La teoría democrática de Huntington

AutorRoberto García Jurado
Páginas7-24

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Samuel P. Huntington es uno de los politólogos contemporáneos más conocidos. A pesar de que su trayectoria académica se remonta a la década de 1950, cuando publicó un extenso estudio de las relaciones cívico-militares en el Estado moderno titulado El soldado y el Estado (1957), se ha mantenido activo y muy prolífico hasta la actualidad. Más aún, no obstante esta dilatada carrera académica, no ha sido sino hasta la década de los noventa cuando el renombre y reconocimiento intelectual que había ganado con El orden político de las sociedades en cambio(1968) y La crisis de la democracia (1975), rebasó los ámbitos académicos para repercutir en los círculos periodísticos, literarios y estratégicos con dos obras fundamentales: La tercera ola (1991) y El choque de las civilizaciones (1996).

Las ideas y opiniones expresadas en estas últimas dos obras trascendieron los estrechos circuitos de la teoría política para llegar a citarse ocasionalmente en conversaciones coloquiales. Así, referirse a la tercera ola democrática o a la advertencia profética del choque de civilizaciones se volvió familiar durante la década pasada en ciertos contextos donde se mueve el público culto.

Independientemente del tratamiento de best sellerque la academia norteamericana ha comenzado a dar a los textos de Huntington, lo que tal vez explique más certeramente la amplia difusión de sus ideas es el tino que ha tenido para elegir los temas de sus escritos, ya que casi todos ellos se vinculan dePage 8manera directa con los problemas más intensos de la actualidad.1 De todos ellos, uno de los más importantes y que motiva el presente trabajo es el del significado de la democracia y las transiciones hacia este régimen efectuadas durante el siglo anterior.

Al cierre del siglo XX, el balance que puede hacerse de éste tiene dos posibilidades: una pesimista y una optimista. Para las generaciones europeas que vivieron las dos grandes guerras, y particularmente para el pueblo judío, el siglo XX ha sido uno de los momentos más sangrientos e infames en la historia de la humanidad. No obstante, para las generaciones de la posguerra, y particularmente para las que han visto caer el Muro de Berlín, el siglo XX ha sido una época de ventura prometeica. Incluso el pueblo judío podría compartir esta jactancia, pues en esta centuria no sólo se ha dado fin a la diáspora, sino que también se le ha dado a Israel la oportunidad de practicar sobre el pueblo palestino una brutalidad similar a la que sufrieron los judíos a manos de los nazis.

No obstante, independientemente de la sensibilidad y la perspectiva desde la que se vea, el siglo XX debe ser recordado fundamentalmente como el siglo de la democracia. Cuando éste se inició, ningún país podía presumir de tener un sistema plenamente democrático, es decir, en el que al menos todos los individuos adultos tuvieran el derecho de voto. Al principio había tan sólo 25 países en los que se practicaba la democracia de una manera por demás restringida y que en conjunto englobaban a poco más de 10% de la población mundial. Pero en sus postrimerías, de los 192 estados soberanos con reconocimiento internacional, 120 ya podían ser considerados plenamente democráticos en el sentido anterior, es decir, por garantizar en la práctica la universalidad del sufragio. Esto significa que, por primera vez en la historia de la humanidad, más de la mitad de los seres humanos —alrededor de 62% de la población mundial— vivía en un régimen democrático.2

Sin embargo, este crecimiento se produjo sobre todo en la segunda mitad del siglo, puesto que recién concluida la Segunda Guerra Mundial, los sistemas democráticos sobrevivientes se reducían a poco más de una decena. Así, en esas condiciones, cualquier tránsito que se realizara hacia la democracia era todo un acontecimiento, bien recibido independientemente de lo inestable, restringido y defectuoso que fuera. No obstante, ese reducido número de democracias se ha incrementado hasta llegar a 120 y abarcar a la mayor parte de la humanidad. Así pues, en este nuevo contexto, valdría la pena señalar que la democracia no puede ser cualquier cosa distinta del autoritarismo y el totalitaPage 9rismo; que acaso las condiciones mínimas que se exigen a un régimen para ser considerado democrático deban ser revisadas y, a partir de ellas, advertir que muy probablemente muchos regímenes calificados como tales no lo sean, o bien, que dentro de este género de gobiernos hay distintas especies.

La democracia: “una definición mínima”

A pesar de que Huntington se refiere en varias de sus obras al concepto de democracia, en casi todas ellas establece una concepción homogénea, al plantear que la democracia consiste básicamente en que la mayoría de quienes toman las decisiones colectivas sean seleccionados mediante elecciones limpias, honestas y periódicas, en las cuales se compita abiertamente y casi toda la población adulta tenga derecho al voto. No obstante que el propio Huntington reconoce que ésta es una “definición mínima”, plantea también que reúne dos virtudes fundamentales: la primera es que libera al concepto de cualquier carga moral y teleológica que comprometa su significado, y la segunda es que ofrece la enorme ventaja de poder verificar fácticamente la existencia o ausencia de un régimen democrático.3

Por lo que se refiere a la primera virtud que atribuye Huntington a esta definición, es evidente que se apega, como él mismo lo reconoce, a la tradición fundada por Schumpeter de concebir la democracia esencialmente como un “método político”; como un concierto institucional para llegar a ciertas decisiones políticas, esencialmente a la designación de los gobernantes. El propio Schumpeter se refiere a la teoría democrática como la “teoría del caudillaje competitivo”.4

La adopción de esta definición por parte de Huntington se debe en buena medida a la búsqueda del cobijo que ofrece la reflexión de Schumpeter, pero también se explica en gran parte por su propia indagación. Desde su punto de vista, la democracia ha sido definida principalmente desde tres perspectivas: la fuente de autoridad, los fines del gobierno y las instituciones políticas. Huntington descarta de inmediato el primer tipo de estas definiciones, porque considera que siempre que se ha tratado de identificar la fuente de autoridad del gobierno, es decir, el cuerpo gobernante, se entra en serias dificultades, esto es, cuando se trata de definir al “pueblo”, “la mayoría” o “los pobres”, existen siempre Page 10diversas objeciones respecto de la capacidad inclusiva o exclusiva de tal cuerpo gobernante. Para no ir más allá, Huntington simplemente pone como ejemplo el concepto contemporáneo de mayoría, la cual, en ciertas condiciones, no es más que la suma de un conjunto de minorías, que son cambiantes a lo largo del tiempo y, por tanto, pertenecientes a una realidad evanescente.

Del mismo modo, Huntington descarta la segunda de estas perspectivas, ante todo por la dificultad para identificar los fines moralmente justificables del gobierno. Plantea que cuando se ha definido la democracia en estos términos, no sólo se le han asignado los más diversos y ambiciosos fines, como la justicia social, la igualdad, el bienestar, la felicidad o la realización personal, sino que además todos ellos se han planteado en un nivel tan exigente e ideal, que es muy difícil pensar que alguna vez haya habido un gobierno semejante en la historia de la humanidad.5

Así, luego de descartar las dos primeras perspectivas, Huntington se queda con la tercera, con la que define la democracia en términos de instituciones políticas. Como puede observarse, en la definición de Huntington antedicha destacan tres elementos básicos: 1) que los gobernantes emanen de elecciones transparentes y regulares; 2) que la competencia por el poder sea franca y abierta, y 3) que el derecho de voto sea casi universal. Puesto de esta manera, y como el propio Huntington lo ha reconocido explícitamente, su posición se nutre también de la concepción procedimental de la democracia que han desarrollado con amplitud autores como Robert Dahl y Seymur Lipset, que coinciden en lo general con Schumpeter en definir la democracia esencialmente en términos de procedimientos institucionalizados, pero que difieren de la opinión de Huntington en forma considerable.6

La mayoría de los estudios y análisis que se han hecho en el terreno de la política comparada y en el análisis de las transiciones democráticas han utilizado como definición de democracia la que ofreció Robert Dahl para definir las democracias contemporáneas, a las que él llama poliarquías , y que, en resumen, deben contar por lo menos con las siguientes características: 1) el control sobre las decisiones gubernamentales en relación con la política debe estar otorgado constitucionalmente a los funcionarios elegidos; 2) estos funcionarios son elegidos y desplazados pacíficamente en periodos preestablecidos, en lugares en los que se celebran elecciones libres y la coerción no existe o está francamente limitada; 3) prácticamente todos los adultos tienen derecho al voto;Page 114) la mayoría de los adultos tienen derecho a postularse para los puestos públicos; 5) los ciudadanos tienen la oportunidad de expresarse libremente en relación con la política, así como de criticar al gobierno y la ideología predominante; 6) los ciudadanos tienen acceso a fuentes alternas de información, y 7) los ciudadanos tienen derecho a unirse y asociarse en organizaciones autónomas de todo tipo, incluido el político.7

Una definición mucho más breve pero que trata de abarcar los aspectos más relevantes de la definición de Dahl es la de Lipset, para quien la democracia se da en donde se presentan tres rasgos básicos: 1) que exista una competencia por las posiciones gubernamentales y se den elecciones limpias a intervalos...

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