El horizonte del derecho: entre la legalidad y la justicia

AutorMaría del Carmen Platas Pacheco
CargoDirectora de Desarrollo Institucional. Universidad Panamericana
I El concepto clásico de república

Reflexionar acerca de los vínculos entre la justicia y la legalidad parece apropiado, al tratarse de realidades que son indisolubles en una república democrática.

Uno de los diálogos más esclarecedores, acerca de lo que significa una república, se lo debemos a Cicerón. En su sentido etimológico, república significa “cosa (res) que pertenece al pueblo (populus)”. Una república es, en sentido propio, el gobierno del pueblo, la gestión de las cosas públicas. El concepto parece obvio, pero no lo es si nos detenemos en el significado que, en la época de Cicerón, se asignaba a la palabra pueblo.

Un pueblo, dice Cicerón, no es solamente un conjunto de individuos, de personas que compiten entre sí y que intercambian, mediante el comercio, bienes y servicios. El pueblo no es, como algunos piensan hoy, un conjunto de electores o de consumidores; el pueblo es, para el pensador romano, una sociedad que se sirve de un derecho común. Los hombres se agrupan naturalmente y sólo llegan a constituir un pueblo cuando existe el derecho del que todos pueden servirse. Una república es el gobierno de personas unidas por el derecho.

II Derecho y república

Una república exige del derecho la capacidad de unir a las personas, de manera que en su hacer societario se reconozcan en él. No basta con que existan normas —que prescriban eficazmente los actos de la vida social— para que existan el derecho y la república; es necesario que la república unifique al pueblo en el derecho.

Desde la perspectiva de los autores clásicos, sólo el derecho justo es capaz de construir una república, de unir al pueblo. Estos autores establecieron una profunda vinculación entre derecho y justicia; hasta el extremo de declarar que la ley injusta, la que contradice la justicia, no es la ley sino sólo su apariencia, como lo narra el propio Cicerón en su disertación Sobre las leyes y los treinta tiranos de Atenas.

III Derecho y justicia

Una característica constitutiva del derecho es el concepto de justicia, que los autores clásicos descubrieron en la naturaleza de las cosas y del hombre; de manera que es evidente, desde los orígenes de nuestra cultura jurídica, la necesaria vinculación entre el derecho, las leyes y la búsqueda de la justicia.

Que el derecho no puede renunciar a la justicia, que ésta se expresa por medio de un orden normativo legal; y, que donde no hay un derecho justo no hay república, constituyen, en sí mismos, los tópicos que —desde sus orígenes— han acompañado al pensamiento filosófico y jurídico.

El mundo contemporáneo es muy distinto del clásico, vivimos inmersos en la globalización, cada uno de nosotros es el resultado de múltiples fusiones, interacciones e influencias; y, por lo mismo, el desafío de nuestro país es recuperar esa vinculación esencial entre derecho y justicia para plasmarla en ordenamientos que, al ser justos, también lo sean en su dimensión legal.

México posee una larga historia y una rica tradición, que no necesariamente se ha identificado con ese concepto clásico de pueblo, como presupuesto esencial de la república y del derecho justo. El analfabetismo y la pobreza de miles y millones de mexicanos, son expresión elocuente de lo mucho que falta por hacer para alcanzar el ideal de pueblo, inscrito en el ser republicano del Estado, cuya vivencia del derecho tenga por sustento a la justicia.

Apelar al concepto de derecho natural para construir una realidad de justicia ampliamente compartida, constituye en sí mismo un gran reto, porque en nuestra sociedad, que se dice democrática, son demasiadas las diferencias y las desproporciones para aspirar a que la justicia equivalga, simplemente a la disposición estable de dar a cada quien lo suyo según su mérito; es indispensable, además, que el orden normativo así lo prescriba y la sociedad sea satisfecha en sus demandas naturales.

IV Derechos humanos y justicia

Actualmente, los derechos humanos se encuentran indisolublemente vinculados con la idea de justicia: donde falta un sistema legal que proteja y garantice los derechos humanos no existe —propiamente hablando— derecho y, por lo tanto, tampoco república.

Nunca como en nuestra época han existido, paradójicamente, una mayor conciencia acerca de la dignidad humana y, contradictoriamente, innombrables ultrajes —cobijados en una legalidad fundada en una permisividad genocida—. Es suficiente pensar en la brutalidad de los abusos que supuso la Segunda Guerra Mundial o la reciente invasión al pueblo de Irak, donde el orden jurídico internacional ha sido gravemente cuestionado.

Los grandes crímenes que se cometieron contra la humanidad, en el recién concluido siglo XX, fueron posibles —en su eficacia aniquiladora— debido a la legalidad de la que dispusieron, de manera que la banalización del mal se impuso frente a la sociedad que nada o poco hizo para evitarlos, hasta que al fin la violencia se precipitó, por la vía de las armas, cancelando la condición de posibilidad de todo derecho.

En medio de la pluralidad y la diversidad que las sociedades son capaces hoy de exhibir, el mundo moderno ha avanzado en la convicción, cada vez más profunda, de que sin un horizonte de justicia real —al que todos los países deben aspirar—, la justicia fundamental para todas las mujeres y los hombres es sólo un recurso retórico.

Referirse a la igual dignidad de los seres humanos, sin un mínimo de justicia material o de falta de un goce efectivo de los derechos económicos, sociales y culturales, constituye una profunda equivocación que sólo satisface a los demagogos que se acogen a esos recursos. También es un error pretender alcanzar la equidad material entre los seres humanos, sacrificando el desarrollo de los derechos civiles. En México, hemos aprendido que la libertad política, constituida por la plena aplicación de estos derechos, tiene un valor por sí misma; pero, también, sabemos que cuando esa libertad política no va acompañada de la más elemental igualdad material, arriesga con grave peligro su legitimidad.

Ha llegado a ser una verdad evidente que los derechos humanos son imprescindibles para que exista democracia, y que la realidad de la justicia es hoy indisoluble del pleno respeto de esos derechos.

En México debemos dar pasos cada vez más decididos para aumentar los niveles de respeto a la dignidad humana en nuestra sociedad, para hacer de este país no sólo uno de igual acceso en los procesos electorales, sino un país de oportunidades para todos. La democracia mexicana exige, cada vez más, niveles de participación ciudadana en la construcción del orden jurídico que, para ser legal, sea justo.

V República democrática: derecho y justicia

En una república democrática existe estrecha vinculación entre los conceptos de derecho, justicia y legalidad. Un catálogo de derechos sirve de poco si, al mismo tiempo, no contamos con una institucionalidad capaz de hacerlos respetar cotidianamente.

La labor de hacer respetar los derechos de los ciudadanos, quienes constituyen al pueblo, le corresponde a los tribunales de justicia, al sistema de administración de justicia; al conjunto de los jueces de la república.

Sin el acceso real a la justicia, los derechos de los ciudadanos no son más que promesas vanas que alimentan la frustración, generan violencia y alientan la tentación de hacerse justicia por propia mano.

Al margen de sus características estructurales, los sistemas de justicia son indisolubles de la calidad moral de las mujeres y los hombres que en ellos se desempeñan.

No hay república sin derecho, ni derecho sin justicia, no puede aspirarse a una sociedad justa sin el cumplimiento de un orden ético por parte de sus habitantes, principalmente si son autoridad.

La calidad de la impartición de justicia es indisoluble de la calidad de las mujeres y los hombres que la prescriben y, que día a día, tienen la delicada función de resolver los asuntos de quienes ante ellos comparecen.

México debe hacer profundos esfuerzos para fortalecer la independencia, dignidad y legitimidad de nuestros jueces, porque en ellos recae el deber de hacer de nosotros un pueblo unido por el derecho y por un común sentido de la justicia.

VI Ética, función pública y justicia

Desde una perspectiva clásica, la ética se encuentra vinculada con la función pública y con la justicia, de manera que comportarse éticamente, significa observar una conducta que coincide con el lugar que uno habita.

Actúa éticamente, un académico, cuando guarda un comportamiento que se ajusta a las virtudes y los valores que son propios de la academia, de la universidad; en un sentido más general, del ejercicio de su oficio. Se conduce éticamente, un político, cuando lo hace de conformidad con las exigencias, los valores y las virtudes propias de la democracia. En fin, ejerce éticamente, un juez, cuando ajusta sus actos con el derecho y la justicia.

Faltar a la ética no sólo significa transgredir una regla previamente existente, sino también comportase de un modo indebido. Es, en su sentido más propio, no cumplir con los deberes y las virtudes que subyacen a la función pública que se ejerce. En el caso de los jueces, la función de impartir justicia demanda prudencia e imparcialidad; en el de los políticos, actuar éticamente significa obrar de modo consistente con los bienes comunes que constituyen la democracia. Mientras que para los académicos la ética exige entrega al estudio y a la investigación, con la conciencia clara de que la búsqueda de la verdad exige coherencia de vida.

Porque no existe república sin derecho justo, tampoco la hay si quienes hacen las leyes y quienes están llamados a aplicarlas no exhiben, cuando ejercen su oficio, respeto por las virtudes y los valores que están objetivamente llamados, obligados, a vivir.

VII Propuesta de mejora real de la impartición de justicia

La condición sin la cual no es posible pensar en una mejora real de la impartición de justicia, pasa por el camino de reformular los planes de estudio de las escuelas y facultades de derecho de nuestro país, porque difícilmente tendremos mejores jueces y juristas en el foro, si no empezamos por revisar el proceso de formación de los futuros abogados.

El atrevimiento, ilustrado, de haber separado el derecho de la filosofía supone una gran pérdida, porque los alumnos, informados y deformados en la legalidad como sucedáneo de la justicia, son incapaces, en el momento del ejercicio, de superar el horizonte de la ley positiva y arribar a los espacios comprensivos que la justicia convoca, como ejercicio natural de la prudencia.

En nuestro sistema democrático, la fuente de la ley pasa por el camino de la construcción de consensos, de manera que su obsolescencia es acelerada, porque la sumatoria de opiniones o la coincidencia de las simpatías, muda de beneficiario, lo que dificulta el conocimiento de la ciencia del derecho y hace pensar que esta noble ciencia nuestra, se reduce al conocimiento y manejo de los repertorios legislativos.

Nuestra propuesta académica consiste en restablecer el natural espacio de diálogo entre la filosofía y el derecho, llevando el método analógico proporcional, herramienta hermenéutica propia de la metafísica, al discurso jurídico actual.

Volver a la analogía como razonamiento propio del derecho e intentar, desde ahí, redescubrir lo que es debido a cada quién según su mérito, constituye en sí mismo un esfuerzo por abordar espacios comprensivos que permitan entender en profundidad la compleja realidad de los modos de argumentación jurídica y la necesidad de comprenderlos en su dinámica creadora e interpretadora de lo social, como condición para hacer del derecho el elemento común que, en virtud de la prudencia, convoca al pueblo en la justicia.

VIII Crisis del positivismo jurídico

A dos siglos de distancia del positivismo, la crisis que advertimos en la impartición de justicia y en el orden jurídico en general es evidente. El ciudadano y el estudioso del derecho, lo mismo que el juez, están urgidos de una consideración radical de la existencia de un orden reconocido, inobjetable, que surja del conocimiento de la naturaleza de las cosas y del hombre como expresión originaria de debitud.

Desde la consideración de la analogía como método propio del derecho, para el jurista no cabe esperar el surgimiento de lo nuevo en el espacio societario, sencillamente porque lo nuevo está aquí irrumpiendo en nuestras vidas con la necesidad de ser considerado en el orden de su relación con el hombre. No cabe, por tanto, el silencio del derecho en aquellas realidades entrañablemente humanas para las que la sociedad está hoy demandando soluciones; a riesgo de que —de no ofrecerse por la vía de la prudencia los causes para la descongestión social— se ponga en peligro la estabilidad y la paz; como de hecho podemos observar hoy en múltiples casos donde el derecho permanece callado, cuando debería pronunciarse con toda su fuerza argumentativa dando razones que pongan fin a las controversias y que devuelvan a la sociedad la seguridad jurídica. De manera que, los tribunales y las autoridades, no fueran cuestionados o desmentidos por otros órganos de poder o por los propios ciudadanos, quienes en repetidas ocasiones son manipulados.

El egresado de las aulas universitarias, donde aprendió legalidad y no necesariamente la ciencia del derecho, es el protagonista de una escisión; que le aparta de la realidad de la justicia, le separa del pueblo al que, con el ejercicio de su profesión, debe servir, e incluso escinde de sí mismo.

Las contradicciones entre la multiplicidad de legislaciones positivas y la pluralidad de interpretaciones posibles parecen hacer evidente que estamos en presencia de una crisis jurídica de enormes proporciones, que hace inadmisible el recurso a los valores universales que sustentan al derecho justo, como máxima aspiración social.

Ni el positivismo ni el legalismo han tenido en cuenta una variable que resulta decisiva, ésta es la consideración de la naturaleza humana y de las cosas como condición de identificación de lo debido.

Expulsada de la historia jurídica moderna, la olvidada physis griega vuelve a hacerse presente en la realidad social en crisis, exigiendo ser considerada para evitar seguir legislando y juzgando como si los requerimientos de la naturaleza fueran ajenos al ser y hacer societario en que el derecho como expresión de justicia se concreta.

La propuesta que esta disertación sostiene es una invitación a trascender el horizonte de la legalidad y reabrir al derecho el amplio espacio de la sabia tradición griega y romana, que no por ser olvidada podemos afirmar que ha sido superada, es necesario reintegrar a la formación de los abogados aquellas asignaturas filosóficas que les permitan descubrir la riqueza de un pensamiento milenario que en el momento presente es de especial relevancia y mucho tiene que aportar a la comprensión de la nueva realidad globalizada en la que estamos inmersos y comprometidos a reorientar el derecho; lo que implica que en algunos casos será necesario reformularlo y en otros crearlo.

Por lo trascendente de la función social encomendada a los juristas, es necesario ofrecerles alternativas de estudio que permitan formular y reformular el pensamiento jurídico desde las bases que la mera actualización legislativa no les puede aportar; también, es importante desarrollar, entre los abogados en formación, la capacidad argumentativa prudencial, basada en el conocimiento de la naturaleza humana y de las cosas, como condición del orden social en que la justicia se concreta.

IX La justicia como fin del derecho

En México, la justicia como fin del derecho, constituye un objetivo prioritario. No existen motivos ni para el cansancio, ni para el desánimo. La verdadera enseñanza del derecho supone un amplio campo de promesas, necesidades y desafíos para la construcción del mejor país que todos queremos.

Es difícil encontrar algún aspecto de nuestra realidad nacional, donde la imaginación y la voluntad puedan desplegarse con mayor vigor y, al mismo tiempo, con mayor deseo y necesidad de éxito.

Redefinir la enseñanza del derecho, da lugar a encarar el problema de la deficiente impartición de justicia desde sus orígenes, es hacerse cargo de un aspecto que se encuentra en el centro de los grandes desafíos nacionales y que, al mismo tiempo, apela a lo mejor y más valioso de nosotros mismos.

El problema de la deficiente impartición de justicia y de la falta de credibilidad que la autoridad le merece al ciudadano, sólo será revertido en la medida en que se eduque de mejor manera a la población y, especialmente, a sus juristas.

Endurecer las sanciones, formular más legislaciones, hacer más complejos los procedimientos de acceso a la justicia, es caer en el lugar común que pretende, por la vía de la coacción, imponer la ley, no el derecho.

Educar a los jóvenes en el conocimiento y respeto por la naturaleza humana y de las cosas, como condición para superar la legalidad y hacer del derecho el amplio espacio de realización de la justicia, constituye un desafío. Su realización, sin lugar a dudas, engendrará los frutos que harán de México, la república, la patria grande y generosa a la que convoca nuestra rica tradición jurídica.

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