Los contextos de la argumentación jurídica: cuatro razones para su enseñanza

AutorMiguel Bonilla López
CargoSecretario de Estudio y Cuenta. Suprema Corte de Justicia de la Nación
Páginas115-121

Los contextos de la argumentación jurídica: cuatro razones para su enseñanza1

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Le referiré a la enseñanza de la argumentación jurídica en el Instituto de la Judicatura Federal. No voy a referirme a todas y cada una de las clases que en el Instituto versan sobre este tema, a sus programas, sus contenidos, sus materiales didácticos, sus mecanismos de evaluación. A este efecto sólo quiero hacer un par de énfasis: de enero de 2000 a la fecha, más de 20 profesores, nacionales y extranjeros, han impartido alrededor de 400 horas de argumentación -prácticamente una Especialidad- en las aulas del Instituto; y hasta donde sé, es, salvo el prestigiado Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, el único centro de investigación que tiene una agenda específica sobre el tema. Estas Jornadas son tan sólo una muestra del trabajo mucho mayor y más intenso que se desarrolla en el seno del Instituto de la Judicatura Federal.

Bien. Voy a hablarles de algo tal vez más modesto, pero que considero previo a cualquier discusión sobre qué enseñar y cómo enseñarlo cuando de argumentación jurídica se habla. Así, esta ponencia tiene que ver más con la justificación de la enseñanza de la argumentación, que con la presentación de una propuesta didáctica sobre el cómo enseñar o cómo se enseña a argumentar a funcionarios judiciales. ¿Qué gano con esto, qué ganan ustedes? Yo, mucho: exponer ante este auditorio -allá

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en el público y aquí en la mesa- mis razones y recabar sus comentarios críticos. En parte, pues, de ustedes dependerá que persista en dar clases de argumentación y, si persisto, que mi clase mejore. ¿Y ustedes, qué ganan ustedes? Quién sabe. Pero ya están embarcados, y ni modo.

Perdonen, entonces, el atrevimiento y la sinceridad. Como sea, no serán más de diez minutos de "emocionante" lectura.

¿Es necesaria la enseñanza de la argumentación en el seno de una escuela judicial? A más de uno podrá parecer una perogrullada preguntarse esto, pero no creo que esté de sobra que les dé cuatro razones, al menos las que yo tengo para presentarme ante mis alumnos. Estas razones, además, proporcionan claves para saber qué debe enseñarse y cómo hacerlo.

Uno de los mejores y más conocidos ius-filósofos contemporáneos, el español Manuel Atienza, encuentra tres porqués a la marcada preocupación de su gremio por la teoría de la argumentación jurídica; a su juicio, hay una explicación teórica, una política y otra pragmática. Me parece que las tres justifican también que se enseñe argumentación en una escuela judicial que se precie de serlo. Las explicaré brevemente y, por mi cuenta, agregaré una más, que denominaré "ética".

Venga la explicación teórica.

Las grandes teorías del Derecho han sido de corte estructuralista. Explican cuáles son sus "ingredientes", por así decirlo. Responden a la pregunta de cómo es el Derecho. La teoría pura es un buen ejemplo: Kelsen se ocupó, fundamentalmente, en describir los componentes del sistema jurídico, tas normas. Sin embargo, frente a esta visión hay otra, inconclusa aún, que pretende describir cómo funciona el Derecho. Si concedemos en que el Derecho, sea lo que fuere, es algo que se aplica, que incide en la vida social, saber cómo es que se aplica no deja de tener su importancia teórica. La argumentación jurídica, evidentemente, tiene que ver muchísimo con ese acto y éste tiene, a su vez, muchísimo que ver con los jueces... ¿Qué no son los jueces los operadores jurídicos que, por antonomasia, aplican el derecho? Consecuentemente, ¿qué no una escuela judicial tendría que afanarse por que sus alumnos -jueces en activo o futuros jueces- mediten sobre la acción que mejor retrata su quehacer: juzgar, argumentar, llevar el Derecho al caso concreto?

Hay más todavía: si hemos de ser francos, quienes hemos tenido que resolver un caso concreto --elaborando un proyecto o dictando una

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sentencia- sabemos que una cosa es el texto de la ley, el articulo, y otra cosa muy distinta es su significado, su contenido. Así, hemos tenido que distinguir entre texto normativo y norma, entre texto y sentido, entre un texto y sus posibles lecturas. Si frente a un mismo artículo, digamos, del Código Penal Federal, existen dos interpretaciones posibles, ¿cuál de ellas es la correcta? Sea cual fuere nuestra respuesta, lo cierto es que si a nosotros se nos encomienda fijar el sentido de ese dispositivo en una sentencia, la norma, esto es, el sentido obligatorio de ese texto legal, es el que nosotros le atribuímos y no aquél o aquellos que desechamos. La norma es lo que los jueces dicen. Tanto como decir: Derecho es, como quieren algunos, lo que los jueces dicen. Y para decirlo, los jueces argumentan.

La explicación política.

En los sistemas de orientación democrática, los actos de autoridad requieren -porque así lo exigen los ciudadanos- de una justificación racional, esto es, que estén cimentados en razones -argumentos- que los validen, que por virtud suya puedan ser discutidos, controlados y acatados. Los jueces, claramente, son órganos públicos que deciden cuestiones que atañen a la polis. A una escuela judicial interesa que sus alumnos -insisto: jueces en activo o futuros jueces- se conciban como autoridades legitimadas en tanto esgrimen la razón como la causa eficiente de su actuar. En un tiempo como el nuestro, por sus claras repercusiones en los ámbitos social, económico y político del país, el interés de la sociedad por los jueces ha ido en aumento. La sociedad está atenta a la actuación de los órganos de gobierno de la judicatura, a la instauración de políticas públicas judiciales y sobre todo a la fundamentación y motivación de las decisiones de los tribunales.

La explicación pragmática. Cito textualmente a Atienza:

Generalmente se dice que la práctica del Derecho consiste de manera fundamental en argumentar y que la cualidad que mejor define lo que se llama un 'buen jurista' es la capacidad para idear y manejar argumentos. Pues bien, aunque sea posible disponer de esa capacidad y, sin embargo, no tener nada que decir en lo que se refiere a los aspectos teóricos de la argumentación jurídica, parece bastante natural pensar que el estudio de la teoría de la argumentación jurídica permite al menos potenciar esas capacidades.

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No podemos sino coincidir totalmente con lo anterior. Estoy cierto de que saber el nombre de la cosas que hacemos o con las que trabajamos eficientiza nuestra labor. Estoy convencido de que saber describir el procedimiento que seguimos en nuestro trabajo, incrementa nuestras habilidades. Así como el carpintero que diferencia el esmeril o la broca y conoce bien los pasos necesarios para hacer una mesa, nos da mayor garantía de que la hará bien, el juez -y el secretario que lo auxilia- que distingue entre un argumento y otro y entiende cómo ordenar las premisas para contestar un agravio o un concepto de violación, nos da mayor garantía de la debida fundamentación y motivación de su sentencia. ¿Cómo entonces una escuela judicial no habría de preocuparse de implementar cursos de argumentación para sus alumnos, animados por un fin: incrementar sus dotes argumentativas, capacitándolos para identificar argumentos, para refutarlos, para convalidarlos; mejorando su estilo; enmendado sus vicios?

Estas tres razones se complementan con una más, de entidad mayor, creo. En efecto: argumentar bien una sentencia -fundarla y motivarla-puede ser un trabajo tan laborioso como uno quiera o, mejor aún, tanto como uno esté comprometido con la justicia. Cuando el compromiso es mayúsculo, cuando la vocación judicial existe intensa, hacer un proyecto de sentencia, dictarla, es un buscar hacer justicia, dar lo suyo a quien corresponda. A veces, ese hacer justicia no resulta complicado. Los hechos están claros, el derecho también. Pero no siempre ocurre así. En ocasiones, muchas, decir el derecho es laboriosísimo: las pretensiones de las partes no son claras, el derecho y los hechos tampoco... La justicia está, por así decirlo, escondida tras la maraña de cien párrafos de conceptos de violación, tras la engañosa escritura con que se redactó una norma. El juez -o el proyectista- tienen que batallar para poner orden donde reina el caos. Y esto cuesta trabajo. Hay que esforzarse. Porque si no, entonces no se hace justicia. No se resuelve nada. ¿Qué justicia cabría esperar de quien, ante el terrible esfuerzo que significa estudiar un asunto complicado -fundar y motivar una solución-, prefiere una salida pronta, fácil? Qué duda cabe que si se cuenta con una técnica, con herramientas, lo laborioso se simplifica. Qué duda, pues, de que enseñar técnicas de argumentación tiende a facilitar el trabajo de hacer justicia.

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Hay una historia que ejemplifica muy bien esto. Me permitiré leérselas. Se llama "El mal juez" y es un cuento popular de origen africano (Ventura, 1982):

Cuentan que un día ocurrieron estas cosas:

El ratón había roído los vestidos del sastre. El sastre fue al encuentro del juez, que entonces era el babuino y que, como siempre, estaba echándose la siesta. Lo despertó y se lamentó de este modo: -¡Babuino, abre los ojos! Toma, mira, he aquí por qué he venido a despertarte, hay agujeros por todas partes. Ha sido el ratón quien ha roído mis vestidos; pero él dice que no es verdad, él echa la culpa al gato. El gato también protesta malvadamente de su inocencia y pretende que es el perro quien lo ha hecho. El perro lo niega todo y rumorea que es el bastón quien lo debe haber hecho. El bastón le echa la culpa al fuego y va diciendo: «Es el fuego, el fuego quien lo ha hecho, el fuego.» El fuego no quiere ni hablar de ello: «¡No, no, no, no soy yo, es el agua!», se limita a decir. El agua hace ver que no sabe nada de esa historia, pero, como quien no quiere la cosa, insinúa que el elefante es el culpable. El elefante se enfurece y carga todas las culpas a lomos de la hormiga. La hormiga se pone roja, se mete en todas partes, chismorrea, alborota a todo el personal y todos ellos se disputan y gritan tan fuerte que yo no puedo llegar a saber quién es el que ha roto mis vestidos. Me hacen perder el tiempo, me hacen ir y venir, correr, esperar, impacientar, discutir, para sacárseme al final de encima sin pagarme. ¡Oh, babuino, abre los ojos y mira! ¡Hay agujeros por todas partes! ¿Qué será de mí? ¡Ahora me encuentro sin un clavo!, se lamentaba el sastre.

Con todo, no podía perder gran cosa, porque era un pobre sastre que tenía una esposa alta y seca y un montón de crios, niños y niñas, y también una mala vieja que se estaba siempre delante de su puerta y no era su abuela, no, ni su suegra, ni una extranjera; formaba parte, no obstante, de la familia -era una vieja bruja que se había hecho dueña de él y de los suyos, y los atormentaba mucho; tenía unos dientes muy largos y una hoja de cuchillo en la espalda le servía de vértebras-; se llamaba Hambre. El Hambre vivía delante mismo de su puerta, y cuanto más trabajaba el sastre, más el Hambre se lo tomaba todo; entraba desvergonzada en la casa de él, vaciaba las calabazas y las ollas, pegaba a los crios, se peleaba con su mujer, disputaba con él, hasta tal punto que el sastre ya no sabía dónde mirar. Y he aquí que ahora el ratón acababa de roer los vestidos de los clientes y los dejaba llenos de agujeros.

En verdad, era un pobre hombre, el sastre, y estaba muy abatido: por eso había ido a despertar al juez, que entonces era el babuino, que siempre se echa la siesta. -¡Oh, babuino, abre los ojos y mira, hay agujeros por todas partes!

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El babuino se puso en pie. Era grande y grueso y reluciente de salud.

Escuchaba al sastre acariciándose el pelo. Sólo pensaba en la delicia de volverse a dormir. Pero no obstante convocó a todos los acusados.

Quería acabar rápido para poder reemprender su sueño.

El ratón vino a acusar al gato; el gato, señaló al perro; el perro, gritó que era el bastón; el bastón, señaló al fuego; el fuego se las tuvo con el agua; el agua, cargó todas las culpas al elefante; el elefante, enfadado, lo cargó todo encima de la hormiga, y la hormiga, también compareció la hormiga, la hormiga roja de rabia, la hormiga mala lengua no paraba de envenenar la cosa. Iba, venía, gesticulaba, explicaba chismes, murmuraciones, calumnias, alentaba a los unos contra los otros, comprometía a todo ei mundo, sin olvidarse, naturalmente, de pleitear por su causa, diciendo que ella no tenía la culpa de nada.

¡Qué alboroto! Todos gritaban a la vez, y la confusión era tan grande y la hormiga se rebullía de tal modo que el babuino ya estaba mareado.

Ya iba a echarlos a todos para poder tranquilamente volver a echarse la siesta, cuando el sastre le recordó su deber de juez, chillando más fuerte que los demás:

-¡Oh babuino, abre los ojos y mira, todo son agujeros!

El babuino estaba muy enojado. ¿Qué debía hacer...? ¡Era tan complicado aquel caso! Y además tenía tanto sueño, un deseo tan dulce de volver a dormir. Ya habría podido toda aquella gente dejarlo en paz y resolver entre ellos sus problemas. Estaba en pie. Era grande y grueso y reluciente de salud. Los miraba a todos mientras se acariciaba el pelo.

No pensaba en otra cosa que en volverse a dormir.

Entonces dijo:

-Yo, babuino, juez supremo de todos los animales y de los hombres, os mando lo siguiente: ¡Castigaos a vosotros mismos!

¡Gato, cómete al ratón!

¡Perro, muerde al gato!

¡Bastón, pega al perro!

¡Fuego, quema al bastón!

¡Agua, apaga al fuego!

¡Elefante, bébete al agua!

¡Hormiga, pica al elefante!

-¡Iros! He dicho.

Los animales salieron y el babuino se fue a dormir. Y desde entonces los animales no se pueden ver. Sólo piensan en hacerse daño.

La hormiga pica al elefante.

El elefante se bebe el agua.

El agua apaga el fuego.

El fuego quema al bastón.

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El bastón pega al perro.

El perro muerde al gato.

El gato se come al ratón.

Etcétera.

Pero, ¿y el sastre?, me diréis, ¿el sastre?

¿Quién pagó al sastre los vestidos rotos?

¡Ah! sí, ¿el sastre?

Pues bien, el babuino lo había olvidado como si tal cosa. Por esto el hombre siempre pasa hambre.

El hombre trabaja, el babuino duerme.

El hombre espera siempre justicia.

Siempre tiene hambre.

Pero también, cuando el babuino quiere salir de casa, enseguida se pone a correr a cuatro patas para que el hombre no lo reconozca. Es por esto que, desde entonces, lo veréis siempre correr a cuatro patas.

Porque fue un mal juez perdió la facultad de levantarse, de andar erguido.

Hay, entonces, una razón ética que exige a una escuela judicial capacitar a sus alumnos para bien argumentar. Hay una razón ética para exigirnos a nosotros mismos saber argumentar: para enseñarnos a caminar erguidos entre los hombres.

Señoras y señores: argumentemos, pues.

Muchas gracias.

Bibliografía

Atienza Manuel (1991), Las razones del derecho. Teoría de la argumentación jurídica, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.

______(1996), Argumentación jurídica, en El derecho y la justicia, Madrid: Trotta.

Ventura, Nuria y Duran, Teresa (1982) (trad. Teresa Duran), Cuentacuentos. Una colección de cuentos para poder contar, Madrid: Siglo XXI.

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[1] Ponencia presentada en las Jornadas sobre Interpretación y Argumentación Judiciales, el día 16 de octubre de 2002, en la mesa de trabajo correspondiente al tema: Los contextos de la argumentación jurídica.

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