino sólo a los que resultan del comer, del beber y del sexo.

La concibe como:

[...]un término medio respecto de los placeres, dado que tiene una relación menor y distinta con los dolores. Y en los placeres se muestra también la intemperancia [...] la templanza y la intemperancia o desenfreno tienen por objeto los placeres de que participan también los demás animales, causa por la que los placeres parecen serviles y bestiales.

Para Hartmann (1932, Vol. II:249-252) el autodominio inmanente en la templanza es un valor independiente, que está en el interés de alcanzar la armonía espiritual interna. La templanza no significa lo sobreentendido como puramente negativo, como un rechazo de supresión, como si lo natural fuera nada más que malo.

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Los instintos, impulsos, emociones y pasiones naturales del ser humano no tienen un valor neutral, son valiosos en cuanto tales, sólo se vuelven contrarios al valor cuando aquél les concede el dominio exclusivo y cuando se desvían de su dirección natural. En oposición el ascetismo suprime la esfera de los deseos que es el material para la construcción de la vida emocional interna del ser humano, de su esencia espiritual, de ahí que nada tenga que ver con el significado ético de la templanza. Esta es exactamente lo opuesto de exterminio: es reconstrucción, es apertura de la vida afectiva por sí misma, su realización, su transformación orgánica, su avance en armonía, el abrigar la creación y protección de su florecimiento. Cierto es que los impulsos y pasiones pueden ser tiránicos, cada uno de ellos tiende a excluir a los otros y a extenderse a sí mismo a su propio costo, así la fuerza conservadora de la energía emocional representa un peligro interno, el ser humano en este sentido está amenazado por sí mismo desde su interior, ello hace que el equilibrio sea inestable.

El lado negativo de la templanza está dirigido exclusivamente contra el exceso, la falta de balance, el estado de encontrarse dividido contra sí mismo. El lado positivo es el autodominio, es la posesión del poder sobre los impulsos y pasiones, es la virtud de la proporción del bien interior, de la transformación positiva de la vida emocional y su valoración desde el punto de vista de unificar y guiar.

Una peculiaridad de esta virtud es que en un alto grado puede ser adquirida, desarrollada y transmitida a otros, su carácter esencial consiste en llegar a convertirse en rectora interna sobre la parte de la naturaleza del ser humano aun sin un dominio, dicha autoconquista puede ser adquirida en pequeñas cosas, la propia disciplina puede llegar a ser la autocorrección, el espontáneo autodominio y guía para escoger fines sobre inclinaciones. La mera obediencia adosada con sumisión a una voluntad ajena, hace que la persona humana no esté lista para una vida activa, pues para ello necesita ser capaz de autodirigirse de manera independiente. En la construcción del carácter la disciplina es solamente la base, el entrenamiento de las energías más bajas dentro del ser humano, es sólo un prerrequisito para preparar el ámbito para las cualidades morales más altas.

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XIII La templanza en el actuar del juzgador

De lo hasta aquí expuesto se puede advertir que la moderación de los apetitos que caracteriza a la virtud cardinal de la templanza, es mucho más amplia de como la concebía Aristóteles, pues los impulsos y pasiones como tuerzas naturales que existen y se manifiestan en el interior del ser humano, abarcan un radio de acción que no se restringe únicamente a los placeres del comer, del beber y del sexo, que dejan de ser valiosos en cuanto tales sólo cuando el individuo humano los lleva al exceso, cuando les concede el dominio exclusivo sobre sí mismo y permite su desviación de su dirección natural; sino que comprenden todas aquellas conductas que caen en el exceso y que, por ello, atenían contra la armonía espiritual interna, la cual constituye un elevado estado del ser temperante.

En el actuar del juzgador no se pueden separar los ámbitos de su vida pública y de su vida privada, como ser integral que es desarrolla una conducta acorde con su armonía espiritual interna que se manifiesta en todo momento, que lo unifica y guía para realizar fines valiosos, por estar en el dominio de sus instintos, impulsos, emociones y pasiones naturales que inevitablemente se mueven dentro de él, pero que su ser temperante le permite, por un lado, evitar caer en el exceso, en la falta de balance, en el dividirse contra sí mismo y, por otro, alcanzar el autodominio, la autoconquista sobre esas poderosas fuerzas naturales, transformándolas positivamente, en una especie de sublimación, para el bien interior de su vida emocional.

La función y el cargo que desempeña el juzgador son a tal grado relevantes socialmente, que de él o ella se espera y hasta se exige un comportamiento ejemplar, porque quien está investido de la facultad de dirimir los conflictos legales, de decir el Derecho, de dar razón a unos y negársela a otros, de tomar decisiones que trascienden a la circunstancia total de los contendientes, beneficiándolos o afectándolos significativamente-por la esencia misma del proceso que tiene que desplegar para resolver-, no puede ser más que una persona con un alto grado de madurez, de sólida armonía espiritual interna, que actúa con moderación al unísono tanto en su vida pública como privada.

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Resulta oportuno aquí evocar a Piero Calamandrei (1995:255-256), quien al reflexionar sobre la importancia del actuar del juzgador opinó lo siguiente:

La misión del juez es tan alta en nuestra estimación, la fe en él nos es tan necesaria, que las debilidades humanas, que no se notan o se perdonan en cualquier otro tipo de funcionarios públicos, parecen inconcebibles en un magistrado.

No hablamos de la corrupción o del favoritismo, que son delitos; sino de las más leves esfumaturas de flojera, de negligencia, de insensibilidad parecen, cuando se encuentran en un juez, graves culpas.- [...] Los jueces son como los integrantes de una orden religiosa: se necesita que cada uno de ellos sea un dechado de virtudes, si no se quiere que los creyentes pierdan la fe.

La reflexión anterior comprende todas las virtudes, por ello resulta ilustrativa para el tema que aquí tratamos, referente a una de las virtudes cardinales, como es la templanza, fundamental en el actuar del juzgador.

XIV La templanza dentro del código de ética del poder judicial de la federación

En el Código de Etica del Poder Judicial de la Federación, aprobado en el mes de agosto de 2004 por los Plenos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Consejo de la Judicatura Federal, así como por la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, aun cuando no se hace alusión en forma explícita a la virtud de la templanza, su presencia se evidencia al ser ésta una de las cuatro virtudes cardinales, que funge como gozne de otras virtudes que giran sobre ella, al igual que sobre las tres restantes, como hemos visto con antelación, de modo tal que se contienen en el mencionado Código de Ética Guando menos dos virtudes estrechamente relacionadas con la virtud fundamental de la templanza, incluidas en su capítulo V, relativo al arquetipo de la excelencia, y que son las siguientes:

  1. El juzgador se perfecciona cada día para desarrollar las siguientes virtudes judiciales: [...]

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    5.11. Decoro: Cuida que su comportamiento habitual tanto en su vida pública como privada, esté en concordancia con el cargo y función que desempeña.

    [...]

    5.16. Sobriedad: Guarda el justo medio entre los extremos y evita actos de ostentación que vayan en demérito de la respetabilidad de su cargo.

    Como se aprecia claramente de la transcripción anterior, estas dos virtudes judiciales definidas en el Código de Etica del Poder Judicial de la Federación, penden del gozne que les da sustento y que es sin lugar a dudas la virtud cardinal de la templanza, puesto que para ambas su denominador común es la moderación en el actuar del juzgador, esa medida interna que no se deja apartar de lo que debemos y tenemos que hacer, que ordena y pone límites. Está implícita en ellas la apertura de la vida afectiva por sí misma, su avance en armonía. En estas dos virtudes judiciales que analizamos, se advierten ambos lados que integran la templanza: el negativo, contra el exceso, la ostentación, la falta de balance, por ello se apela a la concordancia y al justo medio; y el positivo, hacia el autodominio, el despliegue del poder sobre los impulsos y pasiones, por ello se enfatiza el cuidado en el comportamiento integral del juzgador, no sólo en el ámbito cotidiano de su función pública, sino también -y de manera inescindible- en el ámbito de su vida privada.

    En la virtud del decoro el exceso radica en un comportamiento dominado por los impulsos y pasiones, que imposibilita la concordancia, en el sentido de armonía, con la honorabilidad del cargo y la respetabilidad de la función encomendadas al juzgador; y el autodominio consiste no en un simple rechazo de aquellas fuerzas interiores naturales, sino en su reconstrucción para alcanzar una vida afectiva plena, que permita de manera espontánea lograr la concordancia referida.

    Por su parte, en la virtud de la sobriedad el exceso está en los actos de ostentación en que puede incurrir el juzgador en su actuar, que demeritan la respetabilidad de su cargo; y el autodominio se manifiesta en la proporción del bien interior que permite guardar el balance, el justo medio entre los extremos, a fin de evitar esos actos de ostentación.

    Asimismo, la virtud cardinal de la templanza se nos revela en los puntos 3.1. y 4.1. del referido Código de Etica, contenidos en sus capítulosPage 76III y IV, relativos a los principios rectores fundamentales de la ética judicial de la objetividad y el profesionalismo, que señalan lo siguiente:

  2. Es la actitud del juzgador frente a influencias extrañas al Derecho, provenientes de sí mismo. Consiste en emitir sus fallos por las razones que el Derecho le suministra, y no por las que se deriven de su modo personal de pensar o de sentir. Por tanto, el juzgador:

    3.1. Al emitir una resolución, no busca reconocimiento alguno.

  3. Es la disposición para ejercer de manera responsable y seria la función jurisdiccional, con relevante capacidad y aplicación. Por tanto, el juzgador:

    4.1. Se abstiene de cualquier acto que pueda mermar la respetabilidad propia de su cargo, tanto en el ámbito público como en el privado.

    Como se ve, en el primer supuesto antes transcrito, el exceso está en la avidez de reconocimiento que el juzgador pueda padecer; y el autodominio en moderar la pasión por sobresalir, que puede afectar su objetividad. En el segundo caso, el exceso radica en el efectuar actos que mermen la respetalidad del cargo mismo de juzgador, en los ámbitos tanto público como privado; y el autodominio en la autoconquista integral de su vida afectiva en armonía, que deviene en guía espontánea para escoger fines valiosos sobre inclinaciones, que de suyo lleva a la respetabilidad tanto del cargo como de la persona que lo encarna, por estar indisolublemente ligados en el actuar dentro de la esfera de los actos éticamente relevantes.

    El análisis así efectuado, comprueba que la virtud cardinal de la templanza se encuentra inmersa dentro del Código de Etica del Poder Judicial de la Federación, dando sustento a otras virtudes judiciales que giran a su alrededor, e incluso se manifiesta en algunas conductas reguladas en los capítulos previos al propiamente destinado para albergar las virtudes judiciales, evidenciando con ello su carácter fundamental indispensable en el campo de la ética.

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XV Conclusión

El recorrido sucinto que hemos realizado a través del pensamiento de Nicolai Hartmann, nos permite contar con más elementos para la reflexión acerca de las cuestiones fundamentales de las que se ocupa la etica, así podemos ahora discernir con mayor claridad los valores morales de los valores de bienes; la intención, la voluntad y la libertad morales; y la forma como opera el sentido de la altura axiológica. Conocimos cómo se supera el relativismo de los valores, así como la complementa-ción existente entre los valores superiores y los inferiores, y cuál es la teleología del mal y del bien; hasta llegar a la virtud cardinal de la templanza, sabiendo ya su identidad con la antigua virtud de la sophrosyne. Todo lo cual nos dio la oportunidad, con pleno conocimiento de causa, de reflexionar sobre la templanza en el actuar del juzgador, así como evidenciar su presencia en el Código de Etica del Poder Judicial de la Federación. Asimismo, el análisis aquí efectuado nos permite ver no sólo la solidez v consistencia del pensamiento de Nicolai Hartmann referido al reino del valor, sino que, además, con su entusiasmo y sus enseñanzas hace que aflore la motivación para seguir profundizando en su obra y, al mismo tiempo, para conocer otros pensadores que han hecho aportaciones igualmente importantes en el campo de la axiología: si el presente trabajo contribuyera en algo para activar esa motivación, su finalidad estaría colmada con creces.

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[1] En la antigüedad el término común para decir virtud era arete, que en un principio solamente significaba "aptitud".

[2] La sophrosyne es la virtud que con el tiempo llegaría a conocerse como templanza.

[3] El conocimiento a priori va únicamente a lo general, sin tomar en consideración lo individual tal como está dado en cuanto real; y el conocimiento a posteriori va. directa y exclusivamente a lo individual, a la vivencia singular que tiene lugar en un espacio y tiempo precisos.

[4] Digno de encomio es el rescate que Hartmann hace de las aportaciones realizadas por Nietzsche respecto del reino del valor, con su visión del amor al lejano, del ser que puede prometer y la virtud dadivosa, no obstante -o precisamente por ello-que Nietzsche se autodenominaba un "inmoralista" (Nietzsche, 1983:44 y 150).

[5] Las virtudes cardinales son: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.

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