La Audiencia Real y su influencia en el Constituyente Mexicano de 1824

AutorJorge Chaires Zaragoza
CargoDoctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid
I Introducción

Para entender y valorar la influencia española, en el sistema de justicia en México, empezaremos por explicar la recepción de las ideas liberales en la Nueva España que determinaron el rumbo de nuestro país. En la segunda parte de nuestro trabajo, analizaremos la organización de los tribunales preliberales tanto en España como en la Nueva España, destacando la pugna entre los virreyes y las Audiencias. Finalmente estudiaremos la influencia de la Constitución de Cádiz en México, centrándonos en la controversia entre las ideas conservadoras de los oidores peninsulares de la Audiencia de México y las ideas liberales de los criollos del Ayuntamiento de la ciudad de México.

II Recepción de las ideas liberales en México

Las ideas de un Estado constitucional liberal y, por consiguiente, las de un poder judicial como tercer poder del Estado de conformidad con la concepción de Montesquieu, llegan a México en un contexto de incertidumbre social en el que confluyen las aspiraciones de abolición de la esclavitud y de independencia de la corona española. Aquellas ideas y estas aspiraciones finalmente se concretan a causa de diversos factores tanto internos como externos.

Las ideas liberales de Europa occidental y de la América septentrional fueron factores determinantes que contribuyeron a la formación del proceso emancipador de toda Hispanoamérica y a la consagración del constitucionalismo liberal. Siguiendo a Soberanes (1992: 75-76) podemos decir que la Ilustración y sus postulados fueron la fuerza exógena que movió nuestra guerra de Independencia. De esta forma, la consagración de las ideas liberales en un texto constitucional se ha identificado con el nacimiento mismo del Estado mexicano, ya que las constantes y conflictivas manifestaciones preindependentistas hicieron necesario elaborar una Constitución como instrumento para elevar el derecho sobre el poder, evitando el abuso de la autoridad mediante normas preestablecidas.

Las obras clásicas del pensamiento liberal de Europa, así como la idea de emancipación y de un texto fundamental, impactaron en los pensadores mexicanos de principios del siglo XIX. El concepto de felicidad y del estado de naturaleza de John Locke, el contrato social y la voluntad general de Rousseau, la división de poderes de Montesquieu, el constitucionalismo de Sièyes y Constant, ideas de pensadores como Bentham, Jovellanos y Batel (Ferrer y Luna, 1996: 20-ss),1 la declaración de independencia y del pacto federal del constituyente norteamericano, así como los conceptos liberales del constituyente de Cádiz, fueron ideas que, junto al sentimiento nacionalista del proceso de independencia, influyeron en los redactores de la Constitución de 1824. Según Reyes Heroles (1957), desde las luchas preparatorias de la independencia se gesta la identificación entre el concepto de nacionalidad y los presupuestos del liberalismo.

No obstante, es necesario subrayar que la obra de la Ilustración llegó a México sólo a través de una pequeña minoría de criollos pertenecientes a las élites sociales e intelectuales que tenían la oportunidad de realizar viajes y estudios en Europa, así como de extranjeros afectos a la Ilustración y de libros que se introducían clandestinamente (Pérez, 1993: 69-76). Ferrer y Luna (1996) consideran que no es prudente imaginar que el entusiasmo por las ideas liberales hubiese prendido en estratos amplios de la sociedad, ni siquiera de aprecio predominante entre los criollos. Sólo un grupo pequeño, aseguran, participó de la admiración por los ideales republicanos norteamericanos y revolucionarios franceses (op. cit.: 17).

Estos libros de tendencia liberal considerados prohibidos y que circulaban de mano en mano fueron objeto de rigurosa vigilancia por las autoridades civiles y eclesiásticas. Para su impresión se sometían a una severa revisión, y para que salieran a la luz era indispensable la licencia de ambas autoridades. Lucas Alamán señala que debemos añadir a esto la mala calidad de las traducciones, una de las razones que se adujeron, en 1835, para el establecimiento de una academia de la lengua.

Un ejemplo del condicionamiento impuesto por las circunstancias a los traductores de las obras de la Ilustración es la versión en español de El contrato social, escrito por Rousseau; que publicó en 1810 Mario Moreno, uno de los más radicales revolucionarios, el cual para ahorrarse complicaciones, suprimió todos los pasajes sobre el cristianismo y sobre la religión. Del mismo modo, cuando Severo Maldonado editó —en 1822— El contrato social, intercalado con otros varios escritos y comentarios que integraban el primer tomo de su Final del Imperio Mexicano, aligeró su contenido suprimiendo, entre otras partes, la introducción y el capítulo I del libro primero. Tampoco era completa la traducción libre de algunos capítulos de la misma obra que publicó el periódico de tendencias centralista El Sol, en febrero de 1824 (Ferrer y Luna, 1996: 17-18). El grado excesivo de vigilancia llegó a prohibir la entrada de extranjeros al país, principalmente franceses y norteamericanos, y la salida del reino de todo aquel que fuese considerado sedicioso.

Por lo tanto, para que se consagrara el triunfo de las ideas liberales en México tuvieron que influir otros factores, ya que la mayoría del pueblo era ajena a las ideas de la Ilustración, como el sentimiento nacionalista y la difícil situación social que determinó la precipitación del movimiento independentista, que posteriormente permitió el establecimiento de un Estado liberal constitucional.

Al respecto, es de mencionar que Reyes Heroles considera que: era obvio que las masas no llegasen al programa del liberalismo, ya que al iniciarse la lucha por la independencia, sólo 30,000 mexicanos sabían leer, por lo que una amplia difusión del liberalismo era imposible y la misma estratificación social del país lo estorbaba… No obstante, había objetivos concretos del liberalismo que sí llegaban a las masas; los problemas inmediatos, directos, las aspiraciones imprecisas de grandes núcleos de población, encontraban respuestas o, al menos así se creía, en los principios liberales o en algunos de ellos (op. cit.: XII).

Finalmente, la recepción de las ideas liberales de Norteamérica y de Europa significó para México una Constitución en donde se plasmó la abolición de la esclavitud, la declaración de una América libre e independiente, el reconocimiento de la soberanía del pueblo, una república federal como sistema de Estado, un gobierno dividido en tres poderes, la igualdad de todo ciudadano ante la ley, así como la confirmación de la religión católica como única sin tolerancia de cualquier otra (Tena, 1992: 168). Esta intolerancia religiosa del constituyente mexicano se explica si consideramos que las ideas liberales se expandieron en la Nueva España en gran medida por la obra del clero insurgente, lo que significó que no llegara la libertad de religión.

La tolerancia religiosa, por lo tanto, no entró dentro de las ideas del liberalismo mexicano de principios del siglo XIX. Así, por ejemplo, el artículo 3º de la Constitución de 1824 declaraba que: La religión es y será perpetuamente la católica y prohibía el ejercicio de cualquier otra. Precepto que atacó Luis Mora pues consideraba que la invariabilidad de ciertas disposiciones eran injustas, ridículas e insubsistentes, la intolerancia religiosa era un ataque a la moral pública de los pueblos, ya que aunque no exista ningún pueblo sin religión, la autoridad civil no debe prescribirla (Luis Mora, 1986, t. 5: 316-320).

III Los tribunales de justicia preliberales en la Nueva España
1. La organización de justicia en la Corona española

La organización de las instituciones políticas de España tienen su principal precedente en las obras de Alfonso X y Alfonso XI de Castilla, de Pedro III y Pedro IV de Aragón, y con la influencia política del reinado de los Reyes Católicos (Pérez Bustamante, 1995: 97); sin olvidar, por supuesto, la trascendental obra para la organización de justicia castellana de Enrique II, en las Cortes de Toro de 1371.

Para Pérez Prendes los ordenamientos de las Cortes de Alfonso XI, en especial las Cortes de Alcalá de Henares de 1348 (en las que se introdujeron una serie de 96 transformaciones en el derecho castellano) se pueden considerar como el hito que marca el fin del periodo alto medioevo en el aspecto legislativo. Así, en las Cortes de Toro de 1371, se promulgan cinco ordenamientos, uno de ellos relativo a la administración de justicia; se creaba una Audiencia Real; se nombraban jueces y funcionarios, y se delimitaban sus atribuciones. Pérez Prendes las considera como uno de los textos fundamentales de la historia de la organización judicial castellana (Pérez Prendes, 1986. V.I.: 712-ss). En el mismo sentido, Tomás y Valiente (1983: 253) considera que a partir de Cortes de Toro se puede hablar de un derecho castellano, es decir, de la Corona de Castilla, que finalmente se extendió después a los nuevos territorios incorporados a la Corona de Castilla.

Durante la Edad Media la administración de justicia en la península Ibérica se caracterizó por el hecho de que la función jurisdiccional del Estado competía a los mismos órganos y oficiales de la administración en general (Valdeavellano, 1977: 555). De acuerdo a García Gallo ya para el siglo XIV se trata de dar una organización precisa a la administración central. Primero, se quiere someter de forma regular las funciones de gobierno y justicia a la actuación de órganos colaboradores del rey; en segundo lugar, se busca diferenciar los asuntos de gobierno general de los de carácter judicial, pero nunca renunciando el rey a intervenir personalmente en ellos (1987: 896).

La justicia era atribuida al Estado y articulada en forma jerárquica: al monarca como soberano le correspondía la función judicial como obligación de preservar la paz y el orden en el reino, pero nunca por sí sino rodeado de consejeros y auxiliares. Al respecto, García Gallo (1987: 894) señala: cualquiera que sean los auxiliares y la función que desempeñen, la función de atender los asuntos de mayor importancia siempre se imputa al rey, que por ello aparece en todo momento como el único protagonista de los actos de gobierno. De esta forma, se constituye la Casa del rey que, junto al monarca, forman la Corte integran un Tribunal real. Posteriormente, la impartición de justicia se comenzó a delegar en organismos subordinados al monarca.

Después del monarca, el órgano supremo de la monarquía española fue el Consejo Real de Castilla (Salustiano, 1982: 7-ss),2 instancia consultiva privada del rey, creada por Enrique II hacia 1371, reformada por Juan I en las Cortes de Valladolid de 1385, en donde se regulaba su composición y competencias. Pérez-Bustamante encuentra su antecedente en el grupo de consejeros que acompañan a Fernando III de Castilla (1217-1252), especializándose dentro del mismo organismo un consejo secreto o de la poridad. Este órgano tenía como misión principal la de asesorar al monarca en los asuntos de gobierno del reino, quedando exceptuado lo relativo a la administración de justicia que le competía a la Audiencia (1995: 100); concebida como tribunal propiamente dicho. Ya para el siglo XVI y a causa de la expansión territorial, la especialización de la actividad administrativa y la acumulación de diversos tipos de asuntos, se crearon nuevos Consejos, como los de Aragón, de Guerra, de Inquisición, de Indias, entre otros.

El órgano jerárquicamente inferior al Consejo Real de Castilla era la Audiencia y Chancillería real (Gallo, 1987: 892; y, Valdeavellano, op. cit.: 564).3 En las Cortes de Toro, convocadas por Enrique II de Castilla en 1371, se reorganizó el Tribunal de la Corte constituyéndose entonces un tribunal permanente especializado en asuntos de justicia denominado Audiencia, identificada con la justicia del rey; separándose así las funciones propias del gobierno encargadas al Consejo de las exclusivamente judiciales de la Audiencia. Bustamante plantea que Enrique II organizó el Tribunal de la Corte y dispuso que se constituyera en Curia o Corte Regía una “Audiencia”, como cuerpo colegiado de jueces permanentes. Integrado por siete “Oidores” (tres prelados y cuatro jurisperitos), que debían reunirse para administrar justicia todos los lunes, miércoles y viernes de cada semana en el palacio del Rey o en el de la Reina, si el monarca no estuviese presente; o en la casa del “Canciller” o “Chanciller Mayor”, o en la iglesia del lugar en que se hallase la Cancillería o Chancillería (1995: 563-564).

Las sentencias de la Audiencia, que eran colegiadas, se autentificaban con el sello de la Chancillería, que era el órgano burocrático de la Casa del rey que despachaba y formalizaba todas las decisiones reales. La Audiencia y Chancillería, estaba constituida en un principio por instituciones distintas, ya que la Chancillería era un órgano de expedición y registro documental de todas las decisiones de la Casa del rey. Posteriormente llegaron a identificarse ambos términos en un sólo organismo (Bustamante, op. cit.: 114; Gallo, 1987: 894). La Audiencia, pues, como afirma Valdeavellano, se constituyó en estrecha relación con la “Cancillería” real, organizadas como dos distintas instituciones pero integradas en la Corte Regia, de ahí que en el siglo XV se le conozca con el nombre de Audiencia y Chancillería real (op. cit.: 564).

2. La organización de justicia en la Nueva España

Con la incorporación de las Indias a la Corona de Castilla, el derecho de Castilla se trasplantó de forma íntegra a las Indias, de modo que, en un principio, las leyes e instituciones de Castilla se trataron de adaptar a la vida del Nuevo Mundo. Posteriormente, y de acuerdo a las circunstancias sociales de las Indias, muy diferentes a las de la península, fue necesario crear leyes e instituciones para regir la vida en esas tierras (Tomás y Valiente, op. cit.: 339).

La Ley IV, ubicada en la Título I, Libro 2, de la Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, publicada por orden de D. Carlos II en 1681, se estableció:

Que se guarden las leyes que los Indios tenían antiguamente para su gobierno, y las que se hicieren de nuevo. Ordenamos y mandamos, que las leyes y buenas costumbres, que antiguamente tenían los Indios para su gobierno y policía, y sus usos y costumbres observadas y guardadas después que son Christianos, y que no se encuentren con nuestra Sagrada Religión, ni con las leyes de este libro, y las que han hecho y ordenado de nuevo se guardan y executen; y siendo necesario, por la presente las aprobamos y confirmamos, con tanto, que nos podemos añadir lo que fuéramos servido, y nos pareciere que conviene al servicio de Dios nuestro Señor, y al nuestro, y á la conservación y policia christiana de los naturales de aquellas Provincias, no perjudicando á los que tienen hecho, ni á las buenas y justas costumbres y estatuto suyos (1943: 218).

De esta manera se creó El Consejo Real de Indias en el año de 1523 en el reinado de Carlos (Ayala, 1989: 157).4 El Consejo de Indias era la instancia de mayor jerarquía para los asuntos de las Indias que, subordinado al monarca, servía como órgano consultivo para la Corona. Con sede en la península era, además, el cuerpo legislativo de donde emanaban las leyes que debían regir en aquellos territorios. Carlos I dispuso en 1542 que el Consejo estaría compuesto por un presidente, que sería el Gran Chanciller de las Indias y Consejero, de ocho consejeros letrados, un fiscal y dos secretarios y un teniente de Gran Chanciller entre otros (Ley I, del Título 2, Libro II, Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, 1943: 228). El Consejo Real de Indias contaba con varias Salas, como por ejemplo, la Sala de Gobierno o Consejo, cuerpo que agrupaba a todos los miembros; la de Justicia, de la que sólo formaban parte los consejeros “letrados”, con exclusión de los que no lo son, denominados “de capa y espada”, y del propio presidente; desde 1595 existía también la Junta de Hacienda, y la Junta de Guerra, a partir de 1609 (Gallo, 1987: 781-782).

La Sala de Justicia, en la que también intervenía el fiscal sólo en los pleitos civiles y en los asuntos criminales, procedía como cualquier otro tribunal de justicia ajustándose estrictamente a la ley. Según afirma García Gallo, nadie ajeno intervenía en sus deliberaciones y ni siquiera el rey interfería en las decisiones del Consejo (ídem.: 783); el fallo dictado por la Sala era definitivo e inapelable, lo que supone su pleno poder en materia de justicia.

El principal órgano jurisdiccional en las tierras de las Indias fueron las Reales Audiencias (Ayala, op. cit.: 7).5 Éstas conocían de todos los asuntos civiles y criminales, según y como deben y pueden conocer los oidores de las audiencias y chancillerías de Valladolid y Granada (Ley XXXII, Título 15, Libro II. Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, 1943: 333); sólo el Consejo Real de Indias como representante de la autoridad real estaba por encima de ellas.

En el territorio mexicano había dos Audiencias, la de Nueva España establecida en la ciudad de México y la de Nueva Galicia con residencia en Guadalajara. La Audiencia de México se crea el 27 de noviembre de 1527 y la presidía el virrey, en tanto que la Audiencia de Guadalajara, subordinada a la de México, fue creada por cédula del 13 de febrero de 1548 y presidida por el Gobernador (Alamán, 1985: 49).6 En 1776, con las reformas administrativas realizadas por Carlos III se crea la figura del regente de la Audiencia, ejerciendo todas las funciones que anteriormente tenía asignadas el oidor decano, que era el enlace entre la Audiencia y su presidente, en el caso de la ciudad de México el virrey, y la de Guadalajara el gobernador (Soberanes, 1977: 241); figura que cobraría gran importancia dentro de la vida política de la Nueva España. Los regentes como los demás oidores de este tribunal eran designados directamente por el rey, generalmente a propuesta del Consejo de Indias (Soberanes, 1980: 45). Las disposiciones de las Audiencias tenían la misma fuerza obligatoria que las emanadas por el rey. En la ley del 13 de julio de 1530, dictada por D. Carlos I disponía: “Que se cumpla y guarden los mandatos de las audiencias, como si fueran del Rey” (Ley XVI, Título 15, Libro II. Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, 1943: 330).

Las Audiencias de Indias, como los Consejos de España, tenían varias atribuciones de carácter administrativo además de las judiciales funcionando como organismo consultivo de los virreyes a través de la junta de oidores, lo que se denominó el Real Acuerdo (Gallo, 1987: 938; 1972: 661-669).7 El cargo de los oidores era de gran prestigio, no sólo por la importancia de sus facultades como consejeros de los virreyes y como supremo tribunal, sino también, y sobre todo en el caso de la Audiencia de la ciudad de México porque actuaba como máxima autoridad, ya que en ausencia del cargo de virrey el regente de la Audiencia asistido por los oidores ejercía todas las funciones de aquél mientras duraba la vacante. Así lo estipulaba la Ley LVII, del Título 15, Libro II, de la Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias (1943: 340):

Que faltando Virey, ó Presidente gobiernen las Audiencias, y el oidor mas antiguo substituya el cargo de Presidente, y se guarde lo mismo siendo Capitán General. Mientras que la Ley XXXVII especificaba, que la Audiencia de México en vacante de Virey gobierne las Provincias de la Nueva España y la Guadalaxara guarde sus órdenes. De esta forma, aunque el gobierno de la Nueva España radicó en el Virrey, fue asesorado, vigilado y controlado por los oidores de la Real Audiencia (Soberanes, 1980: 46).8 En cuanto a su competencia judicial, las Audiencias funcionaban como tribunales de apelación; así Felipe II, en cédula del 19 de marzo y 4 de julio de 1570, dispuso que las Audiencias no conocerían en primera instancia de causas civiles ni criminales entre españoles, indios u otras personas (Leyes LXVII y LXX del Título 15, Libro 2, de la Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, 1943: 343-344). Las Audiencias conocían en apelación de los autos, acuerdos y órdenes proveídos por los virreyes y presidentes, pudiendo presentarse contra sus sentencias el recurso de súplica al rey representado por el Consejo de Indias (Ayala, op. cit.: 13, 16).

La administración de justicia durante los tres siglos del gobierno español se caracterizó por la pugna entre los virreyes y la Audiencia, por la dificultad de calificar cuáles debían tenerse por negocios de gobierno y cuáles pertenecían a la autoridad judicial. La ley del 20 de noviembre de 1542, dictada por Carlos I, dio a los virreyes facultad de administrar justicia; sin embargo, a consecuencia de los constantes conflictos entre éstos y los oidores de la Audiencia, se dispuso en 1595 que los virreyes no tendrían voto en materia de justicia.

En la Ley XXXVI, Título 15, Libro 2, de la Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias (1943: 334), se estableció que:

Porque algunas ocasiones han sucedido diferencias entre los Vireyes, ó Presidentes, y Oidores de nuestras Reales Audiencias, sobre que los Vireyes, ó Presidentes exceden de lo que por nuestras facultades les concedemos, é impiden la administración y execucion de la justicia…, el Virey, o Presidente perseverare en lo hacer y mandar executar…, los Oidores nos dén aviso particular de los que hubiere pasado, para que nos lo mandemos remediar como convenga.

Por su parte, la Ley primera del Título 3, Libro III, señalaba que:

Establecemos, y mandamos, que los Reynos de el Perú y Nueva España sean regidos y gobernados por los Vireyes, que representan nuestra Real persona, y tengan el gobierno superior, hagan y administren justicia igualmente á todos nuestros subditos y vasallos [...]; mientras que la ley XXXII, del Título 15, Libro II, estableció: Declaramos que los Virreyes de Lima y México por presidentes de las Reales Audiencias no tienen voto en las materias de justicia. Y mandamos que dexen la administración de ella á los Oidores de las Reales Audiencias (loc. cit.: 333, 543).

A principios del siglo XIX las polémicas entre el virrey y la Audiencia aumentaron. Las limitaciones en materia judicial del virrey eran evidentes y la presidencia del mismo en la Audiencia de México se había reducido, como dijimos antes, a un mero título, especialmente desde que se crearon los regentes que eran en realidad los que presidían la Audiencia (Alamán, op. cit.: 42). Esta relación se vio agravada en los sucesos de 1808 que dividieron al Ayuntamiento de la ciudad de México, apoyado por el virrey, y a la Audiencia; situación que le costó finalmente el virreinato a Iturrigaray. Para principios del siglo XIX a la Audiencia se le consideraba el verdadero poder soberano de la Nueva España (Mora, op. cit.: 180).

En la esfera local, las funciones de la administración de justicia no marcan, hasta principios del siglo XIX, una diferenciación total entre los alcaldes ordinarios y los corregidores. En las distintas divisiones territoriales tampoco existe mucha diferencia en las funciones de los gobernadores y alcaldes mayores. Los diversos órganos cuidan de ambas funciones, pero en grado de apelación conocía la Audiencia concebida, según hemos indicado, como tribunal superior (Gallo, 1987: 866-867).

La administración de justicia, en la época que contemplamos, estaba en franca decadencia, y los acontecimientos de principios del siglo XIX en la Nueva España crearon un verdadero estado de emergencia que la dificultaron aún más. La carga de trabajo de las Audiencias se vio aumentada por la perturbación de la tranquilidad pública, de forma que las detenciones por traición, sublevación, espionaje o deserción militar se incrementaron de forma significativa. Lorenzo de Zavala, al referirse a la administración de justicia, afirma que:

El Poder Judicial, que parecía estar en alguna manera independiente al ejercerse por los jueces de primera instancia, cuando el virrey o el Capitán general tomaban algunos intereses en los pleitos o en los juicios y siendo presidente de las Audiencias en donde debían terminarse, era imposible obtener justicia contra la voluntad del virrey. Los procesos se eternizaban, y no era extraño ver durar una causa cuarenta, cincuenta o cien años sin ver su término (1985: 33).

3. La administración de justicia en la Constitución de Cádiz y su aplicación en la Nueva España

La primera transformación de la administración de justicia en la Nueva España se dio con la entrada en vigor de la Constitución de la Monarquía Española, promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812. La Constitución estableció en sus artículos 242 y 243 la potestad de los tribunales de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales, no pudiendo ni las Cortes ni el rey ejercer en ningún caso las funciones judiciales.

El apartado cuarto del artículo 171 de la citada constitución estableció, dentro de las atribuciones del monarca, la de nombrar —a propuesta del Consejo de Estado— a todos los magistrados civiles y criminales. Para ser nombrado magistrado o juez se necesitaba haber nacido en el territorio español y ser mayor de 25 años (artículo 251); el artículo 252 disponía la duración y garantías del cargo: Los magistrados y jueces no podrán ser depuestos de sus destinos, sean temporales o perpetuos, sino por causa legalmente probada y sentenciada, ni suspendidos sino por acusación legalmente intentada; mientras que el artículo 254 establecía que el soborno, el cohecho y la prevaricación de los magistrados y jueces se castigaban con la acción popular.

Con la expedición del Reglamento de las Audiencias y Juzgados de Primera Instancia, por las Cortes españolas, el 9 de octubre de 1812, el territorio del imperio español quedó dividido en 27 distritos judiciales, a cuyo frente debería haber una Audiencia Territorial (Cabrera, 1986: 22-23). Se creó el Supremo Tribunal de Justicia con residencia en Madrid que estaba por encima de las Audiencias, que fueron limitadas a conocer solamente en segunda y tercera instancia las causas que tuvieran su origen en los juzgados inferiores dentro del territorio de la misma Audiencia. Fue suprimida la diferencia entre oidor y alcalde del crimen para formar una sola categoría, la de magistrado, cuyo número variaba según la importancia del distrito judicial. La presidencia de la Audiencia le correspondió a un regente y no al antiguo virrey o gobernador. La Audiencia Territorial de México tendría 12 magistrados y constaría de tres salas; dos para pleitos civiles y una para las causas criminales. Por último, cada diputación provincial dividiría su territorio en partidos judiciales, uno por cada cinco mil habitantes en ultramar, con un juez letrado al frente de ellos (Arnold, 1981: 363).

El 8 de septiembre de 1812, por orden de la Regencia de la monarquía española, el virrey Venegas publica el ejemplar de la Constitución de Cádiz en la Nueva España, que fue jurada el 30 del mismo mes; pero las ideas conservadoras de éste y de la Audiencia de la ciudad de México, los conflictos de la revolución insurgente y los problemas por los que atravesaba la Corona española —consecuencia de la invasión francesa—, impidieron que se aplicara debidamente. De forma que los cambios en la organización de los tribunales encargados de sustituir a las Audiencias no se hicieron hasta un año después por el nuevo virrey Callejas.

En efecto, la Audiencia de la ciudad de México se opuso severamente a las reformas de la Constitución de Cádiz ya que aquélla quedaba reducida a un mero tribunal regional de apelación con funciones muy limitadas, al tiempo que se prohibía a los tribunales ejercer otra función que la de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, sin poder tener conocimiento alguno sobre los asuntos gubernativos o económicos (Delgado, 1984: 31). Los oidores, desde posturas conservadoras, trataron de evitar que se hicieran cambios radicales en la administración de justicia argumentando ante el Rey, en informe dirigido el 18 de noviembre de 1813, sobre el infelicísimo estado de las cosas en Nueva España:

Que en las circunstancias por las que atraviesa la Nueva España, se comprometía la seguridad del Estado si se aplicaban determinados artículos relativos a la administración de justicia, y más adelante especifica, que tampoco se puede observar aquí, por ahora, lo mandado acerca de conservar y proteger la libertad civil y la propiedad, ni aun en las disposiciones más expresas y terminantes.

La Gran Carta del Pueblo Español, grata y respetabilísima para todos sus individuos, no ha podido ni puede en estos calamitosos momentos ejecutarce en la Nueva España, por las complicadas circunstancias en que se encuentra; y que el simulacro de ella, que es todo en cuanto en los tiempos presentes puede haber aquí, lejos de producir la felicidad de esta sociedad política, es incompatible con su existencia (ídem: 33-34).

En este informe, la Audiencia le hace saber al rey de los artículos que no han sido puestos en ejecución, manifestando que cuando se pretendió darles eficacia todo se hizo ilegalmente y con notorios excesos.

El 4 de mayo de 1814 y por decreto de Fernando VII publicado en Madrid el 11 del mismo mes, se declaran nulos y sin ningún valor ni efectos la Constitución y Decretos de las Cortes de Cádiz. Este decreto se publicó en la Nueva España el 17 de septiembre de ese año, por lo que se restauraba la monarquía absolutista y el sistema tradicional de administración de justicia. La Audiencia reaccionó expresando su postura en el Real Acuerdo del 5 de diciembre de 1814:

El cáncer del liberalismo, que tanto había estorbado la paz y la estabilidad pública, felizmente se había terminado con la derogación de la Constitución y que Nueva España ya podía estar en el futuro más confiada en su porvenir (Arnold, 1981: 370).

El 15 de diciembre el virrey Calleja ordenó el restablecimiento del sistema judicial y de todos los asuntos de gobierno al estado que tenían el 1º de mayo de 1808. Los magistrados de la Audiencia territorial volvieron a ser oidores de la Audiencia real, además de que se trató de restablecer los tribunales suprimidos pero con muy poco éxito.

El 1º de junio de 1820 en la Nueva España se volvió de nuevo a jurar lealtad a la Constitución española de 1812, previamente restablecida en la Península el mes de marzo del mismo año. La Constitución estuvo provisionalmente en vigor, pues con la entrada triunfal en la ciudad de México de las fuerzas insurgentes, encabezadas por el ex-jefe realista Agustín de Iturbide —el 27 de septiembre de 1821—, se lograba consumar la independencia nacional sobre la base de los postulados liberales de la misma constitución gaditana, prolongándose prácticamente su vigencia hasta la promulgación de la Constitución mexicana de 1824.

El 24 de febrero de 1822, Iturbide instala el primer Congreso constituyente y es nombrado Emperador de México, el 21 de julio del mismo año. En las sesiones del Congreso del 26 de febrero se acordó que el Soberano Congreso constituyente confirmaría a las Audiencias de México y Guadalajara para que continuaran administrando justicia, según lo dispuesto en la Ley de Cádiz del 9 de octubre de 1812. Iturbide intentó poner en vigor el 10 de enero de 1823, la ley suprema denominada Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano. La sección V de este reglamento organizaba el poder judicial de manera absolutamente semejante a como lo hacía la Constitución de Cádiz. Así, por ejemplo, el artículo 66 decía: para la pronta y fácil administración de justicia, en todos sus ramos, continuarán todos los alcaldes, los jueces de letras que puedan ser pagados cómodamente, y las audiencias territoriales que estén establecidas. En tanto que el capítulo segundo, artículo 79, decía que el Supremo Tribunal de Justicia debería observar la ley del 9 de octubre de 1812.

Los legisladores del Primer Congreso Constituyente, siguiendo las ideas de Locke, asentaron la supremacía del Poder Legislativo y le asignaron al Poder Ejecutivo y al Poder Judicial el carácter de poderes derivados del legislativo. En efecto, la afirmación de la soberanía popular y el carácter representativo del Congreso dentro del sentido democrático expresan el sentimiento de los legisladores de afirmar la supremacía del Congreso (Barragán, 1986: 19-35).

En relación con el Poder Judicial, llama la atención la discusión para el nombramiento de los miembros del Primer Tribunal Supremo del México independiente, toda vez que si por un lado el apartado cuarto del artículo 171 de la constitución gaditana amparaba las pretensiones de Iturbide de nombrar de entre personas de su confianza a dichos magistrados9 y, por otro, la de los diputados opuestos a esa tal disposición, quienes fundándose en la supremacía del poder legislativo y en el modelo de la Constitución de Colombia pensaban en la asignación de la facultad de esos nombramientos en favor del Congreso (Reyes, 1957: 230-231).10 Finalmente, tras largos debates en pro y en contra de las iniciativas, en donde se escucharon valiosos argumentos en favor de la división de poderes, de la independencia judicial y de la soberanía popular, de los ejemplos de las constituciones de Francia, de Estados Unidos, de España y de Colombia, la comisión vota y se aprueba el decreto del 6 de julio de 1822 en el que se proponía el nombramiento de los miembros del Tribunal Supremo por el Ejecutivo (ídem: 230-263).11 No obstante, y después de los diversos conflictos en contra del emperador Iturbide que terminan con su abdicación, el 8 de abril de 1823, nunca se practicó ni uno ni otro sistema.

Con la entrada en vigor de la Constitución de 1824 desaparece definitivamente en México la figura de las Audiencias como tribunales de justicia. Linda Arnold afirma que la explicación más razonable de esta desaparición es que después de la Independencia la mayoría de los intelectuales y los políticos mexicanos terminaron por aceptar el triunfo de la revolución constitucional y pugnaron por un gobierno tripartito, considerando al poder judicial como un tercer integrante de los poderes del Estado.12 Sin embargo, su desaparición no la podemos constreñir al simple reconocimiento de un proceso de cambio, sino a todo el proceso histórico en donde el recuerdo del gran protagonismo político de las Audiencias durante toda su existencia en la Nueva España y, sobre todo, en los últimos años estaba todavía presente en el constituyente mexicano de 1824. En efecto, como ya expusimos, los oidores de la Audiencia, que eran nombrados por el rey, y por lo tanto, representantes directos de la Corona española, tenían facultades prácticamente ilimitadas dentro del virreinato, entrando sólo en conflicto los asuntos que el virrey tenía algún interés; éste fue el sentimiento que se proyectó en el constituyente, sobre todo para limitar las atribuciones del ejecutivo más que aumentar las del poder judicial. De todo este contexto surge, en nuestra opinión, la explicación de la desaparición radical de las antiguas Audiencias y la creación de tribunales independientes sin ningún parecido a aquéllas.

IV Estructura del Poder Judicial en la Constitución Mexicana de 1824

El 16 de julio de 1808 se dieron a conocer a la ciudad de México las noticias de los trascendentales sucesos ocurridos en la Metrópoli. El día 13 de julio llegaron a Veracruz las noticias de España y el 14 las recibió el virrey. El 16 se publicaron las gacetas de Madrid del 13, 17 y 20 de mayo que contenían las renuncias en favor de Napoleón y la obediencia de los Consejos y Tribunales de la Corte a Murat, como Lugarteniente General del Reino. Sin otro preámbulo ni explicación en la Gaceta de México que decía:

La había trahido la barca Ventura procedente de Cádiz el 26 de Mayo, y que aunque nada había llegado de oficio sobre los puntos a se contrahian, conferenciados maduramente por el Sor Virey Dn. José Iturrigaray como los Ministros del Real Acuerdo, y de conformidad con su uniforme dictamen, había dispuesto S.E. se publicasen en aquel periódico para noticia y conocimiento de todo el Reyno (Cabrera, ibídem: 1-2).

Estas noticias ocasionaron que en México se comenzara a cuestionar el poder soberano del monarca, abriendo la polémica entre los criollos representados por el Ayuntamiento y los oidores peninsulares de la Audiencia de la ciudad de México acerca de quién debería ejercer el poder en México (Mier, 1990: 34-ss).13

Finalmente, el estado de anarquía e incertidumbre que se vivió en esos años, junto al malestar social que prevalecía llevaron irremediablemente al inicio del movimiento social revolucionario, que concluiría con la proclamación de independencia de México en 1821 y la coronación de Agustín de Iturbide como emperador de México.

Tras la abdicación de Iturbide se inicia el camino para la consagración del federalismo en México, al convocarse un segundo Congreso Constituyente —el 7 de noviembre de 1823—, del que emanarían el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana, promulgada el 31 enero de 1824, y que sentaría las bases para la primera constitución del México independiente. En efecto, en este documento se consagraron los principios que regirían a la nueva nación: la independencia nacional, la soberanía nacional, “la intolerancia religiosa” (sic), un gobierno republicano, representativo, popular y federal, las entidades federativas y el principio de la división de poderes.

A partir del 1º de abril de 1824 se comenzó a discutir en el Congreso constituyente el proyecto de la Constitución, que se aprobó finalmente el 3 de octubre de 1824, promulgándose al día siguiente y publicado el día 5 con el nombre de Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos. Esta Constitución es la primera Carta Magna del México independiente en donde se consagran las ideas liberales del siglo XVIII, rompiendo radicalmente con la tradición jurídico-política del sistema estamental y adoptando como forma de gobierno una República representativa, popular y federal de clara influencia norteamericana.

El artículo 5º de la Constitución señaló a los estados miembros de la Federación, en tanto que el artículo 6º consagró que la Federación como poder supremo se dividiría para su ejercicio en los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Se dispuso que el Poder Legislativo de la Federación se depositaría en un Congreso General dividido en dos cámaras, una de diputados y otra de senadores, la primera en representación de los ciudadanos de cada estado, la segunda de los estados miembros de la federación; el Supremo Poder Ejecutivo de la Federación quedó depositado en un sólo individuo denominado Presidente de los Estados Unidos Mexicanos; y, finalmente, el Poder Judicial de la Federación quedó consagrado en el artículo 123 del Título V en donde se señalaba residiría en una Corte Suprema de Justicia, en los Tribunales de Circuito y en los Juzgados de Distrito (Barragán, 1986: 36-45).14

De acuerdo con el federalismo el Poder Judicial se estructuró en tribunales federales con competencia en todo el territorio y en tribunales locales con competencia limitada a los estados en los que se dividía la República ya que en virtud del artículo 157 de la Constitución, que establecía que el gobierno de cada estado se dividiría para su ejercicio en los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial. El constituyente atribuyó a cada estado integrante de la federación la facultad de establecer los tribunales de acuerdo a sus propias constituciones, además de consignar que dichos tribunales conocerían hasta la última instancia y ejecución de las sentencias de las causas civiles y penales, concediéndoles, con esto, autonomía en la organización de sus tribunales con la salvedad de no contravenir la Constitución Federal. No obstante, los estados miembros de la federación siguieron un patrón común en la estructura de sus tribunales.

La influencia del sistema de administración de justicia español fue notoria, como afirma Ramos Arizpe en su memoria de 1829, donde subraya la persistente vigencia del sistema gaditano: en los territorios no había otra ley que arregle ese ramo que la de 9 de octubre de 1812. Inclusive, Ramos Arizpe se refiere a la Suprema Corte de Justicia diciendo: que estando habilitada por la ley de 12 de mayo de 1826 para ejercer las funciones de las antiguas Audiencias de ultramar en el Distrito Federal y Territorios, viene a ser un tribunal biforme, supuesto que debe arreglar su planta bajo este concepto al citado decreto de 9 de octubre de 1812, única ley orgánica de estos establecimientos (Barragán, 1986: 18).

La Constitución de Cádiz no sólo conservó prolongada vigencia en muchos aspectos de la vida institucional de los Estados Unidos Mexicanos, sino que también inspiró muchas de las disposiciones de su primera Constitución, principalmente aquellas en las que el texto se apartaba del modelo anglosajón. Para José Barragán, el constituyente de 1824 se centró prácticamente en la creación de las altas magistraturas, ya que los otros ramos de la administración de justicia siguieron operando de conformidad con las normas gaditanas (Barragán, ibídem: 19).

La vigencia del ordenamiento jurídico español durante los primeros años del México independiente se refleja en varios aspectos de la vida constitucional mexicana, no tanto por la voluntad de mantener el mismo sistema sino por la tradición de tres siglos que definitivamente era imposible ocultar u olvidar, a lo que se añade la falta de leyes y disposiciones adecuadas al nuevo sistema (Barragán, 1981: 377-392).15 La Suprema Corte de Justicia nació, como afirma Lucio Cabrera, de la antigua Audiencia Territorial española creada por las leyes de Cádiz, no de la Real Audiencia de la monarquía absoluta puesto que ambos órganos respondían a planteamientos ideológicos muy diversos; de la misma manera, un principio básico como el de igualdad ante la ley, que no existía en la época colonial, implementado primero en la Audiencia Territorial se proyectó en la Suprema Corte de Justicia de la República (Cabrera, op. cit.: 21).

V Conclusiones

La aparición del Estado constitucional liberal supuso la desaparición de las instituciones del Antiguo Régimen y la entrada de las ideas de la Ilustración, que encontraron eco en las Constituciones de Estados Unidos y Francia. Para la administración de justicia la aparición del Estado liberal significó su indicación institucional y, por consiguiente, su consolidación constitucional como un poder, en el nivel de los poderes legislativo y ejecutivo.

Las ideas del liberalismo en México, precipitaron la independencia del país de la Corona española y permitieron la consagración de un texto constitucional, que proclamó una república democrática y federal. La Constitución de 1824 estableció la división de poderes y reconoció al poder judicial su posición como tercer poder dentro del Estado, a la vez que se establecieron mecanismos jurídicos tendentes a garantizar su independencia. Sin embargo, nuestra historia jurídica, por los constantes conflictos armados y disputas por el poder, no cuenta con un desarrollo continuo de sus instituciones.

El problema se manifiesta desde la configuración de la primera Constitución en 1824, al enfrentarse el constituyente mexicano con el grave problema de conformar un Estado federal en un pueblo acostumbrado a la tradición centralista del virreinato; por ello el constituyente se decidió por importar instituciones que no pudieron afianzarse, por la situación socio-económica. Así, por ejemplo, se optó por un modelo federal de conformidad con el modelo norteamericano, que allí se había implantado más de treinta años antes. Sin embargo, por las circunstancias en las que surgieron uno y otro, su desarrollo resultó completamente distinto; así, mientras en los Estados Unidos el sistema federal surge de un pacto entre las trece colonias británicas para la unidad y respeto a la soberanía de los nacientes estados federados, en México nace como protector de unas incipientes y débiles entidades federativas y para impedir la fragmentación de la nueva República, con la consecuencia de que se estableció una marcada centralización.

El sentimiento renovador alcanzó a los tribunales ya configurados en el virreinato, que con la promulgación de la Constitución de 1824, desaparecen de la estructura de la administración de justicia en México.

Referencias

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[1] En el Congreso de agosto de 1822, se citaron autores de la Ilustración como Montesquieu y Rousseau, de quienes se puede decir que ya antes de la independencia constituía una referencia poco menos que obligada. También encontramos algunas referencias sobre Bentham, Constant, Jovellanos y Vattel en los primeros congresos constituyentes de México.

[2] Sobre el origen del Consejo Real de Castilla existen diversas tesis. Así, encontramos que algunos autores atribuyen su origen desde la época visigoda. Al respecto Salustiano, en su obra El Consejo de Castilla (1385-1522), hace una recopilación de opiniones de diferentes autores sobre el origen del Consejo Real de Castilla.

[3] García Gallo dice que la voz audiencia: expresa en el habla medieval el acto de oír cualquier exposición o petición, sea o no judicial, y de entender en ella. Estar en audiencia o fazer audiencia alude a la dedicatoria de una persona u órgano revestido de poder al acto de oír peticiones. En el mismo sentido, Valdeavellano afirma que la expresión “nuestra Audiencia” había sido utilizada ya por Alfonso XI en las ordenanzas de Alcalá de Henares de 1348, pero haciendo alusión sólo a la acción de oír o conocer las causas o litigios.

[4] Historiadores y etnólogos no se han puesto de acuerdo en la fecha exacta de su fundación; mientras que por un lado hay quien asegura que el Consejo ya funcionaba en 1511, por otro lado, se afirma que no consta la existencia del Real y Supremo Consejo de las Indias hasta el primero de agosto de 1524, aún cuando hay un consejero indiano nombrado en 1523.

[5] Las primeras Audiencias establecidas en América fueron, la de Santo Domingo en la Isla Española (1511), la de México en la Nueva España (1527), de Panamá (1535), Perú (1542), Guatemala (1543), Guadalajara en la Galicia (1548), la de Santa Fe de Bogotá (1549), de la Plata en Characas (1559), San Francisco en Quito (1563), de Manila en Filipinas (1583), de Santiago de Chile (1609) y la del Puerto de Buenos Aires (1661); todas recibieron el título de Audiencia y Chancillería Real. Sobre la creación de las Audiencias. García-Gallo, Alfonso. Los orígenes de las instituciones..., op. cit., 930-951. Véase también las leyes de la II a la XIII, Título 15, Libro II, de la Recopilación de Leyes de los Reynos de Indias..., op. cit., t. I: 323-329.

[6] La ley del 29 de noviembre y 13 de diciembre de 1527, establecía que la Audiencia y Chancillería de la ciudad de México Tenoxtitlán cabeza de las Provincias de la Nueva España, estaría compuesta por un Virrey que será el Presidente, ocho oidores, cuatro Alcaldes del Crimen, y dos Fiscales, uno de lo civil, y otro de lo Criminal, un Alguacil mayor, un Teniente de Gran Chanciller, y los demás Ministros y Oficiales necesarios (ibídem, Ley III, Título 15, Libro II, t. I: 324). A inicios del siglo xix, la integraban además un regente y diez oidores que formaban dos salas, una para los negocios civiles y otra sala para asuntos del crimen, además tres fiscales de lo civil, tres de lo criminal y tres de real hacienda.

[7] García-Gallo considera que el examen atento de los Ordenanzas de las Audiencias, no permite encontrar nada que guarde relación con la función de gobierno que se le atribuye, no cabe hablar de una actuación de tipo gubernativo de las Audiencias ni del ejercicio por éstas de funciones de gobierno, sino de una jurisdicción en materia administrativa: la resolución de los recursos contra actos de los virreyes o gobernadores en materia de gobierno que pueda lesionar a alguien. La audiencia sigue siendo en Indias un tribunal de justicia, con organización distinta a la de España y competencia judicial superior a la de ésta; sólo secundariamente, por las funciones que se le asignan por vía de comisión, primero en las instrucciones que se dan a la misma y luego, tras la reiteración de éstas, ya de modo más permanente, se puede considerar como órgano de gobierno.

[8] Soberanes considera que sería una visión muy pobre el contemplar a los oidores de la Audiencia como simples magistrados judiciales, para éste, eran los que compartían el poder superior de la Nueva España con su virrey.

[9] El artículo 171, apartado cuarto, señala como facultad de Rey: Nombrar los Magistrados de todos los tribunales civiles y criminales, a propuesta del Consejo de Estado. En tanto que el artículo 29 del Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano, establecía como atribución del emperador el nombrar a los jueces a propuesta del Consejo de Estado.

[10] El diputado Florencio Castillo, hablando por la comisión de Constitución, y después de decir que ésta tuvo a la vista la Constitución de Colombia, señala: que la comisión creyó que un congreso constituyente, depositario de la soberanía nacional, así como lo había nombrado al emperador para dar forma al poder ejecutivo, debía hacerlo también de los primeros magistrados para marcar la división del judicial, por lo cual se había separado en esta parte de la constitución española.

[11] De las intervenciones más importantes, encontramos la del diputado Ibarra, quien señaló que: El supremo tribunal de justicia entiende por su instinto en las causas de responsabilidad de los funcionarios del gobierno: parece, pues, que la naturaleza del sistema constitucional, exige con objeto de que los individuos de este tribunal obren con la debida imparcialidad, tenga a lo menos parte en su nombramiento el cuerpo legislativo (considero, Señor, las cosas, no las personas). Además, Señor, la separación de poderes no se opone a que tengan cierta comunicación entre sí: por el contrario, ésta es necesaria para la perfección de un buen sistema de gobierno. ¿se opone acaso a la separación de poderes el veto, la iniciativa que se concede por muchas constituciones al monarca?

[12] Sobre la desaparición de las Audiencias como tribunales, existen varias versiones. Véase Arnold, Linda. “La Política y la Judicatura en México independiente”, en Memoria del III Congreso de Historia del Derecho Mexicano. México, UNAM, 1984. pp. 106-107. También Cabrera Lucio, “Orígenes y primeros años…”, op. cit.: 36-37.

[13] La reacción del Ayuntamiento de la ciudad de México que, integrado por criollos y con la supuesta representación de todo el reino, hizo entrega al virrey Iturrigaray de una exposición que había elaborado el regente Azcarate y apoyada por el síndico Francisco Primo de Verdad, que declara insubsistente la abdicación de Carlos IV y Fernando VII realizada por Napoleón y se pide desconocer a todo funcionario que venga nombrado de España. Se le pedía al virrey que conserve los dominios para sus legítimos dueños, es decir, la corona de España y gobierne por la comisión de Ayuntamiento, pero advirtiendo que toda autoridad debe ser elegida por el pueblo y que la otorgada al Virrey en lo sucesivo dimanará de la que transfieran los tribunales y el Ayuntamiento. Dicha representación del Ayuntamiento de México se ha considerado el primer documento oficial en que la Nueva España sostuvo la tesis de la reasunción de la soberanía por el pueblo, en ausencia y en nombre del rey cautivo. Acta de Representación del Ayuntamiento del 19 de julio de 1808.

[14] En el artículo 23 del Proyecto de Acta y el artículo 18 de la Acta Constitutiva se declaró que: “La federación deposita el ejercicio del Poder Judicial en una Corte Suprema de Justicia, y en los tribunales que se establecerán en cada estado”. Finalmente el artículo 123 de la Constitución dispuso que “el Poder Judicial de la Federación residirá en una Corte Suprema de Justicia, en los Tribunales de Circuito y en los Juzgados de Distrito”. Sobre los debates tanto del Proyecto de Acta Constitutiva como de la misma Acta del Segundo Congreso Constituyente véase: Barragán (1986), “La Primera Corte Suprema”, en La Suprema Corte de Justicia, su tránsito y su destino, México: Suprema Corte de Justicia de la Nación.

[15] Barragán realiza una selección de materias e instituciones en cuya disposición, afirma, tuvieron que ver las disposiciones gaditanas. En materia de derecho parlamentario: el régimen interior del Congreso y del derecho de petición; en materia de administración de justicia: las visitas de cárceles y el juicio de responsabilidad y amparo; en materia de gobierno estatal: las diputaciones provinciales, el jefe político y el gobernador.

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