Saramago: "Soy sólo la memoria que tengo"

AutorTomás Domínguez Guzmán

No se sabe cuántos nietos tuvo Jerónimo Melrinho, ese berebere llegado del norte de África a Portugal. Lo único cierto es que uno de ellos, el más entrañable, fue José Saramago, el célebre escritor que el pasado miércoles 16 de noviembre llegó al centenario de su nacimiento.

Saramago dejó innumerables páginas sobre esa figura señera que le enseñó la vida en sus esencias múltiples. Gracias a Jerónimo, Saramago se convirtió en un minucioso observador de los detalles, de la naturaleza y de la gente; gracias a él cultivó su mirada descarnada, límpida, desde su infancia en su natal Azinhaga; a Jerónimo, su abuelo materno, le debe, en suma, sus reflexiones, muchas de las historias noveladas que en 1998 lo hicieron acreedor al Premio Nobel de Literatura...

"Bien vistas las cosas, soy sólo la memoria que tengo, y esa es la única historia que puedo y quiero contar. Omniscientemente", expuso el propio Saramago en El cuaderno del año del Nobel. Nos compartió también esa reflexión sobre "el duro ejercicio de vivir" en noviembre de aquel 1998, cuando abrió su discurso de recepción del Nobel en Estocolmo, citando precisamente a Jerónimo: "el hombre más sabio que he conocido en toda mi vida -dijo ante la academia sueca- no sabía leer ni escribir..."

La figura de ese abuelo materno casado con Josefa Caixinha -la mujer que cada día veía nacer el sol, que había heredado un vocabulario elemental de sólo algunos cientos de palabras, que había venido al mundo sin preocuparse por saber qué era el mundo- prácticamente siempre lo acompañó. Y Saramago lo introdujo en las páginas de varios de sus libros: Las pequeñas memorias, en artículos periodísticos y en el ya citado El cuaderno del año del Nobel y en el propio discurso de Estocolmo.

En Las pequeñas memorias lo dibujó de manera magistral:

Delante vienen los cerdos, con la cabeza baja, rozando el suelo con el hocico. El hombre que así se aproxima, difuso entre las cuerdas de lluvia, es mi abuelo. Viene cansado, el viejo, arrastra consigo 70 años de vida difícil, de privaciones, de ignorancia. Y no obstante es un hombre sabio, callado, que sólo abre la boca para decir lo indispensable. Habla tan poco que todos nos callamos para oírlo cuando en el rostro se le enciende algo así como una luz de aviso. Tiene una manera extraña de mirar a lo lejos, incluso siendo ese lejos la pared de enfrente. Su cara parece haber sido tallada con una azuela, fija aunque expresiva, y los ojos, pequeños y agudos, brillan de vez en...

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