Quetzalcóatl

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UETZALCÓATL
lanco, alto, corpulento, de frente ancha, de ojos negros y
barba tupida de oro rizado, era Quetzalcóatl el sumo sa-
cerdote de Tula, dueño de los vientos, adorado por los pueblos
toltecas en la remota antigüedad de México.
Nadie supo nunca de dónde había venido. Tal vez de otro
país atravesando el mar en la estrecha carabela del milagro;
pero como el sabio y prudente Quetzalcóatl enseñó a su pueblo
las artes más difíciles como fundir y trabajar la plata, labrar las
piedras verdes que se llaman “chalchivites” y otras hechas de
conchas coloradas y blancas, el arte de trabajar las plumas
de los pájaros, fue elegido rey tributándole desde entonces ho-
nores sin cuento.
Dictó para su pueblo leyes sabias y austeras como su vida
misma, leyes que hacía publicar a un pregonero desde el Mon-
te de los Clamores para que se oyeran hasta 300 millas lejos.
Por honestidad llevaba siempre largo el vestido. Habitaba
en palacios milagrosos, unos de plata, otros de turquesas, otros
de plumas como enormes nidos y otros de “chalchivites”, la
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AMÉ RIC A
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