Derecho procesal constitucional

AutorSergio García Ramírez
Páginas201-212

Ferrer Mac-Gregor, Eduardo (Coord.), Derecho procesal constitucional (2001), México: Colegio de Secretarios de la Suprema Corte de Justicia de la Nación A.C.-Porrúa.

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Cuando el rey Luis -todavía con la cabeza sobre el cuello- preguntó a Liancourt por los motines en París, y el reflexivo -quizás afligido- colaborador le aclaró que se trababa de una revolución, no sabía o siquiera sospechaba el vuelo que tomaría el alzamiento que desde esas horas estaba colocando al hombre en el centro de la escena universal, como soberano de reciente advenimiento. Debió, sin embargo, avizorar las novedades de la era que comenzaba: tenía a la vista, del otro lado del Atlántico, la insólita experiencia de los insurgentes norteamericanos. Insurgentes frente a Inglaterra, pero también frente a todo el orden anterior, demolido por el bill of rights de la empeñosa provincia de Virginia.

El motín parisino, en la frontera de las Tullerías, hubiera terminado en un acuerdo, una concesión, una exención, que sería el artículo del día en una vieja carta de raigambre medieval. También se habría resuelto con la solícita recomendación de María Antonieta: distribuir pasteles operaría milagros. Pero una revolución, que era lo que estaba en marcha, sólo podía terminar -y más que terminar, resolverse, reconducirse, transfigurarse- en el establecimiento de una novedad histórica con pretensión universal, algo así como un nuevo mundo con habitantes nuevos: ciudadanos, donde hubo vasallos. Eso sí fue reforma del Estado.

El pueblo menudo de París, muy distante de ser una congregación burguesa, no sólo asaltó la Bastilla, sino impulsó la Declaración de 1789: Page 202 catálogo de derechos, pero también previsión de garantías. Carece de Constitución, dijo el flamante constituyente de la libertad, la sociedad donde no hay división de poderes ni garantía de los derechos. Y bien vista, aquella misma, la división, implica en el fondo -a partir de un complejo ejercicio de frenos y contrapesos- otra garantía poderosa, otro escudo puntual de los derechos individuales, como lo hace ver el profesor Aníbal Quiroga León en su contribución a este "Derecho procesal constitucional". A contraluz de esa ansiosa y razonable pretensión comenzarían a alumbrar las propuestas y las realidades, desde el proyecto Sieyés para un jurie constitutionnaire, que recuerda Francisco Fernández Segado en su colaboración a la obra colectiva que aquí nos tiene. Lo que vino después ha sido una larga marcha, sorteando toda suerte de acechanzas y apurando el paso en el medio siglo que acaba de terminar.

Entre los productos de esa marcha se halla la justicia constitucional, tema de la obra excelente que estamos presentando, gracias a la competencia organizadora de los editores y a la generosidad de los autores -salvo en mi caso: porque generosidad es la que se me ha dispensado- que se congregan en mil trescientas cuarenta y tres páginas -más XXI numeradas con caracteres romanos- de nutrida reflexión. Serán objeto de provechosa lectura. Acabo de confesar, implícitamente, que todavía me seduce aquella expresión rotunda, que anuncia todo un proyecto político, jurídico y moral: justicia constitucional. Habla del propósito, justicia, y de la mano que lo encamina, Constitución, aunque deje en la penumbra al proceso, instrumento con que se ejecuta el designio justiciero.

Pero reconozco que los años han pasado y otras expresiones se han instalado en este lugar -como lo refieren algunos de los ensayos incorporados en la obra, desde el prólogo mismo, asociado a una esclarecedora revisión conceptual, ambos debidos al ilustre profesor Héctor Fix-Zamudio. Este mismo y otros autores- es el caso del coordinador del volumen, el jurista Eduardo Ferrer Mac-Gregor muestran la variedad de designaciones, no necesariamente fungibles: justicia constitucional, control jurisdiccional, jurisdicción constitucional, defensa constitucional, derecho procesal constitucional, derecho constitucional procesal. Predomina Derecho procesal constitucional: ese es el rótulo más frecuentado de una disciplina floreciente, lo es de esta obra colectiva y lo fue del Primer Seminario realizado con gran mérito por el Page 203 Colegio de Secretarios de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, del 20 de septiembre al 31 de octubre del año 2000. De este encuentro proviene un buen número de los ensayos contenidos en el sustancioso volumen.

En la suerte de la doctrina y de la docencia, las disciplinas procesales solían ir a la zaga. Y no me atrevo a asegurar que no vayan todavía en esa posición incómoda: caboose del convoy. Antes del procesalismo científico eran desprendimiento, prolongación o resonancia de la cuestión sustantiva: esta misma, pues, en pie de guerra. No se atendía a qué derecho material sin derecho instrumental puede ser -en la hora del conflicto, la hora crítica del orden jurídico- campana sin badajo, ni se recordaba la sabia enseñanza de la Declaración francesa sobre la prestancia que posee las garantías. Si esto es verdad cuando hay litigio de hombres entre sí, sube de punto cuando la contienda tiene en un extremo al ciudadano, tan inerme como puede estar, y en el otro al poder público -en el que se enfunda la autoridad-, tan armado como suele caminar. De ahí la importancia enorme de los medios y remedios que se reúnen en el Derecho procesal constitucional, arsenal contra el autoritarismo.

El núcleo de la Constitución, de la justicia constitucional -y ya diré del Derecho procesal constitucional- se halla en los derechos humanos. Toda esa justicia y todo ese Derecho se desenvuelven en torno a los derechos del ser humano, como en una espiral creciente, que a cada momento gana profundidad y también avanza hacia las alturas. Lo hace directamente, por supuesto, cuando acude a prevenir, corregir o sancionar la violación; y también lo hace -aunque sea indirectamente y con la mayor frecuencia- cuando llega a resolver una contienda entre autoridades que han puesto en predicamento la separación, acotación, distribución de los poderes en alguno de los conflictos de atribución que menudean en la experiencia del Derecho procesal constitucional. Con razón afirma Osvaldo Alejandro Gozaíni, colaborador de este libro y autor de otro sobre el mismo tema, publicado por nuestro Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM (El Derecho procesal constitucional y los derechos humanos. México, 1995) que en el Derecho procesal constitucional se halla la vinculación más cercana que tienen los derechos humanos con el Derecho procesal.

Eso se mira en cualquiera de las tres categorías que deslindó y bautizó Mauro Cappelletti, un jurista que aquí debe ser evocado, como lo Page 204 es en varios artículos de la obra: tanto en la jurisdicción constitucional de la libertad como en la jurisdicción constitucional orgánica y en la jurisdicción constitucional transnacional, estas últimas, dos vertientes de una sola causa que en México comienza a adquirir actualidad y visibilidad. Tras las bambalinas de la controversia constitucional, la acción de inconstitucionalidad -que nosotros decimos, con una expresión perfectible, porque en realidad se trata de un proceso de constitucionalidad derivado de una pretensión de inconstitucionalidad que se manifiesta en una acción procesal-, la cuestión de constitucionalidad o el control preventivo de las normas, se acude a un salvamento cubierto o descubierto: el de los derechos humanos que corren peligro y cuyos titulares aguardan la solución prudente -y oportuna, no se olvide- de la justicia constitucional. Por eso interesa la materia, y por eso mismo ha convenido la edición de esta obra, que viene a sumarse a una copiosa bibliografía internacional y a una creciente bibliografía nacional.

Entre nosotros se elevó por mucho tiempo, solitario, el juicio de amparo, remedio de diversos males, al que pedimos lo que podía dar y del que esperamos lo que, quizás, no está en sus manos proveer, al menos de la mejor manera y con la más puntual especialidad. El amparo, con raíz en América misma, y precisamente en su patria natural, como lo reitera García Belaunde, a propósito de las investigaciones de Andrés Lira. El amparo, que dio un título expresivo a otros recursos a lo largo y ancho de la legislación latinoamericana, como reconoce Tavolari.

La dignidad y el prestigio del amparo, que no han decaído, se debieron a su función cumplida en la historia del Derecho mexicano, pero también de nuestra vida política y social. Tuvo -y no creo que haya perdido, aunque hoy ya no marche solitario- una notable potencia civilizadora. Uso esta expresión con un alcance muy amplio: civilizó porque pudo contener -no siempre, desde luego- el exceso de la autoridad en una sociedad tlatoánica, pero también porque contribuyó, con su propia herramienta, a construir la civitas mexicana. Lo hizo en un proceso más que centenario de reflexión jurídica, consecuente con nuestra tradición centralista, pero también con nuestra necesidad integradora. En una etapa superior -que ahora vivimos- se puede atender ésta sin retener aquélla. Se halla pendiente, hasta donde conozco, un estudio pormenorizado sobre lo que el amparo, a golpes de resolución, que son contragolpes judiciales -golpes de escudo, no Page 205 de marro- ha logrado construir, bastión por bastión, institución por institución, disposición por disposición, en el paisaje de esa civitas nacional.

La crónica del Derecho procesal constitucional -que en esta obra se desliza en varios artículos magistrales, tanto los que componen la parte general, digamos, introductoria y conceptual, como las que luego explayan temas específicos- es al mismo tiempo la historia del juez de constitucionalidad, un personaje poderoso del Derecho moderno, punto de inflexión en el desarrollo total del Derecho y de los derechos. La doctrina de la voluntad general cargó el acento donde entonces tenía que cargarlo: en el parlamento, receptor de la voluntad y emisor de las decisiones voluntariosas. La judicial review cambió el rumbo. En lo sucesivo, ese poder "casi nulo", esa "boca que pronuncia las palabras de la ley", como querían las enseñanzas de la historia y la recepción que de ellas hizo Montesquieu, sería un poder de verdad. Llegaría el momento -que es el momento de la justicia constitucional, del Derecho procesal constitucional- en que el juzgador destronaría al legislador, para decirlo con la frase aleccionadora de Francisco Rubio Llorente.

Esto se funda, por supuesto, en una insobornable independencia, que ciertamente no es apenas el producto de las proclamaciones legales. El enorme poder del juez contemporáneo --y específicamente del juez de constitucionalidad, que es el más pujante de todos, porque la materia prima de las controversias que conoce y de las resoluciones que emite es precisamente el poder- sólo se justifica porque es independiente, como asegura Gimeno Sendra. Y también porque es dueño de sí, porque ejerce el gobierno de su conciencia y de su pasión, como advierte Calamandrei. Al juez constitucional se podría aplicar, con mayor razón que a otro cualquiera, la expectativa legítima del molinero de Postdam que rechazaba la arrogancia del káiser con serena confianza en la justicia. Esta es la imagen más elocuente de la justicia constitucional, o en todo caso la más elocuente sobre lo que esperamos de ella quienes somos, de alguna manera, sucesores del molinero: es decir, en acto o en potencia, todas las personas.

Por supuesto, quien ha dejado de ser "boca que pronuncia las palabras de la ley" y se ha constituido en un verdadero poder, tiene expedito el horizonte para desenvolver su nueva misión. A este punto concurre el gran debate sobre la función judicial en el Estado de Derecho democrático, y en él se miran los avances de lo que se ha dado en llamar Page 206 "activismo judicial". Es mucho lo que media entre ser resonancia de otra autoridad, reticente y retraído -el retraimiento de la sala de audiencia y el privado judicial-, y ser protagonista del progreso: proa de la nave del Estado, dispuesto a emprender todos los destinos. Algo nos dice que la razón se halla lejos de ambos extremos. El activismo a ultranza podría dar a luz una nueva generación de juzgadores, que sería de figuras estelares. ¿Debiera ejercer la judicatura -es sólo una pregunta- esa tarea conductora de las repúblicas que tan obstinadamente se le negó cuando era solamente la delegada del soberano? ¿Debiera asumir lo que Pizzorno, a la vista de la operación italiana de "manos limpias" -que tiene un sustrato político singular-, ha llamado el "control de la virtud"?

El libro que ahora comentamos dedica su extenso capítulo segundo -el más amplio, como es natural- al "Derecho procesal constitucional mexicano". En éste, los últimos años han traído copiosas novedades, y es posible -y deseable- que otras más se añadan en el cercano porvenir. Entre las del pasado inmediato figuran las aportadas por la reforma constitucional de 1994, cuidadosamente estudiada por varios tratadistas en esta obra y en otras publicaciones orientadoras y valiosas. Esa reforma amplió el ámbito de las controversias constitucionales e introdujo las acciones de inconstitucionalidad, entre otras figuras procesales, además de haber deslindado -a través de la creación del Consejo de la Judicatura- los temas jurisdiccionales de los temas administrativos, lo cual ha sido, a mi juicio, un acierto.

En general, la reforma judicial del 94 se saludó con entusiasmo. Debo decir que yo me conté entre los observadores menos entusiastas. Mis diferencias tuvieron que ver, centralmente, con el carácter mismo de la reforma que el país necesitaba, a mi entender -buen entender o mal entender-, en materia de justicia. Sostuve que la reforma urgente residía en lo que llamé la "microjusticia", es decir, la justicia cotidiana que invocan millones de personas en los más diversos foros o fueros; ahí se localiza el punto crítico del acceso a la justicia. Esta otra cara de la justicia -la cara oculta de la luna- merecía una atención esmerada. No escapará a quienes me escuchan el parentesco entre esa expresión y otra que tiene, para los más, un peso bien sabido: la microeconomía, que había zozobrado en las mismas aguas donde la macroeconomía navegaba con soltura. Page 207

Otras preocupaciones tuve y expuse entonces. Alguna quedó allanada por la reforma de 1996; otras tienen que ver con cuestiones que pronto serán resueltas si sale adelante -como espero y deseo- la propuesta de reforma en materia de amparo impulsada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a la que en esta obra se dedican referencias pertinentes. En primer término, consideré erróneo sustraer las normas electorales al control de constitucionalidad, según se hizo en 1994; pero el vacío, que era indispensable llenar -como asegura en su artículo el ministro Guillermo I. Ortiz Mayagoitia (p. 466)- fue colmado en 1996, sin perjuicio de lo que inmediatamente mencionaré a propósito de la legitimación para promover la declaratoria de inconstitucionalidad, que en estos casos refuerza lo que algunos han llamado "partidocracia".

En mi concepto, los ciudadanos deben hallarse legitimados para intervenir en la defensa del Estado de Derecho, a través de la defensa de la Constitución. Se trata, en el fondo, de su propia defensa contra actuaciones -normativas- que lesionan el imperio de una juridicidad que es el ambiente de la democracia y el crisol de los derechos. Este no es un campo de acceso reservado, reducto de privilegios. Es verdad que los poderosos pudieran tener mucho que decir en procuración de la constitucionalidad -aunque en sus planteamientos suele haber más intención política que fervor constitucional, como advierte el mismo Rubio Llorente-, pero también lo es que otro tanto pueden hacer los individuos, y que lo puedan y lo hagan es escuela de civilidad: recordemos a Von Ihering, y los abogados, a Couture. De ahí que viera con simpatía el desarrollo del juicio de amparo contra normas inconstitucionales -que no ocurrió ni en 1994 ni en 1996-, cuya culminación sería la declaratoria de inconstitucionalidad con efectos erga omnes.

Una sociedad política moldea cierta solución jurídica; una sociedad política diferente -aunque se halle dentro de la misma "hoja de vida"- puede proponer una fórmula distinta. Se sabe bien que una generación no puede atar para siempre a las generaciones que le sigan, sellando su suerte. Creo que la cláusula de Otero ha servido con eficacia al fin para el que debió servir. Evitó conflictos que hubieran comprometido, tal vez, la subsistencia misma del amparo, y hasta la estabilidad -siempre acosada y relativa- de la república. Era otro tiempo en el desarrollo de las instituciones y se requería que la cautela constitucional hiciera lo Page 208 que aún no podía hacer la opinión pública. La nueva sociedad podría seguir el camino con una fórmula invalidatoria erga omnes. En este sentido -y a propósito de los objetivos perseguidos con la acción de inconstitucionalidad-, me pareció que debía legitimarse a los individuos para ejercer ésta y desencadenar el proceso anulatorio. Esta actio popularis constituye, en palabras de Fernández Segado -y semejante afirmación he hallado en otros autores: Fix-Zamudio entre ellos-, "uno de los procesos constitucionales más peculiares y sugestivos de América Latina", no hay que olvidarlo. Y no ha desquiciado el régimen ni arruinado sus posibilidades.

La reformas que ahora se analizan -y que velan sus armas en el cuartel donde aguardan otras reformas procedentes- traerían consigo más beneficios. Uno de ellos sería la tutela de los derechos colectivos, que es la puerta hacia un mayor, mejor y, en este sentido, más auténtico acceso a la justicia. Se lograría por medio de la feliz incorporación del concepto de "interés legítimo". En el trasfondo de los derechos humanos también se agitan -cada vez más- intereses que viven y asumen las colectividades de las que formamos parte, y que no siempre hallan, por lo pronto, derecho subjetivo que los anide, titularidad que los particularice ni representación que los defienda. En este punto el amparo daría un enorme paso en la dirección que mejor conviene a los individuos, y que por eso mismo es la que conviene mejor al amparo, aunque desfallezcan los tecnicismos y padezcan las tradiciones acumuladas.

La fórmula adoptada en el proyecto no ha dejado de suscitar debate. La dialéctica aflora en el libro examinado: una es, por ejemplo, la opinión de Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, que sostiene el proyecto, y otra la de Eduardo Ferrer Mac-Gregor -y quizás Lucio Cabrera, que desearía una expresión más claridosa, sin lugar para la incertidumbre. No omitiré decir que la tutela de intereses difusos pudiera hallarse -distante, por cierto; apenas preliminar y esbozada- en el Derecho procesal transnacional, si se toman en cuenta -sólo lo recojo de paso- algunas muy recientes medidas cautelares dispuestas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en los casos de la Comunidad de Paz San José de Apartadó (Colombia) y de Haitianos ante la República Dominicana.

Otro de los beneficios que ingresarían con las reformas al sistema de amparo serían los vinculados con la tutela internacional de los derechos humanos. Page 209 Esto nos pone a la puerta de un capítulo distinto de la obra comentada: "Derecho procesal constitucional transnacional", que es también la puerta hacia un orden jurídico cualitativamente diferente, en el que todavía persiste una intensa dialéctica. No somos ajenos a ella. Lo vemos ahora y lo veremos, más aún, en los meses o los años venideros. El punto tiene que ver con la tutela internacional de los derechos humanos, en sentido estricto, y con la tutela nacional de derechos internacionalmente reconocidos, que seguramente se hallará en el orden del día de próximos cambios constitucionales, una vez que se resuelva lo que es necesario, como esto, y lo que es prescindible, como muchas cosas más, y por ende se abandone -si tal ocurre- la inquietante idea de relevar la Constitución en su integridad. Ni hay condiciones para ello ni sería pertinente.

Lo que se hallaba terminantemente cerrado -y esta expresión es terminantemente relativa- hasta hace algunas décadas, ha acabado por abrir sus puertas de par en par, aunque todavía rechinen algunos goznes. Al control de constitucionalidad ha venido a añadirse lo que pudiéramos denominar -siempre en aras de los derechos humanos- control de internacionalidad, en la medida en que se trata de valorar actos nacionales a la luz de actos internacionales: aquéllos, de voluntad doméstica; éstos, de voluntad regional e inclusive ecuménica. En este sistema, los controles se multiplican y especializan. Ya se habla de un "control de comunitariedad", en palabras de Jimeno Bulnes, que recoge Bidart Campos.

En fin de cuentas, se trata de un control de juridicidad derivado de una triple idea, traducida en otros tantos planos de una realidad convergente: hay un proyecto humano universal, por encima o por debajo -como se quiera- de particularidades admisibles y hasta plausibles; existe una cultura jurídica en la que ese proyecto se refleja, multiplica y difunde; y han surgido unos organismos jurisdiccionales y no jurisdiccionales que tienen a su cargo servir a tal proyecto conforme a los principios y a las normas que derivan de esa cultura. Así las cosas, nos hallamos en plena formación de una higher law o supreme law of the land -tema que examina Alejandro Sáiz Arnáiz-, no sólo en los conjuntos más homogéneos -la "pequeña Europa" o la "gran Europa", que recuerda Juan Carlos Hitters-, sino en el conjunto total y final -y también germinal- al que todos tributamos, pero que también es Page 210 tributario de todos. En el plano latinoamericano, hay terreno bien labrado: la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el trabajo que a partir de ella han realizado los órganos del correspondiente sistema -observa Carlos Ayala Corao- han generado "un nuevo jus commune para las Américas y concretamente para Latinoamérica".

En este punto también hay que reconocer al proyecto de enmienda constitucional y nueva ley de amparo el acierto de aspirar al control de juridicidad de los actos de autoridad por aplicación de normas internacionales. El proyecto parece recoger solamente los tratados, no así las declaraciones. Esta interpretación se desprende de la propuesta en torno al artículo 103, que alude a filos instrumentos internacionales generales en la materia (de derechos humanos) que estén de acuerdo con la (...) Constitución, celebrados y que se celebren por el Presidente de la República, con aprobación del Senado" (en el mismo sentido, desde luego, el artículo 1º del proyecto de Ley de Amparo). Ahora bien, este último concepto debe vincularse con la fracción X del artículo 89 de la propia Constitución, que faculta al Presidente para "celebrar tratados internacionales, sometiéndolos a la aprobación del Senado", y con la fracción I del artículo 76, que faculta al Senado para "aprobar los tratados internacionales y convenciones diplomáticas que celebre el Ejecutivo de la Unión".

Como se ve, estas disposiciones sólo aluden, explícitamente, a tratados y convenciones internacionales. Sería excesivo -me parece- concluir que la nueva norma puede acoger también todas las declaraciones apoyadas por el voto de México y emitidas por organismos de los que nuestro país sea parte integrante. Estas declaraciones son innumerables, abarcan los más diversos temas y están redactadas, a menudo, en términos muy generales que resultan de los difíciles consensos que es preciso construir para alcanzar las fórmulas que permitan la aprobación de los textos. Los Estados que suscriben las declaraciones cuentan -no siempre, pero sí con gran frecuencia- con que éstas tienen eficacia indicativa, pero no necesariamente crean derechos inmediatamente exigibles. Por otra parte, una cosa sería incorporar bajo la tutela del amparo las grandes declaraciones de derechos humanos, como la Universal y la Americana, ambas de 1948, y otra, hacer esto mismo con todas las declaraciones.

No deja de extrañar la escasa -escasísima- presencia, o dicho de otro modo, la generalizada ausencia de esas disposiciones -que ya son Page 211 "ley suprema de toda la Unión", dice el artículo 133 constitucional- en las sentencias de los tribunales domésticos y en otras resoluciones de autoridad. Hubiera sido deseable que una conveniente tradición aplicativa nacional hubiese precedido y allanado el camino de la aplicación internacional. Me temo que cuando ésta aparezca habrá inquietudes y resistencias, por falta de costumbre: digamos, de "experiencia nacional de la vida internacional".

No es posible, en la presentación de una obra, ir más lejos. Quedan en el tintero del comentario otras cuestiones llamativas, entre ellas la función -un canal para la justicia, que es, a un tiempo, una alternativa con respecto a la jurisdicción- constituida por el ombudsman, examinado por Martínez Bullé Goyri cuya lozanía en México deriva de su inteligente fundación; y ahí mismo, en la tinta, dejo otro tema que hace tiempo permaneció en silencio, como si estuviera sepultado, y últimamente adquirió animación: las facultades investigadoras de la Suprema Corte de Justicia, que culminan en una "opinión autorizada", señala Arteaga Nava sin eficacia vinculante, que debe administrarse en casos excepcionales –"casos graves, de verdadero escándalo público y conmoción nacional", señala Carpizo-, y que bien pudiera, como sugiere Galván Rivera -lo suscribo- desaparecer de nuestra Constitución.

Pero aquí dejaré estos y otros temas: intactos, en lo que a mí respecta, mitad por la falta de espacio y tiempo, y mitad -la mitad más grande, si se admite la expresión- por la falta de competencia de quien formula este comentario. Debo, eso sí, aplaudir la aparición de un libro indispensable: es una suerte de corte vertical, sustanciosa referencia al "estado de la cuestión", que ciertamente varía y progresa todos los días. Pueden sentirse satisfechos quienes lo hicieron posible. Han alcanzado sus objetivos.

He aquí, en una versión estupenda, la mejor confirmación de que lo que advertía el gran Chiovenda: "bajo los arcos del proceso corre la riada inagotable de la suerte humana"; y en este caso, glosaremos, de una suerte más amplia, más general: la del género al que pertenecemos, si se toma en cuenta que es esto precisamente lo que transita bajo los arcos del proceso cuando ahí navegan los derechos del ser humano. Así sucede en el Derecho procesal constitucional, y de ello dan testimonio -en una especie de acta fidedigna- las páginas de esta obra. Page 212

No es menos afortunada la meditación que se halla en el pórtico del libro colectivo, gracias a la bella cita que hacen Miguel Ángel Ramírez González y Eduardo Ferrer Mac-Gregor. La obra recorre el extenso laberinto del Derecho procesal constitucional, y esto no es un mérito menor, pero también tiene otro: descubrir en cada recodo del camino los hechos y los dichos, las frustraciones y las esperanzas de quienes poblamos un continente con infinidad de agravios, pero también multitud de expectativas, que giran en torno al remedio que los juristas plantean: la justicia constitucional. En ese propósito se anuda lo que el poeta peruano Nicomedes Santa Cruz ha llamado "un abrazo latinoamericano". Con él comienza el libro. Con él se puede terminar.

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