Capítulo XXIX

AutorRafael Estrada Michel
Páginas478-510
Capítulo XXIX
Manifest aciones populares en La Hab ana
Serapio Rendón
Llegada de la fam ilia Madero
Actitud del gobierno de Cub a
Opinión de la Ca ncillería de Washin gton
Muerte de mi madr e
Mi regreso a Mé xico
El presidente Wi lson niega su reconoci miento al presidente Huer ta
La situación del embajador
La tiran ía de Huerta
Orozco se somete y Zapat a desconoce la dictadura
Hostilidad de lo s reaccionarios contra el m inistro de Cuba
El régimen militar y la Cancillería
El subsecreta rio Pereyra
El mini stro De la Barra y los ataques de l a prensa a Cuba y a su representa nte
De la Barra pre fiere los medios amables
Declaraciones de l canciller
La gratitud mexic ana
Resuelvo reti rarme de México
El fin de mi ca rrera diplomática.
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I
La tragedia mexicana fue un acontecimiento mundial que produjo, en
Cuba, extraordinaria sensación. Madero, traicionado, había estreme-
cido a nuestro pueblo. Madero, mártir, lo indignó. En un meeting, a la
intemperie, el ex ministro Loinaz del Castillo hizo una de sus caldeadas
arengas; y la muchedumbre, allí reunida, ovacionó al orador. Luego,
pronunciáronse otros discursos en igual registro de vehemencia; y,
al concluir, subió a la tribuna, para dar las gracias al pueblo cubano
por aquella demostración de fraternidad, un hijo ilustre de México,
grande y noble amigo de Madero, que había llegado, la víspera, a
nuestra hospitalaria capital. Serapio Rendón (su nombre) era uno de
los más activos e inteligentes paladines del gobierno en la Cámara
de los Diputados; y formaba en el grupo que llamó, el Parlamento, Bloque
Liberal Renovador. Abogado muy culto, hombre de severas doctrinas,
y fácil palabra, tuvo, en el Congreso, lucidísimo papel, y, por conse-
cuencia, tornóse blanco de las iras del partido opositor. Aunque naci-
do en tierras de Tabasco, se educó en Yucatán, lugar donde reside su
familia, y dábanlo por yucateco sus compañeros de brega en el Dis-
trito Federal. Ha largos años nos conocimos en Mérida, muy jóvenes
los dos; reanudamos la vieja amistad, una tarde, en Chapultepec; y la
estrechamos, entonces, a través de su infortunio. En la estación de Bue-
navista aquella noche siniestra del 19 de febrero, lo encontraron los
familiares de las víctimas, decidido a expatriarse con los “presidentes
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M. Márquez Sterling
de-puestos”, como solían decirles. Pero, tardaba el ministro de Cuba,
con su glorioso depósito; y aprovecharon Serapio, y otros de sus
amigos, para irse, un tren ordinario, que arrancara con destino a Ve-
racruz. Ojos grandes, nariz aguileña, cabellera blonda, y afeitada la
cara, pudo fingirse angloamericano ante los esbirros que pretendie-
ron arrestarle, en un paradero; nuestro cónsul, Sanjenís, le prestó
servicios de salvamento; y supo, al poner el pie en La Habana, la
noticia del gran crimen. Las frases que dirigió al pueblo, a nombre de
su país, llevaban palpitante la impresión de la catástrofe. Y el auditorio
aplaudió estruendosamente al atormentado patriota. Esa misma mul-
titud, aun multiplicada, en los muelles, y en las calles que conducen
al centro, esperó el desembarco de la familia Madero, pasadas las 10
de la noche del 1 de marzo. El secretario Sanguily, con numeroso
elemento oficial, y las hijas del presidente Gómez, recibiéronla en la
Capitanía del Puerto; los automóviles en que se trasladó al hotel Telé-
grafo, iban envueltos en inmenso oleaje humano, y fue menester que
la policía despejara los contornos del edificio para que entraran los
viajeros, profunda y justamente conmovidos. En la puerta, entre cen-
tenares de personas, divisé a Serapio Rendón que pugnaba por acer-
cárseme con los párpados muy abiertos. Me presentó, allí mismo, al
poeta Solón Argüello y al diputado Aguirre Benavides. Los tres ha-
brían de ser inmolados a la causa de la libertad. Rendón y Argüello, a
manos de los verdugos de Huerta. Aguirre Benavides en la disidencia
revolucionaria de Francisco Villa. Cada uno tiene su historia y a gran-
des rasgos la cuenta, y le exprime su particular filosofía. ¡Vieron y
oyeron y padecieron tanto! Un burgués pacífico y tranquilo, volvióse
furibundo vengador; a poco, cierto individuo de costumbres morige-
radas armó su diestra de puñal; y aquellos que debieran obedecer,
trocaban su mansedumbre en autoridad y gobernaban, al vecino, con
el gatillo de la pistola amartillado. A un buen sujeto, y buen demócrata,

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