Para que sientas lo que siento

AutorAriel Dorfman

He vivido antes esa misma indignación, esa misma alarma.

Para ser más específico: la mañana del 22 de octubre de 1970, en lo que por entonces era mi casa en Santiago de Chile, escuché, junto a mi mujer Angélica, un flash extraordinario por la radio. Un comando de ultraderecha había atentado contra la vida del general Rene Schneider, jefe de las fuerzas armadas chilenas. No había esperanza de que sobreviviera a los tres balazos que había recibido.

Angélica y yo tuvimos la misma reacción: es la CÍA, exclamamos, casi al unísono. No teníamos en ese momento pruebas fehacientes de ello -si bien con el tiempo aparecería abundante evidencia de que teníamos razón-, pero no dudábamos de que se trataba de otro intento más de Estados Unidos de subvertir la voluntad del pueblo chileno.

Seis semanas antes, Salvador Allende, un socialista de férreas convicciones democráticas, había ganado la presidencia, a pesar de que Washington había gastado millones de dólares en una campaña de guerra psicológica y desinformación tratando de prevenir aquella victoria. El gobierno de Nixon no podía tolerar esa revolución sin violencia que proponía Allende, su programa de liberación nacional y de justicia social y económica.

El país estaba plagado de rumores de un posible golpe de Estado. Ya había sucedido en Irán y Guatemala, en Indonesia y Brasil, donde mandatarios opuestos a los intereses estadunidenses habían sido derrocados. Ahora le tocaba el turno a Chile. Y ahora, debido a que el general Schneider se oponía tenazmente a esos planes, lo habían ultimado.

La muerte de Schneider no impidió que Allende asumiera el mando, pero la CÍA, obedeciendo las órdenes de Henry Kissin-ger, prosiguió su asalto a nuestra soberanía durante los siguientes tres años, saboteando nuestra economía ("que grite de dolor", según palabras textuales de Nixon) y promoviendo bombazos y asonadas militares. Hasta que, finalmente, el 11 de septiembre de 1973, Allende fue depuesto, muriendo en el Palacio de La Moneda. El comienzo de una dictadura letal que duraría 17 años. Años de tortura y ejecuciones, largos años de desapariciones, persecución y exilio.

En vista de tanto dolor, podría presumirse que estaría justificado cierto regocijo de mi parte al ver a los estadunidenses agitados y furiosos ante el espectáculo de su propia democracia mancillada por una potencia extranjera, como fue mancillada la nuestra y la de tantas otras naciones por la potencia precisamente de los Estados Unidos. Y, en...

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