Las muletas morales del ciudadano en la democracia

AutorErnesto Garzón Valdés
CargoUniversidad de Maguncia
Páginas69-86
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Las muletas morales del ciudadano
en la democracia
Ernesto Garzón Valdés*
Pienso que es plausible suponer un consenso generalizado según el cual la democracia
es, desde el punto de vista moral, el mejor de los sistemas políticos. Sin embargo, no
obstante esta coin cidencia valorativa, los argumentos a los que se recurre para funda-
mentar este juicio son muy diversos y una buena parte de ellos distan mucho de ser
convincentes.
En lo que sigue me propongo recordar dos justif‌icaciones supuestamente auto-
suf‌icientes de la democracia entendida simplemente como gobierno de la mayoría;
procuraré demostrar que ninguna de ellas es satisfactoria (I). Presentaré seguidamente
limitaciones subjetivas a la volun tad mayoritaria, es decir, al derecho de sufragio del
ciudadano en la democracia e intentaré po ner de manif‌iesto su insuf‌iciencia (II). Fi-
nalmente propondré limitaciones objetivas que, en mi opinión, son las “muletas mo-
rales” que el ciudadano necesita para comportarse dignamente en la democracia (III) .
I
Las siguientes son dos justif‌icaciones supuestamente autosuf‌icientes de las decisiones
mayoritarias que constituirían en sí mismas el núcleo de la democracia:
I.1. Una razón utilitarista: la satisfacción de las preferencias de la mayoría asegura
un mayor cuantum de felicidad social. De acuerdo con esta concepción, lo relevante es
la satisfacción agregada de los deseos de las personas s in que importe cuáles sean estos
deseos y quiénes los sustenten. En este sentido, la versión utilitarista podría prescindir
de una determ inada concepción de lo bueno ya que cada cual cuenta como individuo
* Universidad de Maguncia.
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y nada más que como tal, sin que im porten sus convicciones morales. Además, como
se conf‌iere prioridad a los deseos de las personas y no a sus intereses, la regla de la
mayoría democrática constituiría una buena garantía en contra de todo intento de
paternalismo o, de lo que sería peor aún, de perfeccionismo. La regla de la mayoría o,
si se pref‌iere, el consenso mayoritario sería, en este sentido, el mejor antídoto contra
la dictadura.
Cuanto mayor sea la suma de los deseos satisfechos, tanto mejor. El consenso ma-
yoritario sería garantía de la felicidad social en su conjunto.
I.2. Una razón epistémica: es más difícil que la mayoría se equivoque. Si se acepta
la existencia de verdades políticas, se dice, habría que admitir entonces que si cada
votante tiene la tendencia a adoptar la decisión correcta, es mayor la probabilidad de
que la decisión colectiva sea la correcta cuando cuenta con la aceptación de un núme-
ro apreciable de votantes.
Esta argumentación fue formulada en el siglo XVIII por Condorcet y recogida en
nuestro tiempo expresamente por Carlos S. Nino. Veámosla más de cerca.
En la concepción de Condorcet, la búsqueda de la verdad política es la razón para
la acción del Homo suffragans. De lo que se trataría es de la búsqueda colectiva de la
verdad, es decir, de lo probablemente verdadero. La pluralidad de personas que emiten
su voto permitiría inferir que la probabilidad de error es menor que la probabilidad
de verdad.1 A diferencia de lo que sucede en la argumentación utilitarista, el Homo
suffragans no expresa primordialmente un deseo sino un juicio de verdad. Las leyes
votadas por la mayoría serían la formulación más cabal de una renovación del pacto
social originario y la referencia más realista a la voluntad unánime de los ciudadanos
en ese pacto.
Carlos S. Nino adopta como punto de partida lo que él llama “teorema de
Condorcet”.2 La democracia sería un “sucedáneo institucionalizado” de la discu-
sión moral:
La democracia puede def‌inirse como un proceso de discusión moral sujeto a
un límite de tiempo.3
[...] un proceso de discusión moral con cierto límite de tiempo dentro del cual
una decisión mayoritaria debe ser tomada [...] tiene mayor poder epistémico
1 Cfr. G.-G. Granger 1989, p. 97: “el acto del Homo suffragans tendería a hacer aparecer en cada
cuestión sometida a debate la verdad más probable.”
2 Cfr. C. S. Nino 1997, p. 178.
3 Ibid. , p. 167.
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para ganar acceso a decisiones moralmente correctas que cualquier otro proce-
dimiento de toma de decisiones colectivas.4
Creo que ni el argumento utilitarista ni el epistémico son sostenibles. En efec-
to, por lo que respecta al argumento utilitarista y su af‌irmación de que la votación
permite conocer las preferencias de los votantes, sabemos desde la llamada “paradoja
de Borda”, retomada por el propio Condorcet, que ello suele no ser posible cuando
se trata de elegir entre más de dos candidatos o programas de preferencias. Puede
suceder entonces que obtenga la mayoría justamente la preferencia que no f‌igura en el
primer lugar de los programas de ninguno de los candidatos. Podría, además, ponerse
en duda la conveniencia de tomar incondicionadamente en cuenta los deseos de las
personas: no siempre es verdad que cada cual es el mejor juez de sus intereses, como
creía John Stuart Mill.
Tampoco es verdad que siempre la satisfacción de las preferencias de la mayoría
sea equivalga a un mayor cuantum de felicidad social; todo depende de la intensidad
de las mismas:
[...] una preferencia débil por parte de una gran mayoría de la población en
el sentido de impedir que una minoría realice ciertas acciones (por ejemplo,
practicar la homosexualidad o formas protestarias del culto religioso) puede
superar, en el cálculo del agregado de satisfacción de deseos, una preferencia
más intensa por parte de una minoría de realizarlos.5
Por lo que respecta al valor epistémico de la regla de la mayoría, hay que tener en
cuenta que tanto en Condorcet como en Nino la obtención de este valor está supe-
ditada a la existencia de condiciones fuertes. Condorcet sabía perfectamente que en
la realidad,
[e]n el ejercicio concreto del sufragio el votante está expuesto a los juegos del
interés, las pasiones, la corrupción y el error [...] Aun si la intervención de estas
causas es mínima, ella es desde ya suf‌iciente para volver ilusoria la hipótesis
fun damental del modelo. 6
4 Ibid. , p . 168.
5 B. Barry 1995, p. 135.
6 Cfr. R. Rashed 1974, p. 76.
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Había, pues, que distinguir entre la votación como dato empírico, es decir, el
fenómeno psicosocial de la votación, y el dato normativo, es decir, la concepción ideal
del sufragio como un modo de determinar la verdad:
Hay un gran número de cuestiones importantes, complicadas o sometidas a
la acción de los prejuicios y de las acciones, sobre las cuales es probable que
una persona poco instruida sostendrá una opinión equivocada. Hay pues un
gran número de puntos con respecto a los cuales cuánto más se multiplique el
número de votantes tanto mayor será el temor de obtener con la pluralidad
una decisión con traria a la verdad; de manera que una constitución puramen-
te democrática será la peor de todas para todos los objetos sobre los cuales no
conozca verdad alguna.7
Por ello, para que el modelo funcionara, las decisiones de los votantes debían ser
tomadas siempre bajo ciertas condiciones (o restricciones). El número de votan-
tes, la mayoría exigida, la forma de la deliberación, la educación y la ilustración
de los votantes, son condiciones necesarias para def‌inir la situación de decisión.
La verdad de la decisión no depende solamente de los votantes sino de las con-
diciones en las cuales el voto se efectúa, de la forma de la asamblea [...] como así
también de su funcionamiento para llegar a una decisión.8
Y así af‌irmaba Condorcet:
Supondremos, ante todo, las asambleas compuestas de votantes que tienen
una igual exactitud de espíritu y luces iguales: supondremos que ninguno de
los votantes tiene inf‌luencia sobre los votos de los otros y que todos opinan
de buena fe.9
[supondremos] una igual sagacidad, una igual perspicacia de espíritu de las
que todos hacen igual uso, que todos están animados de un igual espíritu
7 Ibid., p. 74.
8 Ibid., p. 70.
9 Ibid., p. 152.
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de justicia, en f‌in, que cada cual ha votado por sí mismo, como lo haría si
ninguno tuviera sobre la opinión de otro una inf‌luencia mayor que la que ha
recibido de sí mismo.10
Algo similar ocurre cuando se analizan más de cerca las condiciones que Nino enu-
mera para que la discusión democrática sea realmente un sucedáneo institucionaliza-
do de la discusión moral; uno se encuentra con requisitos que difícilmente se cumplen
en la discusión parlamen taria real o en las votaciones ciudadanas. Veamos algunos:
No cuesta mucho inferir que, si se aceptan las restricciones de Condorcet o de
Nino, abandonamos el ámbito de la justif‌icación de la democracia a través de la mera
emisión de votos que expresan deseos o verdades políticas y entramos en el de las res-
tricciones a las que estaría sometido el votante. El Homo suffragans es ahora un Homo
suffragans restrictus.
II
Si lo expuesto en I es correcto, surge entonces el problema de las restricciones a los
deseos o a los intereses individuales de quienes participan en el juego político de la
democracia. Creo que no hay mayor inconveniente en suponer que estas restricciones,
10 Ibid., p. 71.
i. “Todo participante (debe) justif‌icar sus propuestas frente a los demás”;
ii. Las posiciones que se adopten deben ser “reales y genuinas”;
iii. La discusión tiene que ser “auténtica”;
iv. Las proposiciones tienen que ser aceptables “desde un punto de vista im-
parcial”;
v. No puede tratarse de una “mera expresión de deseos o la descripción de
intereses”;
vi. No ha de limitarse a la “mera descripción de hechos”, como una tradición
o una costumbre;
vii. Ha de cumplirse con el requisito de universalidad;
viii. Las personas no deben limitarse a la expresión de “razones prudenciales o
estéti cas” sino que tienen que intentar ser morales.
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por lo que respecta a su gé nesis, pueden ser sólo de dos tipos: o bien son autoimpuestas
o bien tienen un origen externo.
La idea de las restricciones subjetivas autoimpuestas (a las que llamaré “restric-
ciones horizon tales”, por estar todas ellas a un mismo nivel intersubjetivo) tiene en la
historia del pensamiento político diversas variantes que deseo mencionar brevemente.
Son, por lo menos, las siguientes:
II.1. La de Jean-Jacques Rousseau. Su principal preocupación en el diseño de un
sistema político moralmente aceptable era conservar la autonomía personal que parecía
estar dada en el estado de naturaleza. El problema consistía en
[e]ncontrar una forma de asociación que def‌ienda y proteja de toda fuerza
común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual
cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre
como antes.11
Para lograr este objetivo era necesario
la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la humani-
dad; porque [...] dándose cada uno por entero, la condición es la misma para
todos, y siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla
onerosa a los demás.12
La “enajenación total” signif‌icaba la renuncia al amor propio (conservando, desde
luego, el amor de sí mismo) y la vigencia plena de la “voluntad general” como criterio
de corrección moral de la “voluntad particular”. Dicho con otras palabras: el ciuda-
dano que forma parte de la república rousseauniana es un sujeto que renuncia a sus
preferencias individuales cada vez que ellas no coincidan con la persecución del bien
común. A diferencia de la propuesta utilitarista, el votante rousseaniano no expresa
sus preferencias personales sino su deseo de promover el bien común, tarea nada fácil
ya que
11 J.-J. Rousseau 1969, p. 360 (42). Utilizo para las citas la versión castellana de Fernando de los Ríos
Urruti: Contrato social, Madrid: Espasa-Calpe 1987; las referencias a la edición castellana se indican entre
paréntesis.
12 Ibid., p. 361 (42).
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la voluntad particular tiende por su naturaleza al privilegio y la voluntad ge-
neral a la igualdad.13
Pero dif‌icultad no signif‌ica imposibilidad. Hay no pocos casos en los que el ciu-
dadano está dispuesto a renunciar voluntariamente a la persecución de sus intereses
egoístas y a seguir en su comportamiento político normas morales. Basta pensar en los
costes de las votaciones que el ciudadano democrático asume a pesar de que ello pueda
no redituarle ganancias inmediatas o mediatas, en la disposición a ayudar al prójimo o
en la aceptación voluntaria del Estado social de derecho con los sacrif‌icios f‌iscales que
ello implica. En estos casos, el ciudadano contiene su tendencia natural y autónoma-
mente acepta la norma político-jurídica en un sentido fuerte, es decir, la hace suya, la
acepta como propia, adhiere a ella por razones morales. Es obvio entonces que, como
ha señalado Robert Paul Wolff,
[e]n la medida en que cada cual pone lo mejor de su empeño en realizar el bien
común, la colectividad es una genuina comunidad moral y política.14
En esta comunidad se supone que todos sus miembros en todo momento son au-
ténticos ciudadanos democráticos.
Desde el punto de vista empírico, la exigencia rousseauniana de la renuncia vo-
luntaria de todos al egoísmo como punto de partida para el surgimiento de una comu-
nidad democrática es impracticable. El propio Rousseau lo sabía:
Si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Mas un go-
bierno tan perfecto no es propio de los hombres.15
II.2. La propuesta de David Hume del ciudadano como sujeto simpático, intere-
sado en el bien común.
A través de la simpatía, nos dice Hume, “las mentes de las personas son espejos
recíprocos”.16 La metáfora de los “espejos recíprocos” ilustra lo que ha solido llamarse
“la socialización del egoísmo”17, la adopción de una actitud benevolente.
13 Ibid., p. 368 (51).
14 R. P. Wolff 1970, p. 56.
15 J.-J. Rousseau 1969, p. 406 (95).
16 D. Hume 1981, tomo II, p. 555.
17 Cfr. J. Rohbeck 1978, p. 126.
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Por la vía de la simpatía penetro en la mente del prójimo y hasta adopto su pers-
pectiva para juzgar sus actos y sentimientos. En la medida en que comparto los sen-
timientos de otro, su felicidad y su miseria me interesarán. Me coloco en la posición
del prójimo no por ‘compasión’ (Mitleid) sino por coparticipación de sentimientos
(Mitgefühl).18 Esta coparticipación nos lleva a adoptar ya no sólo el punto de vista del
otro sino, según J. L. Mackie, hasta el del observador imparcial.19
Por simpatía aprobamos las virtudes naturales (mansedumbre, benef‌icencia, cari-
dad, genero sidad, clemencia, moderación y equidad) y también la artif‌icial (justicia).
De esta manera, la simpatía “se convierte en el fundamento de toda la teoría moral de
Hume”.20 La caracterización moral de la justicia, por ejemplo, aun cuando su práctica
surja primariamente del autointerés, se basa en la “identif‌icación simpática con el
interés público”.
El artif‌icio de la simpatía permitiría que las personas, sin renunciar a sus inclina-
ciones egoístas, puedan ir socializando su egoísmo, es decir, reducir sus preferencias
autocentradas en aras de una mayor tolerancia y benevolencia. La simpatía nos vuelve
más morales, mejor dicho, sin ella sería imposible entender la moralidad pública. Y en
la medida en que mantengamos una identif‌icación simpática con el interés público,
menor será el conf‌licto entre nuestra autonomía y la imposición de las reglas heteró-
nomas de la justicia. Por ello es que estamos dispuestos a aceptar la virtud artif‌icial
de la justicia aun cuando en algún caso particular su aplicación pueda signif‌icar un
sacrif‌icio de nuestros intereses inmediatos.
En una comunidad democrática de ciudadanos humanamente “simpáticos” los
resultados de las votaciones serán, por def‌inición, la expresión de un egoísmo sociali-
zado y signif‌icarán también un avance hacia el descubrimiento de la “verdad política”.
No habría, en este sentido, mayor inconveniente en conferir calidad moral a esta
comunidad que restringe sus impulsos egoístas en aras del bien común.
Hume estaba convencido de que su propuesta era más realista que la de su contem-
poráneo francés, el little nice man (“ese hombrecillo”) como llamaba a Rousseau21 que la
tendencia a la adopción de actitudes simpáticas estaría enraizada en la propia naturaleza
humana y, por ello, para la superación del egoísmo no sería necesario recurrir a suposi-
ciones supraempíricas tales como la existencia de una “voluntad general”. Sin embargo,
18 Cfr. J. L. Mackie 1980, p. 120.
19 Ibid., pp. 84 y 120.
20 Ibid., p. 5.
21 Cfr. la nota N° 38 del editor de la versión castellana de David Hume: Tratado de la naturaleza hu-
mana, traducción de Félix Duque, Barcelona: Editora Nacional 1981, tomo I, p. 66.
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aun admitiendo la posibilidad de una comunidad de ciudadanos simpáticos dispuestos
a aceptar los principios de la democra cia, dado el alcance limitado de la simpatía, que
el propio Hume reconocía, estas comunidades tenían que ser relativamente pequeñas
y culturalmente homogéneas. En este sentido, en el caso de democracias populosas y
heterogéneas, sobre la propuesta humana pesan los mismos incon venientes que padecía
la versión rousseauniana.
II.3. La idea del ciudadano razonable, capaz de renunciar a la imposición unila-
teral de su concepción de lo bueno, parecería ser una buena solución para asegurar la
obtención de acuerdos democráticos en sociedades populosas y culturalmente hetero-
géneas. Es la propuesta de John Rawls y es también la de Brian Barry. En el modelo de
Rawls, el ciudadano democrá tico no debe necesariamente ser un agente moral, como
quería Rousseau, o simpático, como pensaba Hume, basta que sea razonable.
John Rawls recurre, como es sabido, al criterio de razonabilidad para la justif‌ica-
ción de los sistemas políticos:
la idea de lo razonable es más adecuada como parte de la base de la justif‌ica-
ción pública de un régimen constitucional que la idea de verdad moral. El sos-
tener que una concepción política es verdadera y sólo por esta razón la única
base adecuada de la razón pública, es excluyente y, por ello, hasta sectario y es
probable que estimule la división política.22
La concepción rawlsiana de la justicia política prescinde, pues, del concepto de
verdad política es, por ello, más modesta epistémicamente que la versión Condor-
cet-Nino— y se limita a la idea de lo razonable ya que ella haría posible “el solapa-
miento consensual de las doctrinas razonables de una manera que no puede lograrlo el
concepto de verdad”.23 La tesis central de Political Liberalism de John Rawls es que una
teoría de la justicia está justif‌icada si es aceptable por toda persona razonable. Como es
sabido, Rawls establece una diferencia entre racionalidad práctica y razonabilidad. Un
agente puramente racional carecería de aquello que Kant llamaba “predisposición para
la personalidad moral”. Esta capacidad es la que tendría el agente razonable:
22 J. Rawls 1993, p. 129.
23 Ibid., p. 94.
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La disposición a ser razonable no se deriva de ni se opone a lo racional pero
es incompatible con el egoísmo, porque está relacionada con la disposición a
actuar moralmente.24
Sobre la base de su concepto de razonabilidad, Rawls formula lo que podría lla-
marse la tesis del ciudadano razonable, cuyo comportamiento político conf‌iere calidad
moral al sistema político. Brian Barry en Justice as Impartiality, sobre la base de la
concepción de la posición originaria de Thomas Scanlon, recurre también a la idea de
razonabilidad para def‌inir su concepción de la justicia:
Llamaré una teoría de la justicia como imparcialidad, a aquella teoría de la justi-
cia que recurre a los términos del acuerdo razonable.25
Tanto en el caso de Rawls como en el de Barry, la razonabilidad es el freno al
egoísmo, es decir, a la imposición incondicionada de las propias preferencias. Una de-
mocracia integrada por ciudadanos razonables alcanzaría el más alto nivel posible de
justicia y, por lo tanto, estaría internamente justif‌icada. Su legitimidad procedería de “la
disposición a actuar moralmente” que animaría a sus miembros.
Desde luego, el overlapping consensus al que llegarían los ciudadanos razonables
es también una versión más débil —y, por ello, más realista— de la idea del consenso
rousseauniano: no todas las personas en una sociedad democrática son razonables. Es-
tarían también, entre otras personas irrazonables, los perfeccionistas, los nostálgicos de
la esclavitud26, los tomistas, los nietzscheanos y los católicos romanos a quienes habría
que derrotar políticamente y, si es necesario, reprimir por la fuerza.27
Así, pues, tanto la teoría de Rawls como la de Barry recurren al criterio de razona-
bilidad como pauta de corrección de justicia política para sociedades multiculturales
cuando sus miembros están dispuestos a renunciar a la imposición de sus concepciones
de lo bueno a f‌in de lograr la paz social. Ambas teorías pretenden ser neutrales con res-
pecto a las d iferentes concepcion es de lo bueno; no presuponen ninguna concepción de
lo bueno. En cierto modo, podría decirse que se bastan a sí mi smas: “se presentan, pues,
como la solución al problema del acuerdo”.28 Según Barry, lo único que se necesita
24 Ibid., nota 1, p. 49.
25 B. Barry 1995, p. 7.
26 Ibid., p. 196.
27 Ibid., pp. 168 s.
28 Ibid., p. 168.
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es que los acuerdos sociales puedan “ser razonablemente aceptados por personas libres
e iguales”.29 También Rawls requiere que los sujetos de los acuerdos razonables sean
“ciudadanos libres e iguales”.30
La propuesta Rawls-Barry del ciudadano razonable tiene ciertas ventaja con res-
pecto al modelo humano ya que el alcance de la razonabilidad no está limitado por
factores de homogeneidad cultural o étnica. Pero podría ponerse en duda el aspecto
de la neutralidad moral: los valores de libertad e igualdad que deben ser respetados en
la sociedad de ciudadanos razonables presuponen una toma de posición axiológica,
que no podría ser lograda a través del acuerdo razonable ya que éste los presupone.
Queda también abierta la duda acerca de si un acuerdo es razonable cuando llegan a él
personas razonables o, si al revés, las personas son razonables cuando el acuerdo al que
llegan lo es. Creo que tiene razón Gerald Gaus cuando af‌irma:
En vez de considerar que una creencia es razonable si a ella ha llegado una
persona razonable, la teoría política debería invocar directamente pautas para
la razonabilidad de las creencias mismas.31
¿No habrá entonces que abandonar la idea de la neutralidad y avanzar hacia la vía
de refuerzos externos de justif‌icación de la democracia? Quiero mencionar brevemente
un intento que podría ser interpretado en este sentido.
II.4. Amy Gutmann y Dennis Thompson han propuesto una versión justif‌icante
de la democracia en la que los ciudadanos actúan deliberativamente:
La democracia deliberativa es una concepción de la política democrática en la
cual las decisiones y las políticas son justif‌icadas en un proceso de discusión
entre ciudadanos libres e iguales o entre sus representantes responsables. Se-
gún nuestra concepción, una democracia deliberativa contiene un conjunto
de principios que prescribe términos equitativos de cooperación. Su principio
fundamental es que los ciudadanos se deben recíprocamente justif‌icaciones de
las leyes que colectivamen te se imponen. La teoría es deliberativa porque los
términos de la cooperación que propone son concebidos como razones que
los ciudadanos o sus representantes responsables se dan recíprocamente en un
29 Ibid., p. 112.
30 J. Rawls 1993, p. 55.
31 G. Gaus 1995, p. 253. Citado según L. Yelin 1995.
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continuado proceso de justif‌icación mutua. Las razones no son meramente
procedimentales (“porque la mayoría está de acuerdo”) o puramente substanti-
vas (“porque es un derecho humano”). Ellas apelan a principios morales (tales
como la libertad básica o la igualdad de oportunidades) que ciudadanos que
desean encontrar términos equitativos de cooperación pueden razonablemente
aceptar.32
La apelación a los principios morales signif‌ica el abandono del ideal de neutrali-
dad: “la neutralidad no es deseable y es inalcanzable”.33 Si ello es así, podría suponerse
que estos principios enmarcan el comportamiento del ciudadano deliberativo; en este
caso, la justif‌icación del procedimiento democrático no surgiría del procedimiento
mismo (tal como se inf‌iere d e la frase citada) sino que sería externa a él. Pero quizás
ésta sería una conclusión apresurada si tiene en cuenta que:
Primero, el contenido de los propios principios se forma parcialmente a través
de la discusión moral en el proceso político [...] Segundo, las restricciones a los
principios de libertad y de igualdad de oportunidades —en particular la limi-
tación de recursos— son menos rígidas de lo que suele suponerse. El debate
moral en la política puede revelar nuevas posibilidades y sugerir nuevas direc-
ciones que hagan más viables los principios que lo que se había inicialmente
pensado. Porque la deliberación puede mejorar la comprensión colectiva de la
libertad y la igualdad de oportunidades, las condiciones de la deliberación son
una parte indispensable de toda perspectiva interesada en asegurar la libertad
y la igualdad de oportunidades para todos.34
y que:
En la democracia deliberativa […] la búsqueda de respuestas justif‌icables tiene
lugar a través de argumentos acotados por principios constitucionales que, a su
vez, son desarrollados a través de la deliberación.35
32 Cfr. A. Gutmann y D. Thompson 2000, p. 161.
33 Ibid., p. 162.
34 A. Gutmann y D. Thompson 1996, p. 224.
35 Ibid., p. 229.
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Tengo ahora cierta dif‌icultad por lo que respecta a la gestación de los principios
constitucionales que limitan los argumentos en la deliberación democrática: ellos
surgen precisamente en una deliberación democrática acotada por esos mismos prin-
cipios. Los ciudadanos deliberativos presentan una inquietante similitud con el barón
que se tiraba de los cabellos para salir del pantano.
Si me he detenido en estas diferentes versiones de la justif‌icación de la democracia
a partir del comportamiento ciudadano, deliberadamente presentadas de manera algo
sesgada, ha sido para poner de manif‌iesto la insuf‌iciencia de las mismas y apuntar a la
necesidad de apoyos externos.
III
El argumento que quiero aquí esbozar es el siguiente: si no podemos conf‌iar en el
carácter angélico, simpático, razonable o deliberativo de los miembros de una sociedad
ya que habrá que contar siempre con los diabólicos, los antipáticos, los irrazonables
y los vehementes, ¿no será mejor recurrir al artif‌icio de restricciones institucionales,
“verticales” (es decir, impuestas desde arriba hacia abajo), que rijan para todos y nos
libere de la inseguridad que trae consigo la naturaleza poco conf‌iable del ser humano?
Desde Platón y Aristóteles hasta Kant, pasando por Hobbes y Locke, la descon-
f‌ianza en la naturaleza humana ha sido la razón principal para justif‌icar moralmente
la existencia del Estado como artif‌icio normativo destinado a asegurar la supervivencia
pacíf‌ica. Kant es el pensador que con mayor claridad vio la necesidad de prescindir de
las peculiaridades empíricas personales en la fundamentación de las normas morales.
Porque sabía que el ciudadano es un ser de carne y hueso propenso a dejarse guiar por
sus tendencias autocentradas, heterónomas, propiciaba un sistema político que pudie-
ra regir en una sociedad de egoístas que desean también vivir en so ciedad. Su idea de la
“sociabilidad asocial” condensa esta idea. Para decirlo con palabras de Kant:
El problema del establecimiento del Estado tiene solución, incluso para un
pueblo de demonios [...] y el problema se formula así: “ordenar una muche-
dumbre de seres racionales que, para su conservación, exigen conjuntamente
leyes universales, aun cuando cada uno tienda en su interior a eludir la ley, y
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establecer su constitución de modo tal que, aunque sus sentimientos particula-
res sean opuestos, los cont engan mutuamente de manera que el resultado de su
conducta pública sea el mismo que si no tuvieran tales malas inclinaciones”.36
Estos criterios no podían ser obtenidos de un juego democrático basado me-
ramente en el con senso mayoritario y de un ordenamiento jurídico cuya función se
agotara en la superación d e un supuesto belicoso estado de naturaleza. Había que buscar
criterios externos, una especie de “mu letas morales”, como podríamos llamarlos, que
asegurarían una marcha moralmente aceptable del ciudadano en la democracia y una
vigencia equitativa de las leyes.
La idea básica que subyace al recurso de las “muletas” es que no hay que confundir
la legitimidad moral de un sistema jurídico-político con su estabilidad. La legitimidad
depende de la concordancia de los principios y reglas del sistema con los principios y
reglas de una moral crítica; la estabilidad, de la calidad moral de los ciudadanos. Para
asegurar la legitimidad es necesario f‌ijar limitaciones a la pretensión de dominio de la
mayoría; la promoción de comportamientos morales de los ciudadanos es un proble-
ma de pedagogía político-moral. Voy a referirme sólo a la primera de estas cuestiones
y concentrarme en la limitación del poder de la mayoría parlamentaria. De lo que se
trata es de poner coto a la tentación de hacer valer el egoísmo legislativo, aquello que
Macaulay llamaba el “despotismo elegido” o como lo formula William Nelson:
En términos más generales: si sospechamos que nos será difícil resistir a las
tentaciones, ello puede ser una razón, para adoptar estrategias autoobligantes; y
una forma de autoobligación consiste simplemente en evitar tener el derecho
a su cumbir a la tentación. Los límites constitucionales a la autoridad legislativa
pueden ser considerados como una estrategia de autoobligación de este tipo.37
Estas limitaciones fueron impuestas por las constituciones liberales con sentido
social. En ellas, la rule of law de origen anglosajón dio origen, primero, al “Estado de
derecho”, al sumar al principio de seguridad el respeto a los derechos individuales38, y
después al “Estado social del derecho”, al incorporar los deberes estatales de protección
de los sectores sociales económi camente débiles.
36 I. Kant 1964, p. 224 (citado según la versión castellana de Joaquín Abellán 1985, pp. 38 s.).
37 W. Nelson 2000, p. 196.
38 Cfr. J. Waldron 1999, p. 7.
83
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Son estos principios y reglas los que conf‌ieren carácter moral al orden republicano
o, si se quiere, democrático liberal, y le garantizan su función moralizante. Son ellos
los que constituyen el contenido de lo que suelo llamar “coto vedado” a la deliberación
democrática. El “coto vedado” no surge porque los ciudadanos sean agentes morales
o sujetos que simpatizan con el bien común sino que es él el que f‌ija las condiciones
para ser un ciudadano moral. La génesis de la moralidad ciudadana proviene de este
“coto vedado” y no al revés. Si ello es así, ejercicio de la libertad moralmente aceptable
no es el que resulta de la eliminación del poder de las instituciones del Estado, como
pretende el anarquista o reduciéndolo, como quiere el neoli beral, si no justamente al
revés: asegurando la vigencia plena del “coto vedado” institucional de los derechos
fundamentales de la persona. Este es el sentido que tiene una frase algo paradójica y
frecuentemente citada de Emile Durkheim: “Cuanto más fuerte es el Estado, tanto más
libre es el ciudadano”.
La introducción de un “coto vedado” constitucional transforma el “dominio de
la mayoría” en “principio de la mayoría”, como diría Hans Kelsen. El dominio de la
mayoría queda entonces sujeto a los límites impuestos por el “coto vedado” de los
derechos fundamentales inmun es a la decisión mayoritaria. Para la estabilidad de este
sistema es relevante, desde luego, la actitud que los ciudadanos y sus representant es
asuman frente a él. Sin un “punto de vista interno” que reconozca la importancia mo-
ral de las restricciones constitucionales, para usar la expresión de Herbert Hart, no hay
coto vedado que valga ni disposición de eternidad como la del artículo 79 (3) de la Ley
Fundamental alemana que asegure la vigencia de la democracia. Este es el problema de
las limitaciones jurídicas del soberano, que no habré de considerar aquí. La creación
de un orden jurídico liberal (o republicano en la terminología de Karst) cumple así
una función moralizante precisamente porque se basa en una concepción general de
lo bueno público que se expresa en las reglas de un derecho republicano. Pero ello no
tiene nada que ver con la concepción del ciudadano como agente moral sino con la
función que Kant atribuye al Estado republicano:
los hombres se aproximan mucho en su conducta externa a lo que prescribe la
idea del derecho, aunque con toda seguridad no es la moralidad la causa de ese
compor tamiento (como tampoco es causa de la buena constitución del Estado,
sino más bien al contrario; de esta última hay que esperar la formación moral
de un pueblo).39
39 Ibid., p. 39.
84 revista del instituto de la judicatura federal
Si se acepta esta concepción y se admite que en una democracia liberal lo que debe
imperar es el “principio de la mayoría” y no el “dominio de la mayoría” y que ello
supone la existencia de un área de decisiones que no puede estar sujeta a la voluntad
de los individuos, la relación entre au tonomía y heteronomía que, con razón, preocupa
a los anarquistas ya que ella se encuentra en la base de toda posible justif‌i cación moral
del Estado, puede ser planteada de la siguiente manera:
a) En el ámbito del “coto vedado” no se plantea el problema del conf‌licto entre
autonomía y heteronomía ya que los principios y reglas que en este ámbito rigen tie-
nen carácter moral y escapan al poder de decisión de los ciudadanos. Es justamente
aquí donde se imponen las restricciones al Homo suffragans, a las que metafóricamente
he llamado “muletas morales”. Quizás la metáfora no es muy desacertada: sin estas
restricciones constitucionales, externas, impuestas ‘verticalmente’, dada la precariedad
de nuestra naturaleza moral —empíricamente comprobada a través de las seculares
calamidades que los seres humanos provocamos— la probabilidad de tambalear y
provocar el suicidio de la democracia no es un peligro remoto.
b) Fuera del “coto vedado”, rige el dominio de la mayoría. En este campo, tam-
poco se produce un conf‌licto entre autonomía y heteronomía porque se supone que
autónomamente los ciudadanos han aceptado las reglas del dominio de la mayoría.
Cualquiera que sea el resultado de una votación, este resultado ha sido aceptado de
antemano desde el momento en que los ciudadanos están dispuestos a jugar el juego
de la democracia. Cada ciudadano se ha colocado voluntariamente bajo la obligación
de obedecer el resultado de la votación. Le ha prestado su consentimiento. Como han
señalado Geoffrey Brennan y Loren Lomasky:
[El consentimiento] tiene autoridad normativa precisamente porque un acto
de consentimiento voluntario signif‌ica ponerse bajo la obligación de cumplir
sin que importe el hecho de que uno pref‌iera aquello a lo que ha consentido. Esto
signif‌ica tomar el núcleo del consentimiento como deontológico más que como
teleológico.
La analogía que inmediatamente viene a la mente es la de la promesa. Quien
promete hacer x se coloca bajo la obligación de hacer x aun si después descubre
que cumplir la promesa es más costoso que lo que se había esperado.40
40 G. Brennan y L. Lomasky 1984, p. 162, Subrayado en el original.
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ernesto garzón valdés
c) Cuando la aceptación del sistema democrático responde a un punto de vista
interno, puede hablarse también de una aceptación desde el punto de vista moral. Este
punto de vista interno es condición necesaria para la existencia de todo sistema polí-
tico. Si quienes sustentan el punto de vista interno tienen poder de imponerlo, se dan
entonces las condiciones necesarias y suf‌icientes para la existencia del sis tema.
d) Quien no adopta el punto de vista interno en el sentido fuerte de aceptación
moral, puede aceptar el sistema en un sentido débil, retórico, declamatorio: ajusta
voluntariamente su comportamiento a las reglas del sistema. Es el caso del hipócrita,
aliado circunstancial del sujeto auténticamente democrático. Su comportamiento con-
tribuye a la estabilidad del sistema.
e) Quien no acepta el sistema democrático no sólo no acepta un sistema político
sino que no acepta el único sistema político susceptible de aprobación moral. Quien ve
como imposición heterónoma la imposición de normas morales no es que resulte le-
sionado en su autonomía sino que carece de ella ya que el valor moral de la autonomía
depende del contenido de las decisiones que se adopten en virtud de la libertad de elec-
ción y ella está condicionada por el carácter normativo de la moralidad. Existe en este
caso una imposibilidad deó ntica de ser inmoral. Autonomía inmoral sería, en este sen-
tido, una contradicción y por ello también es redundante hablar de autonomía moral.
f) No es posible fundamentar el valor moral de la democracia invocando simple-
mente consensos reales o hipotéticos basados en características reales o supuestas de los
ciudadanos. El Homo suffragans necesita recurrir a las muletas que le proporciona el or-
den constitucional a f‌in de poder contribuir a la legitimidad del sistema democrático.
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