¿Dónde quedaron las pretensiones religiosas de AMLO?

AutorBernardo Barranco V.

A tres años de distancia debemos realizar un balance de las relaciones entre el gobierno de la 4T y las iglesias. Recordemos que AMLO, desde su campaña en 2018, sorprendió a muchos por convertir lo religioso en un activo político importante. Sea por razones de cálculo político -y así atraer a diversos contingentes de creyentes- sea por una verdadera convicción acerca de la necesidad de purificar el país, lo cierto es que Andrés Manuel López Obrador se tornó, en cierto momento, en un promotor que legitimaba el regreso de la religión a la vida pública. De manera audaz convirtió lo religioso en un valioso factor político. Al menos así lo explicitó en su agenda pública en los dos primeros años de su gobierno.

Por un lado, AMLO reivindica separar la política de la economía. Por otro, induce la proximidad social entre la religión y política. Un hombre de Estado que exhorte lo espiritual sobre lo material y el reino del bienestar del alma sobre el crecimiento económico, incurre en oficios propios de un ministro de culto, no de un jefe de Estado. Son parte de la audaz y llamativa convocatoria de un gobernante astuto que encontró en lo religioso un insospechado capital político. Sus continuas incursiones a textos sagrados nos colocan ante un presidente convertido por momentos en un predicador. No sólo por las invocaciones bíblicas, sino porque pareciera convencido de responder a un llamado divino para salvar a la patria.

Hace tres años una pregunta recurrente en la opinión pública era: ¿en qué cree el presidente? Su fe ahora es cuestión de Estado. AMLO se ha empeñado, hasta ahora, en mantenerla difusa inten-cionalmente. AMLO tiene gran amistad con católicos progresistas como Alejandro Solalinde, Raúl Vera y el finado Arturo Lona, todos ellos cercanos a la Teología de la Liberación. Sin embargo, en el bloque evangélico la afinidad se decanta por los pentecostales más conservadores de la galaxia evangélica, como son Hugo Érik Flores, un político evangélico, y Arturo Fa-rela, un evangélico político.

Surgieron a inicio de este sexenio muchas interrogantes ante el afán de incorporar a las iglesias a los programas sociales como política pública. ¿Bajo qué criterios las iglesias ayudarían a transmitir valores y de qué tipo para restaurar el dañado tejido social? ¿Las iglesias son entidades puras que por su actuar o autoridad podrán sanar la moralidad social? ¿No son las iglesias también responsables de la debacle moral que se diagnostica como catastrófica?

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