Subterráneo / Nuevas vergüenzas

En verdad, da pena. ¡Qué lástima que los diputados a la Asamblea Legislativa del DF sean tan obtusos y autoritarios! ¡Qué vergüenza tener como legisladores a quienes ignoran nociones elementales de su oficio y en lugar de promover leyes que permitan superar los problemas, dictan disposiciones que sólo los agravan! ¿Qué cerrazón mental les impide aprender de la experiencia y los lleva a reiterar errores? No está de más recordar brevemente los pasos centrales de esta historia. Al promulgarse en 1931 el Código Penal que rigió en el DF casi todo el siglo pasado, el secuestro se castigaba con 20 años de cárcel. En 1950, a raíz de algunos secuestros que inquietaron a la opinión pública, se subió la pena a 30 años de prisión. En 1954, de nuevo por el mismo motivo, se la subió diez años más. Permaneció igual hasta 1996, cuando el afán de controlar una ola de secuestros, llevó a imponer una pena mínima de 40 años y una máxima de 60. No duró gran cosa: el horror que causaron las prácticas del "Mochaorejas" Arizmendi, llevó a reformar de nuevo la ley en el año 2000 para que la pena máxima llegara a 70 años de cárcel.

Al empezar a prepararse un nuevo Código Penal para el DF, el que finalmente entró en vigor el 13 de noviembre de 2002, se analizó detalladamente la utilidad de las penas superiores a 30 años de cárcel y se llegó a la conclusión de que no sólo no tenían ninguna, sino que solían dar origen a consecuencias secundarias muy graves. Una de ellas era que al criminal perdía por entero los límites de la humanidad conforme la sanción se acercaba a la prisión perpetua. Cuando la pena era de 50 años o más, tanto le daba matar, mutilar o torturar a su víctima. Hiciera lo que hiciera ya no tenía nada que perder. El hecho se reflejaba, además, en la vida carcelaria: la presencia de presos condenados de por vida o poco menos, aumenta los motines, la corrupción y la violencia y, en consecuencia, es más difícil administrarlas.

Al considerar estas circunstancias, los redactores del nuevo Código decidieron fijar la pena máxima de prisión en 50 años. Muchos de ellos hubieran preferido dejarla en 40, pero accedieron a llegar al máximo razonable para no malquistarse con una Asamblea perredista que exigía -por supuesto sin sentido-, penas más severas.

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