Tres miradas estadunidenses a México

AutorFabrizio Mejía Madrid

Fue un presidente mexicano, Sebastián Lerdo de Tejada, quien definió la vecindad entre los dos países así: "Entre los Estados Unidos y México, mejor el desierto". Era 1873 y todavía las heridas morales de la guerra entre ambos países afectaban el orgullo patrio de don Sebastián. Pero, para completar la experiencia de lo estadunidense en México, hay que decir algo más sobre quien acuñó esa terrible frase: Sebastián Lerdo de Tejada, tras dejar la presidencia de México, vivió durante 13 años, y hasta su muerte en 1889, en Nueva York. Para los mexicanos, Estados Unidos es lo mismo el enemigo que asecha y el sitio del refugio. Los términos que usamos en México para los vecinos del norte dan cuenta de esa relación conflictiva: los estadunidenses son los que defienden una mejor forma de vida, el confort; los gringos, por el contrario, son los que declaran guerras unilaterales. El cobijo y la fuerza, términos opuestos, son los rostros de EU en México.

(...) El territorio mexicano, siempre entre el desierto asfixiante y la jungla soporífera, ha contenido para Estados Unidos una fuerza que es el azar. En México, diría un estadunidense común, todo es posible: encontrar la fiesta o la muerte. México es lo que no está reglamentado, en donde todo es potencial y nunca definitivo: la evanescencia de lo contingente. Tres personajes muy significativos del ánimo estadunidense así lo metaforizan: Albert K. Owen, Ambrose Bierce y William Burroughs (...).

Owen: México como paraíso terrenal

El ingeniero Albert Kimsey Owen tenía 25 años en marzo de 1872. (...) Estaba en México como parte de una expedición de la compañía ferroviaria Rio Grande Railroad. (...) La expedición de ingenieros había subido por la sierra Tarahumara en la frontera y había bajado lentamente hacia una bahía que no aparecía en los mapas. Los indios mayos la llamaban Topolobampo. A pesar de ser usada por los contrabandistas y habitada por alacranes, Owen vio en esa bahía una salida: imaginó una ciudad cosmopolita que enlazara a América con China, Japón y Australia; imaginó un puerto con un intenso tráfico de trenes, barcos, mercancías; imaginó, en medio de la nada, en una bahía donde sólo crecían cactus en las rocas, una comunidad en la que los intercambios fueran entre iguales. Una ciudad sin ricos ni pobres, sin distinciones de sexo, religión o raza. Dos años después de ese encuentro con un México imaginario, Albert K. Owen conoce al matrimonio Howland, Marie y Edward, que habían participado en una comunidad igualitaria, la de André Godin en Francia, el llamado Familisterio. Los Howland habían estudiado prácticamente todas las teorías del socialismo y el comunita-rismo: era posible racionalizar una comunidad de hombres y mujeres libres, socios entre sí, y prescindir de los abusivos capitalistas. Owen pensó que ese sitio existía ya, aunque no estuviera en los mapas: la bahía de Topolobampo, en Sinaloa, México.

Tan sólo tres años después, Albert K. Owen ya ha lanzado una empresa de publicidad de una ciudad que todavía no existe en un país que no conoce: "México" -escribe en los anuncios propagandísticos- "es un terreno virgen, con grandes recursos y buen clima, alejado de las influencias malignas del comercio controlado por los centros políticos mundiales. México todavía permite que las propiedades públicas estén bajo el control de los intereses ciudadanos". Era un México más imaginado que real pues estaba en proceso de convertirse en una dictadura, la de Porfirio Díaz, que oprimiría al país durante 30 años. (...) Pero el México de Owen no era ni violento, ni autoritario, sino simplemente el paraíso en la...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR